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—Salgamos —dijo a Rogochin, tocándole el brazo.

Abandonaron la alcoba y volvieron a sentarse donde antes, frente a frente. El temblor de Michkin iba en aumento. Su mirada interrogadora se fijaba en Parfen Semenovich. Éste habló:

—Observo, León Nicolaievich, que tiemblas como cuando te encuentras a punto de sufrir un ataque. Estás ahora como en Moscú un minuto antes de aquel acceso. ¿Te acuerdas? No sé qué voy a hacer contigo ahora.

Michkin escuchaba con extrema atención, esforzándose en comprender, sin apartar la mirada del semblante de su amigo.

—¿Has sido tú? —preguntó, indicando hacia la cortina con un movimiento de cabeza.

—He sido... yo —continuó Rogochin, bajando los ojos.

Hubo un silencio de cinco minutos. Rogochin, sin transición, volvió al tema que iniciase antes.

—Lo digo porque si sufres un ataque y gritas te oirán desde el patio o desde la calle, y entonces se comprenderá que hay personas aquí, llamarán a la puerta, entrarán... Porque todos imaginan que yo no estoy en casa. No he encendido ni siquiera una bujía para que no se vea la luz desde el patio o la calle. Cuando me voy, me llevo siempre la llave y aunque esté fuera tres o cuatro días, nadie en mi ausencia entra en mis habitaciones ni aun para arreglarlas. Tal es la regla que he establecido. Así, pues, para que nadie sepa que hemos pasado la noche aquí...

—Espera —interrumpió Michkin—: antes he preguntado a la vieja y al portero si había venido Nastasia Filipovna. De modo que saben.

—Ya. Pero he dicho a Pavnutievna que Nastasia Filipovna había venido ayer, que me había hecho una visita de diez minutos y que se había marchado luego a Pavlovsk. No saben que ha dormido aquí; no lo sabe nadie. Los dos entramos ayer tan a escondidas como tú y yo hoy. Antes de llegar, yo temía que ella no quisiese entrar a escondidas... ¡pero, sí, sí! Habló en voz baja, anduvo de puntillas, se recogió la falda para que no se sintiese el roce en la escalera, me hizo señal de que subiésemos despacio... Estaba muy asustada acordándose de ti. En el tren iba como una verdadera loca... de temor... Yo pensaba llevarla a casa de la viuda, pero ella misma insistió en venir aquí. «Allí me descubrirá —dijo—. Mañana temprano irá a buscarme en esa casa. Llévame a la tuya y mañana a primera hora nos vamos a Moscú.» Luego habló de Orel y se acostó hablando de que fuésemos a Orel...

—Espera... ¿Qué vas a hacer ahora, Parfen Semenovich?

—¿Por qué tiemblas de ese modo? No temas... Pasaremos la noche aquí, juntos. No hay más cama que ésta, pero he pensado que podemos quitar las colchonetas de los divanes y colocarlos junto a la cortina, para dormir en ellos tú y yo. Cuando vengan a hacer pesquisas la encontrarán inmediatamente y me detendrán. Seré interrogado, diré que he sido yo y me conducirán preso. Por lo tanto, que ella descanse ahora junto a nosotros, junto a ti y junto a mí...

—¡Sí, sí! —aprobó Michkin fervientemente.

—Así no tendremos que confesar ahora mismo, que entregarla en manos de nadie...

—¡No, no, por nada del mundo! ¡No, no!

—Ésa era mi intención, amigo mío: no cedérsela a nadie —repuso Rogochin—. La velaremos en silencio. He pasado todo el día junto a ella, excepto una hora por la mañana. Luego, al oscurecer, he ido a buscarte. Una cosa que temo es el olor, porque con esta temperatura tan sofocante... ¿No notas nada?

—Acaso lo note, pero no lo sé. Mañana por la mañana es seguro que se notará.

—La he cubierto con hule, con un buen hule americano, y he tendido una sábana por encima. Al lado he puesto cuatro frascos destapados de líquido «Chdanov». Ahí están aún.

