Tras hablar algunos instantes más sobre el mismo tema, el príncipe calló de repente. Su auditorio creía que iba a continuar.
—¿Ha terminado usted? —preguntó Aglaya.
—¿Cómo? ¡Ah, sí! —respondió Michkin, saliendo de una especie de ensueño en que parecía sumido.
—¿Y por qué nos ha contado eso?
—Por nada... Porque me ha acudido a la memoria... Una cosa llama a la otra y...
—Su relato carece de desenlace —dijo Alejandra—. Usted, príncipe, nos ha querido probar que no hay instante que no valga más de un kopecy que a veces cinco minutos pueden valer más que un tesoro. Todo ello está muy bien; pero permítame preguntarle una cosa. Ese amigo que le contó sus sensaciones y que, al parecer, consideraba una eternidad la vida si se la devolvían, ¿qué uso hizo de esa «vida eterna» cuando le conmutaron la pena? ¿Cómo aprovechó tal tesoro? ¿Vivió cada minuto sin perderlo y aprovechándolo como esperaba?
—¡Oh, no! Le pregunté si había llevado a la práctica sus propósitos de aprovechar y no perder cada minuto de vida, y me confesó que había dilapidado después muchísimos minutos.
—La experiencia es decisiva y demuestra que no se puede vivir aprovechando cada instante. Es imposible.
—Es imposible, en efecto —dijo Michkin—. Lo reconozco. Y, sin embargo, no puedo dejar de creer...
—En otras palabras: ¿piensa usted que vive más inteligentemente que los demás? — precisó Aglaya.
—Sí: a veces se me ha ocurrido esa idea.
—¿Y la sostiene aún?
—Sí, aún —afirmó Michkin.
Hasta entonces había contemplado a la joven con una sonrisa dulce e incluso tímida; pero después de pronunciar aquellas palabras rompió a reír y la miró alegremente.
—¡Verdaderamente no es usted muy modesto! —repuso ella, algo enojada.
—Son ustedes valientes —dijo él—. Ustedes ríen, y en cambio a mí el relato de aquel hombre me impresionó tanto que hasta lo soñé. Sí: vi en sueños aquellos cinco minutos de espera afanosa... —y de pronto, preguntó, con cierta turbación, aunque sin dejar de mirar fijamente a las tres muchachas—: ¿No están ustedes ofendidas contra mí?
—¿Por qué? —exclamaron ellas, sorprendidas.
—Porque parece, en efecto, como si estuviese instruyéndolas...
Todas coincidieron en una carcajada.
—Si se han molestado, dejen de sentirse molestas —continuó Michkin—. Sé bien que conozco la vida menos que los demás porque he vivido menos que cualquier otro. Pero a veces se me ocurre decir cosas extrañas...
Y al terminar estas frases pareció muy confuso.
—Puesto que usted asegura haber sido feliz, no puede haber vivido menos, sino más que el resto de sus semejantes. Por lo tanto, ¿a qué vienen esas excusas? —dijo Aglaya con acritud—. No asuma una actitud de triunfador modesto, porque aquí usted no ha triunfado de nada. Dado el quietismo que profesa, podría vivir feliz de cualquier modo durante cien años. Sea que se le muestre una ejecución capital o que se le muestre mi dedo meñique, usted extraerá de ambas cosas un pensamiento igualmente loable y se quedará tan satisfecho. Así, la vida es sencilla.
—¿Por qué te irritas de ese modo? No lo comprendo —intervino la generala, que desde hacía largo rato escuchaba la discusión Observando los semblantes de los interlocutores—. Además no sé de qué habláis, ¿A qué viene aquí ese dedo meñique? ¿Qué quieres decir con eso? El príncipe habla bien, sólo que no dice cosas alegres. ¿Por qué te empeñas en abrumarle así? Cuando comenzó su relato, reía y ahora parece estar preocupado.
—Déjale, maman. Es lástima, príncipe, que no haya visto usted una ejecución capital, porque de haberla presenciado, quizá le pediría una cosa...
—He visto una ejecución —repuso Michkin.
