—No —respondió fijando los ojos en su amigo.
—¿No oyes andar? En la sala...
Los dos aplicaron el oído.
—Oigo —dijo Michkin en voz baja, pero con acento seguro.
—¿Pasos?
—Pasos.
—¿Cerramos la puerta o no?
—Cerrémosla.
Corrieron el cerrojo y volvieron a acostarse. Siguió un prolongado silencio. De pronto Michkin tomó la palabra. Acababa de aferrar, por decirlo así, una de las ideas fugaces que relampagueaban en su mente y temía dejarla escapar.
—¡Ya, ya! —murmuró con agitación, incorporándose en un brusco movimiento—. ¡Ya! Yo quería... las cartas... Porque me han dicho que jugabas a las cartas con ella...
Rogochin no contestó de momento. Al cabo dijo:
—Sí.
—¿Dónde están... las cartas?
—Aquí las tengo —repuso, Rogochin, tras un nuevo silencio todavía más prolongado—. Míralas.
Sacó del bolsillo una baraja envuelta en un papel y la ofreció a Michkin, quien la cogió tras un breve titubeo. Un sentimiento nuevo y penoso le oprimió el corazón. Acababa de comprender que entonces, desde hacía ya mucho tiempo, cuanto decía y hacía no era lo que hubiese deseado hacer o decir. Aquellos naipes que tenía en la mano, y con cuya posesión parecía feliz, no podían servir de nada, de nada... Levantóse y se golpeó las manos, sin que Rogochin, siempre tendido e inmóvil reparase ostensiblemente en lo que Michkin hacía. Sus ojos fijos y abiertos, brillaban intensamente en la oscuridad. Michkin se sentó en una silla y contempló a aquel hombre con temor. Así transcurrió media hora. De repente, Rogochin, olvidándose de hablar bajo, rompió en una risa estridente y exclamó con fuerte voz:
—¡El oficial, el oficial! ¿Recuerdas cómo golpeó la cara de aquel oficial en el concierto? ¡Ja, ja, ja! ¡Y aquel cadete, aquel cadete, aquel cadete que dio un salto!
El príncipe se levantó de pronto, poseído de un nuevo terror. Cuando Rogochin cesó bruscamente de hablar, Michkin se inclinó hacia él, sentóse a su lado y contempló a su amigo. Su corazón latía con fuerza; apenas podía respirar. Rogochin, con la cara vuelta hacia el otro lado, parecía haber olvidado la presencia de Michkin. Éste, fijos los ojos en su amigo, esperaba. Pasó el tiempo; comenzó a despuntar la aurora. A veces Rogochin rompía el silencio profiriendo en alta voz palabras incoherentes riendo y llorando. Entonces el príncipe tendía hacia él su mano temblorosa, le tocaba suavemente la cabeza, le acariciaba el cabello y las mejillas... ¡No podía hacer otra cosa por él! El temblor de antes le dominaba de nuevo; ya no podía siquiera mover las piernas. Una sensación inédita, la sensación de un sufrimiento infinito, desgarraba su corazón. Al fin se hizo día claro. Vencido por la fatiga y la desesperación, Michkin se tendió unos momentos en la colchoneta y apoyó la cabeza en el rostro pálido e inmóvil de Parfen Semenovich. Las lágrimas que brotaban de los ojos del príncipe humedecían las mejillas de su amigo, pero éste acaso no sintiera correr ni aun sus propias lágrimas ni tuviera tampoco conciencia de ellas.
Cuando, algunas horas después, fue abierta la puerta, los que entraron en la habitación hallaron al asesino totalmente falto de conocimiento y presa de una ardorosa fiebre. Al lado de él se sentaba Michkin, pálido y silencioso. Cada vez que el enfermo comenzaba a gritar en su delirio, el príncipe le pasaba por los cabellos y las mejillas sus manos temblorosas, queriéndole calmar con aquella caricia. Michkin no comprendió nada de cuanto le preguntaban, ni reconoció a las personas que había en torno suyo. Y si Schneider hubiese contemplado en aquel momento a su antiguo paciente, habría recordado la situación en que el príncipe estaba durante su primer año de tratamiento en Suiza, y de seguro hubiera vuelto a pronunciar, con un gesto de desaliento, la misma palabra que entonces:
—¡Idiota!
