En fin, subrayaremos que la vida y la obra de nuestro novelista han sugerido una ingente bibliografía, en la que destacan los antiguos estudios de Tchij (Moscú, 1883), Zelinsky (Moscú, 1885) y Brandes (Berlín, 1890), la biografía debida al sensible Stephan Zweig, los ensayos sobre la vida política de Dostoyevsky escritos por Levinson...
PARTE PRIMERA
I
A las nueve de la mañana de un día de finales de noviembre, el tren de Varsovia se acercaba a toda marcha a San Petersburgo. El tiempo era de deshielo, y tan húmedo y brumoso que desde las ventanillas del carruaje resultaba imposible percibir nada a izquierda ni a derecha de la vía férrea. Entre los viajeros los había que tornaban del extranjero; pero los departamentos más llenos eran los de tercera clase, donde se apiñaban gentes de clase humilde procedentes de lugares más cercanos. Todos estaban fatigados, transidos de frío, con los ojos cargados por una noche de insomnio y los semblantes lívidos y amarillentos bajo la niebla.
En uno de los coches de tercera clase iban sentados, desde la madrugada, dos viajeros que ocupaban los asientos opuestos correspondientes a la misma ventanilla. Ambos eran jóvenes, ambos vestían sin elegancia, ambos poseían escaso equipaje, ambos tenían rostros poco comunes y ambos, en fin, deseaban hablarse mutuamente. Si cualquiera de ellos hubiese sabido lo que la vida del otro ofrecía de particularmente curioso en aquel momento, habríase sorprendido, sin duda, de la extraña casualidad que les situaba a los dos frente a frente en aquel departamento de tercera clase del tren de Varsovia. Uno de los viajeros era un hombre bajo, de veintisiete años poco más o menos, con cabellos rizados y casi negros, y ojos pequeños, grises y ardientes. Tenía la nariz chata, los pómulos huesudos y pronunciados, los labios finos y continuamente contraídos en una sonrisa burlona, insolente y hasta maligna. Pero la frente, amplia y bien modelada, corregía la expresión innoble de la parte inferior de su rostro. Lo que más sorprendía en aquel semblante era su palidez, casi mortal. Aunque el joven era de constitución vigorosa, aquella palidez daba al conjunto de su fisonomía una expresión de agotamiento, y a la vez de pasión, una pasión incluso doliente, que no armonizaba con la insolencia de su sonrisa ni con la dureza y el desdén de sus ojos. Envolvíase en un cómodo sobretodo de piel de cordero que le había defendido muy bien del frío de la noche, en tanto que su vecino de departamento, evidentemente mal preparado para arrostrar el frío y la humedad nocturna del noviembre ruso, tiritaba dentro de un grueso capote sin mangas y con un gran capuchón, tal como lo usan los turistas que visitan en invierno Suiza o el norte de Italia, sin soñar, desde luego, en hacer el viaje de Endtkuhnen a San Petersburgo. Lo que hubiese sido práctico y conveniente en Italia resultaba desde luego insuficiente en Rusia. El poseedor de este capote representaba también veintiséis o veintisiete años, era de estatura algo superior a la media, peinaba rubios y abundantes cabellos, tenía las mejillas muy demacradas y una fina barba en punta, casi blanca en fuerza de rubia. Sus ojos azules, grandes y extáticos, mostraban esa mirada dulce, pero en cierto modo pesada y mortecina, que revela a determinados observadores un individuo sujeto a ataques de epilepsia. Sus facciones eran finas, delicadas, atrayentes y palidísimas, aunque ahora estaban amoratadas por el frío. Un viejo pañuelo de seda, anudado, contenía probablemente todo su equipaje. Usaba, al modo extranjero, polainas y zapatos de suelas gruesas. El hombre del sobretodo de piel de cordero y de la cabellera negra examinó este conjunto, quizá por no tener mejor cosa en qué ocuparse, y, dibujando en sus labios esa indelicada sonrisa con la que las personas de mala educación expresan el contento que les producen los infortunios de sus semejantes, se decidió al fin a hablar al desconocido.
