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—¿Está en tu casa Nastasia Filipovna?

—Sí.

—¿Y me miraste antes desde la ventana?

—Sí.

—¿Cómo no...?

Michkin se interrumpió, no sabiendo qué preguntar. Además, su corazón latía con tal fuerza que casi le impedía el uso de la palabra. Rogochin guardó silencio y le miró como antes pensativo.

—Me voy... —dijo, disponiéndose a cruzar otra vez la calle—. Tú sigue por este lado. Conviene que vayamos separados. Es mejor para nosotros... ya lo verás.

Cuando, cada uno por una acera diferente, llegaron a la calle donde se levantaba la casa de Rogochin, el príncipe sintió de nuevo flaquearle las piernas de tal modo que sólo a duras penas podía continuar caminando. Eran sobre las diez de la noche. Como antes las ventanas de las habitaciones de la madre de Rogochin estaban abiertas y cerradas las del joven; las cortinillas de las últimas parecían más blancas en la oscuridad. Michkin atravesó la calle y avanzó hacia la casa. Rogochin subió la escalera e hizo un ademán a su amigo para que le imitase. El príncipe se reunió a él.

—El portero ignora que he regresado. Antes, al salir, le dije que me iba a Pavlovsk, y lo mismo aseguré a mi madre —declaró Parfen Semenovich en voz baja, sonriendo con astucia y casi con satisfacción—. Entremos sin que nos oigan.

Tenía la llave en la mano. Cuando subían la escalera se volvió a su compañero para recomendarle sigilo. Abrió sin ruido la puerta de sus habitaciones, hizo pasar al príncipe, se deslizó silenciosamente detrás de él, cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo.

—Ven —murmuró en voz baja.

Había empezado a hablar en aquel mismo tono desde que abordara al príncipe en la Litinaya. Pese a su calma aparente, se le notaba muy agitado en el fondo. Cuando entraron en la antecámara que precedía a su despacho, se acercó a una ventana e hizo acercarse al príncipe, con gran misterio.

—Cuando antes llamaste tantas veces, yo estaba aquí y adiviné que eras tú, ¿sabes? Me acerqué a la puerta andando en puntillas y te oí hablar con Pavnutievna. Pero desde primera hora yo le había dado instrucciones de que dijese a todos, aun cuando fueras tú o alguien que viniera de tu parte, que yo estaba ausente. La orden se refería a ti más que a ninguno. Cuando bajaste, pensé: «Ahora se pondrá a esperar en la calle.» Me asomé a la ventana, aparté el visillo y te vi en la acera... Esto es...

—¿Dónde está... Nastasia Filipovna? —preguntó Michkin con voz sofocada.

—Está... aquí... —repuso Rogochin tras un instante de vacilación.

—¿Dónde?

Parfen Semenovich miró a su interlocutor y le examinó con fijeza.

—Ven conmigo.

Su voz continuaba sonando lenta y baja y su rostro continuaba extrañamente pensativo. A pesar de la franqueza con que relatara el episodio del visillo, dijérase que al hacer aquel relato tendía a insinuar alguna otra cosa.

Entraron en el despacho, que había experimentado una completa transformación desde la anterior visita de Michkin. Una espesa cortina de seda verde tendida de un lado a otro de la habitación ocultaba una alcoba donde se hallaba el lecho de Rogochin. Las dos divisiones de la pesada cortina estaban corridas. Había considerable oscuridad en el aposento. Las noches blancas del estío de San Petersburgo comenzaban a ser ya menos claras y, de no ser por la luna llena, no se habría podido distinguir cosa alguna sino difícilmente, ya que la habitación tenía los visillos corridos. No obstante, los rostros de los dos hombres podían casi adivinarse en la penumbra, ya que no percibirse netamente. Parfen Semenovich estaba pálido como siempre, y en sus ojos, fijos en el príncipe, brillaba una luz estática.

—Debías encender una bujía —propuso Michkin, lleno de inquietud.

—No hace falta —contestó Rogochin—. Siéntate. Descansemos un momento.

Tomó el brazo de su amigo y le hizo sentarse. Se acomodó luego ante él, tan cerca que sus rodillas casi se tocaban. Junto a ellos, algo ladeada, se veía una mesa redonda.

Tras una breve pausa Rogochin comenzó a hablar otra vez, pero en lugar de ir derecho a lo importante comenzó a entretenerse en detalles superfluos.

—Sabía bien que te instalarías en la fonda. Cuando entré en el pasillo me dije: «¿Me esperará él ahora, como yo lo espero?» ¿Fuiste a casa de la viuda del profesor?

—Sí —repuso el príncipe trabajosamente, sintiendo que el corazón le latía con redoblada violencia.

—Lo suponía. Pensé que hablarías y... Luego se me ocurrió esta idea: «Le traeré a mi casa y pasaremos la noche los dos en ella.»

—¿Dónde está Nastasia Filipovna, Rogochin? —inquirió de pronto Michkin, levantándose con un temblor que recorría todos sus miembros.

—Allí —repuso Rogochin en un cuchicheo, incorporándose también y mostrando la cortina con un movimiento de cabeza.

—¿Duerme? —preguntó Michkin en voz baja.

Rogochin le miró fijamente, como antes.

—Vamos... Pero quizá tú... ¡vamos, vamos!

Alzó la cortina, mas antes de entrar se volvió al príncipe.

—Entra —dijo, invitándole con el ademán que pasara a la alcoba. Michkin obedeció.

—Está muy oscuro —dijo.

—Se ve lo suficiente —respondió Rogochin.

—No veo más que... una cama.

—Acércate —contestó en voz baja Parfen Semenovich.

Michkin dio dos pasos hacia adelante y se detuvo. Durante un par de minutos miró en torno sin ver nada. Estaba tan agitado que podía oír los latidos de su corazón en aquella estancia sumida en un silencio mortal. Al fin sus ojos se acostumbraron a las tinieblas y pudo distinguir el lecho completamente. Sobre él yacía una persona absolutamente inmóvil. No se percibía el menor ruido, ni el más tenue hálito de respiración. Una sábana blanca cubría de pies a cabeza el cuerpo de aquella persona, cuyos miembros se dibujaban sólo de una manera vaga. No se podía percibir otra cosa sino que allí yacía un ser humano extendido tan largo como era. La alcoba estaba en desorden. En el lecho, en las butacas, en el suelo, en todas partes, se veían prendas de vestir en confusión: un magnífico traje de seda blanca, cintas, flores. Los diamantes que la mujer dormida se había quitado antes de acostarse relucían en una mesita de noche, junto a la cabecera. Un pie desnudo emergía entre una confusión de encajes blancos, nítidos en la densa penumbra. Aquel pie, aterradoramente inmóvil parecía el de una estatua de mármol. Cuanto más miraba el príncipe, más siniestra impresión le producía el silencio de la alcoba. De pronto una mosca zumbó en el aire y fue a posarse en la almohada. Michkin sintió un escalofrío.