XII
CONCLUSIÓN
La viuda del profesor dirigióse precipitadamente a Pavlovsk y corrió a casa de Daría Alexievna. Ésta, ya muy trastornada desde la víspera, experimentó inmenso terror al oír el relato de la visitante. Ambas mujeres resolvieron entrevistarse con Lebediev, quien en su doble calidad de casero y de amigo particular del príncipe, se inquietó no menos que ellas. Vera Lukianovna contó cuanto sabía. Por consejo de Lebediev, los tres se encaminaron a San Petersburgo para «procurar impedir lo que bien podía suceder». La consecuencia fue que, al día siguiente, la policía se personó en casa de Rogochin, acompañada por las dos señoras, Lebediev y Semen Semenovich, el hermano de Rogochin, que habitaba un pabellón contiguo a la casa. El portero proporcionó un dato precioso al indicar que la víspera por la noche había visto a Rogochin subir la escalera con otra persona, ambos evidenciando el deseo de querer pasar inadvertidos. En vista de este testimonio, se forzó la puerta cuando se comprobó que, pese a los muy repetidos campanillazos, permanecía cerrada.
Rogochin estuvo enfermo de fiebre cerebral durante dos meses. Pasado aquel tiempo, y curado ya, se le instruyó proceso. Hizo una confesión franca y completa. El príncipe fue dejado al margen de todo desde que comenzó a iniciarse la causa. El delincuente, al ser presentado al tribunal, habló muy poco. Su abogado, hombre hábil y elocuente, quiso probar con mucha claridad y lógica que el crimen había sido cometido bajo el influjo de una dolencia mental que el acusado sufría hacía largo tiempo y cuya base radicaba en ciertos crueles sufrimientos morales. Sin contradecir a su defensor, Rogochin no dijo nada en apoyo de tal tesis y, como ante el juez de instrucción, se limitó a contar detalladamente el asesinato. Considerado culpable, si bien con algunas circunstancias atenuantes, se le condenó a quince años de trabajos forzados en Siberia, sentencia que oyó pronunciar sin salir de su sombrío silencio. Su inmensa fortuna, de la cual sólo había disipada pequeña parte en la época de las locuras, pasó a su hermano Semen Semenovich, que la recibió con no escaso contento. La anciana señora Rogonchina vive aún y a veces parece recordar a su querido hijo Parfen, aun cuando sólo conservé de él una memoria muy vaga. Dios ha evitado a la mente y al corazón de la anciana el conocimiento de la catástrofe que ensombreciera su hogar.
Lebediev, Keller, Gania, Ptitzin y varios otros personajes de nuestro relato prosiguieron haciendo su vida habitual. Nada ha cambiado en sus vidas y poco podríamos decir sobre ellos. Hipólito murió algo antes de lo que se pensaba, es decir, quince días después de Nastasia Filipovna. Su agonía fue terrible. Kolia quedó muy impresionado por todos aquellos acontecimientos, y ahora vive en relación mucho más estrecha con su madre, la cual considera que su hijo es demasiado melancólico para su edad v se inquieta bastante por él. Es muy probable que Kolia llegue a ser un hombre práctico y útil. Gracias, al menos en parte, a sus gestiones se tomaron las medidas que requería el estado del príncipe Michkin. Kolia había advertido que entre las personas que tratara últimamente la más capaz de todas era Eugenio Pavlovich Radomsky y, en consecuencia, no vaciló en visitarle. Le contó lo ocurrido y le manifestó la situación en que se encontraba Michkin. No se había engañado. Radomsky tomó el más fervoroso interés en la futura suerte del desgraciado «idiota», y merced a su activa intervención el príncipe fue llevado de nuevo a Suiza, al sanatorio del doctor Schneider. A la sazón Eugenio Pavlovich se ha ido también al extranjero y piensa pasar bastante tiempo allí, porque se ha convencido y lo confiesa sin rebozo, de que es hombre completamente superfluo en Rusia. Bastante a menudo, es decir, una vez cada dos meses, va a ver a su pobre amigo a casa de Schneider, y a cada visita encuentra al doctor más descorazonado. Schneider mueve la cabeza, arruga el entrecejo, da a entender que las facultades mentales del paciente se encuentran arruinadas casi en definitiva y, si no diagnostica una dolencia incurable, al menos dice lo suficiente para autorizar las más desoladoras conjeturas. Eugenio Pavlovich ha tomado esto muy a pecho y lo siente de todo corazón, porque tiene corazón, como lo acredita la circunstancia de que consiente en recibir cartas de Kolia y hasta incluso contesta algunas veces. Aún se conoce otro curioso detalle acerca de Radomsky, y como habla mucho en su favor nos apresuramos a declararlo. Después de cada una de sus visitas al sanatorio de Schneider, Eugenio Pavlovich no sólo escribe a Kolia, sino también a otra persona de San Petersburgo, a la que da muy detallados informes