—¿Y Nastasia Filipovna?
—No la conozco.
—¡Espere, espere! ¿Cuándo vuelve Parfen Semenovich?
—No lo sé.
Y la puerta se cerró. El príncipe resolvió tornar de allí a una hora. Bajó y al entrar en el patio encontró al portero.
—¿Está en casa Parfen Semenovich?
—Sí.
—¿Cómo me han dicho lo contrario hace un momento?
—¿Ha llamado a sus habitaciones?
—He llamado a su puerta y nadie me ha abierto. Quien me abrió fue una criada de su madre.
—Tal vez haya salido —dijo el portero—. A veces se va sin avisar. Incluso suele llevarse la llave y hay ocasiones en que su departamento está cerrado tres días seguidos.
—¿Está seguro de que ha entrado en casa ayer?
—Sí. A veces pasa por la puerta principal y no le vemos.
—¿No vino ayer con él Nastasia Filipovna?
—No lo sé. No suele venir a menudo. De haber estado aquí creo que lo hubiésemos notado.
Michkin salió y paseó, indeciso, por la acera. Todas las ventanas de las habitaciones de Rogochin estaban cerradas, y, en cambio, las del departamento de su madre se hallaban abiertas en su mayoría. El día era despejado y caluroso. El príncipe, atravesando la calle, se detuvo en la acera de enfrente para mirar las ventanas otra vez. Además de encontrarse cerradas tenían los visillos corridos. De pronto parecióle ver apartarse uno de ellos y aparecer por un segundo tras el cristal la faz de Rogochin. Michkin estuvo a punto de volver a llamar a la puerta de su amigo, pero, tras breve reflexión, cambió de criterio y decidió tornar de allí a una hora. «¿Quién sabe? —pensaba—. Puede haber sido una alucinación.»
Dirigióse entonces a toda prisa a la casa en que solía habitar Nastasia Filipovna. Cuando, tres semanas antes, la joven dejaba Pavlovsk a instancias de Michkin, había ido a residir a Ismailovsky Polk, en la morada de una señora conocida, viuda de un profesor y respetable madre de familia. Aquella señora disponía de un hermoso departamento amueblado, cuyo arriendo constituía casi su único recurso. Era de creer que, al volver a Pavlovsk, Nastasia Filipovna hubiera conservado sus habitaciones en San Petersburgo. En todo caso era probable que pasase la noche en aquella casa donde lógicamente debía Rogochin haberla llevado la víspera. El príncipe tomó un coche. Por el camino se dijo que era allí adonde debían haberse dirigido primero, puesto que no parecía verosímil que la joven hubiese ido de noche a casa de Rogochin. Volvieron a su memoria las palabras del portero relativas a las escasas visitas de Nastasia Filipovna. Si antes sólo veía a Rogochin de tarde en tarde, ¿cómo iba ahora a instalarse a su casa durante las noches? Pero estas y otras consideraciones semejantes no conseguían tranquilizar a Michkin. Se sentía, pues, muy angustiado cuando llegó a Ismailovsky Polk. Allí, con inmensa estupefacción, pudo comprobar, no sólo que la viuda carecía de noticias de Nastasia Filipovna desde dos días atrás, sino que, cuando él se presentó, su visita pareció producir el efecto de un acontecimiento portentoso; las nueve hijitas de la viuda —la mayor de las cuales contaba quince años y la menor siete— se precipitaron en la antesala detrás de su madre, rodearon a Michkin y le contemplaron con la boca abierta. Después llegó la tía de los niños, mujer amarillenta y flaca, tocada con un pañuelo negro, y al fin la abuela, una anciana con lentes. La dueña de la casa invitó al príncipe a pasar y tomar alguna cosa, y el joven aceptó. Michkin comprendió en seguida que todas aquellas personas sabían muy bien quién era, no ignoraban que debía haberse casado la víspera y se morían de deseos de preguntarle acerca de su matrimonio y saber por qué prodigioso azar acudía a pedir noticias de la mujer que a aquellas horas debía estar con él en Pavlovsk. Si no le interrogaban era, evidentemente, por delicadeza. Para satisfacer