—¿Ha visto una ejecución? —exclamó Aglaya—. ¡No lo hubiera creído jamás! ¡Eso era lo que le faltaba!
—Desde luego, ello no concuerda nada con su quietismo —murmuró Alejandra, como hablando consigo misma.
—Ahora —dijo Adelaida, desviando la conversación—, cuéntenos sus amores.
El príncipe la miró con sorpresa.
—Escuche —continuó la joven con cierta precipitación—: tengo interés en oír la historia de sus amores. No niegue que alguna vez ha estado enamorado. ¡Ah, a propósito! Le advierto que en cuanto empieza usted a contar una cosa cualquiera desaparece toda su filosofía.
—Y en cuanto termina de relatar algo, parece avergonzarse usted de haberlo hecho —observó bruscamente Aglaya—. ¿Por qué?
—¡Qué estupidez! —exclamó la generala, mirando con indignación a su hija menor.
—Realmente, esa salida no es muy espiritual, Aglaya —contestó Alejandra.
—No le haga caso, príncipe —dijo Lisaveta Prokofievna a Michkin. Aglaya habla así adrede, por testarudez. No piense que está tan mal educada como finge. No vaya a juzgarlas mal viendo cómo le embroman. Quieren divertirse un poco, pero le aprecian. Se lo conozco en la cara.
—Yo también se lo conozco en la cara —dijo Michkin con acento significativo.
—¿Cómo es eso? —preguntó Adelaida, intrigada.
—¿Qué sabe usted de la expresión de nuestros rostros? —preguntaron las otras dos.
El príncipe calló y asumió un aire de gravedad. Las tres jóvenes esperaban su respuesta.
—Se lo diré después —prometió en voz baja y con tono solemne
—Se propone excitar nuestra curiosidad —dijo Aglaya—. ¡Y qué serio nos mira!
—Todo eso está bien —insistió Adelaida—; pero aunque sea un buen fisonomista no por ello ha dejado de estar enamorado. Por tanto, he dado en el clavo. Cuéntenos, cuéntenos...
—No he estado enamorado —dijo el príncipe—. He sido feliz... de otro modo...
—¿Cómo? ¿Y de qué manera?
Y su rostro había adquirido una expresión profundamente meditabunda.
—Ea, se lo diré —decidiese Michkin.
VI
—En este momento —comenzó Michkin— me miran ustedes con una curiosidad que me inquieta porque, si no la satisfago, se incomodarán conmigo. Pero, no, esto es una broma —se apresuró a añadir, sonriendo—. Paso, pues, a contar...
En aquel pueblo había muchos niños y yo estaba siempre con ellos, solo con ellos. Eran los niños de la aldea, toda una bandada de colegiales. No pretenderé haberlos instruido yo. No; para eso estaba Julio Thibaut, el maestro de escuela. Si se quiere, admito que les enseñaba algo; pero lo que hacía sobre todo era convivir con ellos.
Y así han transcurrido mis cuatro años en Suiza. No me hacía falta otra cosa. Les hablaba de todo, sin ocultarles nada. Esto acabó atrayéndome el descontento de sus familias, porque los niños terminaron no pudiendo prescindir de mí. Me rodeaban sin cesar, al punto de que el maestro de escuela llegó a convertirse en mi mayor enemigo. Otras muchas personas de la aldea me cobraron antipatía, todas a causa de los niños. El mismo doctor Schneider me hizo reproches sobre ello. Pero, ¿qué temían de mí? A un niño se le puede decir todo, absolutamente todo. Siempre me ha sorprendido la falsa idea que los adultos se forman sobre los niños. Éstos no son comprendidos jamás, ni siquiera por sus padres... ¡Y qué bien se dan cuenta los niños de que su familia los toma por pequeñuelos incapaces de comprender nada cuando lo comprenden tan bien todo! Las personas mayores ignoran que, incluso en asuntos difíciles, los niños pueden dar consejos de la mayor importancia. ¿Cómo no sentir vergüenza de engañar a esos lindos pajaritos que fijan en vosotros sus miradas confiadas y felices?