—¿Tiene usted frío? —preguntó, acompañando su frase con un encogimiento de hombros.
—Mucho —contestó en seguida su vecino—. Y eso que no estamos más que en tiempo de deshielo. ¿Qué sería si helase? No creí que hiciese tanto frío en nuestra tierra. No estoy acostumbrado a este clima.
—Viene usted del extranjero, ¿verdad?
—Sí, de Suiza.
—¡Fííí! —silbó el hombre de la cabellera negra, riendo.
Se entabló la conversación. El joven rubio respondía con naturalidad asombrosa a todas las preguntas de su interlocutor, sin parecer reparar en la inoportunidad e impertinencia de algunas. Así, hízole saber que durante mucho tiempo, más de cuatro años, había residido fuera de Rusia. Habíanle enviado al extranjero por hallarse enfermo de una singular dolencia nerviosa caracterizada por temblores y convulsiones: algo semejante a la epilepsia o al baile de San Vito. El hombre de cabellos negros sonrió varias veces mientras le escuchaba y rió sobre todo cuando, preguntándole: —¿Y qué? ¿Le han curado?—, su compañero de viaje repuso:
—No, no me han curado.
—¡Claro! Le habrán hecho gastar una buena suma de dinero en balde... ¡Y nosotros, necios, tenemos fe en esa gente! —dijo, acremente, el hombre del sobretodo de piel de cordero.
—¡Ésa es la pura verdad! —intervino un señor mal al vestido, de figura achaparrada, que se sentaba a su lado. Era un hombre cuarentón, robusto, de roja nariz y rostro lleno de granos, con aire de empleado subalterno de ministerio—. ¡Es la pura verdad! Esa gente no hace más que llevarse toda la riqueza de Rusia sin darnos nada en cambio.
—En lo que personalmente me respecta se engañan ustedes —dijo, con acento suave y conciliador, el cliente de los doctores suizos—. Desde luego, no puedo negar en términos generales lo que ustedes dicen, porque no estoy bien informado al propósito; pero me consta que mi médico ha invertido hasta su último céntimo a fin de proporcionarme los medios de volver a Rusia, después de mantenerme dos años a sus expensas.
—¡Cómo! —exclamó el viajero de cabellos negros—. ¿No había nadie que pagase por usted?
—No. El señor Pavlichev, que era quien atendía a mis gastos en Suiza, murió hace dos años. Escribí entonces a la generala Epanchina, una lejana parienta mía, pero no recibí contestación. Y entonces he vuelto a Rusia.
—¿Dónde va usted a instalarse?
—¿Quiere decir que dónde cuento hospedarme? Aún no lo sé; según como se me pongan las cosas. En cualquier sitio...
—¿De modo que aún no sabe dónde?
Y el hombre del cabello negro comenzó a reír, secundado por el tercero de los interlocutores.
—Me temo —agregó el primero— que todo su equipaje está contenido en este pañuelo...
—Yo lo aseguraría —manifestó el otro, con aspecto de extrema satisfacción—. Estoy cierto de que todo el equipaje de este señor es ése, ¿verdad? Pero la pobreza no es vicio, desde luego.
La suposición de aquellos dos caballeros resultó ajustada a la realidad, como el joven rubio no titubeó en confesarlo.
—Su equipaje, sin embargo, no deja de tener cierta importancia —prosiguió el empleado, después de que él y el joven de la cabellera negra hubieron reído con toda su alma, siendo de notar que aquel que era objeto de su hilaridad había terminado también por reír viéndoles reír a ellos, con lo que hizo subir de punto sus carcajadas—; pues, aunque pueda darse por hecho que en él brillan por su ausencia las monedas de oro francés, holandés o alemán, el hecho de que tenga usted una parienta como la Epanchina modifica en mucho la trascendencia de su equipaje. Esto, claro, en el caso de que la Epanchina sea efectivamente parienta suya y no se trate de una distracción..., lo que no tiene nada de particular en un hombre, cuando es muy imaginativo...