referentes a la salud del príncipe. Aparte repetidas protestas de la más sincera devoción, esas cartas expresan ciertas opiniones, ciertas ideas, ciertos sentimientos que, vagos al principio, se van precisando cada vez más a medida que se prolongan tales relaciones epistolares, y, en resumen, parecen revelar una amistad íntima y tiernamente fervorosa. La persona a quien esas cartas (poco frecuentes, cierto es) van dirigidas y a quien se atestigua una estima tan cordial, es Vera Lukianovna Lebedievna. No podemos saber con exactitud cuándo se iniciaron semejantes relaciones, pero cabe creer que comenzaron a raíz de lo sucedido al príncipe, hecho que afectó tanto a Vera que casi le costó una enfermedad. Si mencionamos esa correspondencia, se debe a que en ella había referencias a la familia Epanchin y sobre todo a Aglaya Ivanovna. En una carta un tanto incoherente, escrita desde París, Eugenio Pavlovich relataba que Aglaya, tras un breve y fogoso amor con un conde polaco refugiado en Francia, se había casado con él contra la voluntad de sus padres, quienes tuvieron que consentir en el matrimonio para evitar un escándalo. Después de un lapso de seis meses, en el transcurso del cual Vera no tuvo noticias de Eugenio Pavlovich, recibió al fin una carta muy larga y con detalles muy minuciosos, informando a la joven de que, con motivo de la última visita al sanatorio de Schneider, Radomsky había encontrado al príncipe Ch. y a toda la familia Epanchin (excepto, por supuesto, al general, a quien sus ocupaciones retenían en San Petersburgo. La entrevista fue curiosa: todos acogieron a Radomsky con verdadero embeleso. Alejandra y Adelaida le estaban muy agradecidas por su «angelical bondad con el desgraciado príncipe Michkin». Al saber el estado de enfermedad y decaimiento en que se hallaba el pobre León Nicolaievich, Lisaveta Prokofievna no pudo contener las lágrimas. Sin duda le había perdonado todo. El príncipe Ch. formuló algunos comentarios llenos de oportunidad y buen sentido. Eugenio Pavlovich creía notar que aún no existían comprensión y armonía perfectas entre Adelaida y el príncipe Ch., pero tenía la certeza de que en el porvenir la experiencia y el buen sentido del príncipe acabarían imponiéndose a la impetuosidad de la joven, quien aceptaría aquella dirección de buen grado. Por lo demás, las recientes lecciones sufridas por los suyos habían hecho reflexionar mucho a Adelaida. La triste suerte de su hermana menor no había sido, por supuesto, lo que menos la impresionara. En los seis meses transcurridos, los hechos confirmaron los temores que la familia Epanchin sentían respecto al conde emigrado. Aquel individuo no era en realidad ni conde ni emigrado en el sentido político de la palabra, sino que había debido abandonar su país a consecuencia de un asunto bastante turbio. La noble añoranza de la patria, de que alardeaba tanto el aventurero, era lo que había hecho que Aglaya le encontrase interesante. La joven se enamoró de él de tal manera que, antes de casarse, había incluso entrado a formar parte de una comisión organizada en el extranjero para luchar por la restauración de la nacionalidad polaca, y comenzado a frecuentar, además, el confesionario de un célebre sacerdote católico, quien ejercía gran influjo sobre el ánimo de la joven. Las vastas posesiones de que el supuesto conde polaco presentara pruebas casi irrefutables a Lisaveta Prokofievna y al príncipe Ch., resultaron ser un mito. Pero todo ello no tenía importancia comparado con el hecho de que el «conde» había logrado enemistar completamente a Aglaya con su familia, hasta el extremo de que hacía varios meses que la recién casada no veía siquiera a los suyos. Todavía hubiesen podido contarse muchas otras cosas al respecto, pero aquellas desgracias habían afectado tanto a Lisaveta Prokofievna, a sus hijas y hasta al príncipe Ch., que no se atrevieron a mencionar ciertos hechos en su charla con Radomsky, aunque le suponían completamente informado de la gran equivocación de Aglaya. La pobre Lisaveta Prokofievna anhelaba vivamente volver a Rusia y, siempre según la carta de Eugenio Pavlovich, criticaba con amargura todas las cosas del extranjero. «En ningún sitio se sabe cocer bien el pan —decía a su interlocutor—; en invierno se hielan como ratones en un agujero... Yo, al menos, he llorado como una buena rusa por este pobre hombre —añadió señalando a Michkin, que no acababa de reconocerlas—. Ya estamos hartos de extravagancias. Todo esto, todo extranjero, y este Occidente, y esta Europa de que tanto hablan ustedes, no es más que una fantasía también... ¡Ustedes mismos se convencerán! ¿Acuérdese de lo que le digo!», había concluido, casi enojada, al despedirse de Eugenio Pavlovich.