su curiosidad, el príncipe contó a grandes rasgos lo que había ocurrido, pero hubo tantas exclamaciones de sorpresa, tantos «¡Oh!» y «¡Ah!», que se vio obligado a entrar en nuevos detalles, que dio del modo más sucinto posible. Al fin, aquellas prudentes señoras decidieron que Michkin no tenía otro remedio sino volver a casa de Rogochin y llamar hasta que le abriesen. Si Rogochin estaba ausente, de lo cual había que informarse con certidumbre, o si se negaban a contestarle, el príncipe debía visitar a una señora alemana amiga de Nastasia Filipovna y que vivía con su madre en Emenovsky Polk. Acaso en su agitación y en su deseo de ocultarse la fugitiva se hubiera refugiado allí. El visitante se fue con la muerte en el alma. Aquellas señoras contaron posteriormente que le temblaban las piernas y tenía una palidez espantosa. Durante largo tiempo le fue imposible entender lo que ellas le hablaban, pero al fin advirtió que las damas le ofrecían su concurso en las sucesivas gestiones y le pedían su dirección. Contestó que no tenía casa en San Petersburgo y ellas le aconsejaron tomar un cuarto en un hotel. Tras un instante de reflexión, Michkin les dio las señas de la fonda donde se alojara cinco semanas antes, cuando había padecido su penúltimo acceso epiléptico. Luego fue a casa de Rogochin. Esta vez, no sólo no se abrió la puerta de Parfen Semenovich, sino tampoco la de su madre. Michkin bajó para iniciar la busca del portero, a quien halló con bastante dificultad. El hombre estaba ocupado, apenas miró al visitante y le contestó de muy mala gana. Esta vez declaró positivamente que Parfen Semenovich había salido muy temprano para ir a Pavlovsk y que no volvería hasta muy tarde.
—Esperaré. ¿Cree que volverá a la noche?
—¡Cualquiera sabe! A lo mejor, hasta las ocho...
—Pero ¿ha dormido aquí anoche?
—Eso sí.
Todo aquello era bastante desagradable. En el intervalo entre las dos visitas de Michkin el portero podía haber recibido instrucciones. Antes evidenciaba ganas de hablar y ahora había que arrancarle las palabras a la fuerza. Michkin resolvió volver de allí a dos horas y media, y, en caso necesario, hacer centinela ante la puerta. Entre tanto se dirigió a Semenovsky Polk, con la esperanza de que la alemana le informase.
Pero allí apenas si comprendieron lo que quería decir. La dueña de la casa casi no sabía expresarse en ruso; pero, con todo, algunas de sus expresiones indicaban que la bella alemana había roto con Nastasia Filipovna quince días antes y que desde entonces no tenía noticias de su antigua amiga. «Ya podía casarse con todos los príncipes del mundo», que ello a la alemana «le tenía sin cuidado». Michkin se retiró. En esto se le ocurrió la idea de que Nastasia Filipovna podía haber huido a Moscú, como antes, y en caso tal Rogochin, naturalmente, la habría seguido, o acaso marchado con ella «¡Si al menos pudiese descubrir una pista cualquiera!», se dijo Michkin. Recordó también que necesitaba habitación y se encaminó a la Litinaya, donde tomó un cuarto en el hotel de la otra vez. El mozo le preguntó si quería comer y Michkin dijo que sí sin darse cuenta. Un segundo después lo deploró, pensando que la comida iba a hacerle perder media hora. Pero una nueva reflexión le hizo comprender que el atraso no era grave, puesto que nada le cabía hacer en el intermedio. En el pasillo del hotel, oscuro y sin ventilación, invadióle una sensación extraña que se esforzaba en asumir la forma de un pensamiento concreto. Aquello era un suplicio, y un suplicio redoblado por el hecho de que no lograba concretar en qué consistía la nueva idea cuya vaga insinuación le mortificaba de tal modo. Salió, al fin, de la fonda en un estado anormal. La cabeza le daba vueltas... ¿Adónde ir? Se encaminó precipitadamente hacia la calle de Rogochin.