—¿Como aquellos hombres... de Moscú?

—Es por el olor, hermano. ¿Has visto cómo descansa? Mañana por la mañana, cuando haya bastante claridad, la mirarás... ¿Qué tienes? ¡Si no puedes ni levantarte! —exclamó Rogochin, con temerosa sorpresa, viendo que el príncipe temblaba a punto de no poder sostenerse sobre sus piernas.

—Se me doblan las rodillas —murmuró Michkin—. Es el terror... ¿sabes? Pero se me pasará y yo...

—Espera. Voy a preparar nuestras camas... Te acostarás en seguida... y yo también... Luego escucharemos, hermano, porque no sé todavía... No, no lo sé del todo, hermano; te lo prevengo de antemano para que no...

Y murmurando estas obscuras palabras, Rogochin comenzó a improvisar un lecho. Era notorio que pensaba en ello desde por la mañana. Había pasado en un diván la noche anterior, pero dos no cabían en el mueble y él deseaba por encima de todo descansar aquella noche al lado de su amigo. Así, pues, levantando las dos pesadas colchonetas que cubrían los divanes, las llevó, no sin trabajo, hasta junto a la cortina y las extendió en el suelo. Esto terminado, acercóse al príncipe, le cogió en sus brazos con exaltada ternura y le condujo al lecho formado por las colchonetas. En realidad Michkin podía andar ya por sí solo, de modo que su terror había desaparecido, aunque su cuerpo siguiese temblando como antes.

Parfen Semenovich hizo acostarse a su amigo en el colchón de la izquierda, que era el mayor y el más apartado de la cortina, y él se tendió en el otro, sin desvestirse, colocando ambas manos bajo la cabeza.

—Ahora hace calor, hermano —comenzó de súbito—, y el olor... No me atrevo a abrir las ventanas... En las habitaciones de mi madre hay jarrones de flores, una enormidad de flores... Y huelen muy bien. Me hubiese gustado traerlas, pero Pavnutievna es tan curiosa...

—Mucho —reconoció Michkin.

—Podríamos comprar unos ramilletes. Pero creo, amigo mío, que nos entristecería verla rodeada de flores.

Michkin experimentaba una intensa confusión mental. Dijérase que buscaba la pregunta que se proponía formular y que la olvidaba en cuanto conseguía concretarla.

—Escucha —dijo—. ¿Con qué la has...? ¿Con un cuchillo? ¿Con aquel mismo?

—Con aquel mismo.

—Un momento, Parfen Semenovich; aún deseo preguntarte otra cosa. Quisiera preguntarte muchas, pero vale más que me lo cuentes tú todo, para que yo sepa... ¿Querías matarla antes de la boda, antes de que nos bendijeran, en la misma iglesia? ¿Sí o no?

—No sé si quería hacerlo o no quería —repuso Rogochin, algo secamente, sorprendido de la pregunta y como si no la comprendiese siquiera.

—¿Llevaste el cuchillo a Pavlovsk?

—No lo he llevado jamás. —Y añadió, tras una pausa—: Ahora te diré lo referente a esa arma, León Nicolaievich. La cogí esta madrugada (porque la cosa pasó esta madrugada, entre las tres y las cuatro) de mi cajón donde la había guardado entre las páginas de un libro. Y... y... lo que más me sorprende es que el cuchillo entró lo menos verchock y medio, y hasta puede que dos verchocks, debajo del seno izquierdo, y apenas si brotó sangre... A lo más, como media cucharada sopera...

—Eso... eso... —dijo Michkin sobresaltado y presa de intensa agitación—, yo sé en qué consiste. He leído algo sobre ello. Se llama hemorragia interna: a veces no brota una sola gota de sangre. Suele suceder cuando... cuando el golpe va directo al corazón.

—¡Chist! ¿Oyes? —interrumpió Rogochin bruscamente, sentándose, espantado, en el lecho—. ¿Oyes? El príncipe sintió una inmensa inquietud.