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Así la encontraba yo siempre. Sólo me detenía con ella un momento, porque no quería que nos viesen juntos. En cuanto yo aparecía, María temblaba, abría los ojos y se apresuraba a besarme las manos. Yo se lo permitía sabiendo que aquello constituía una dicha para la joven. Mientras estábamos juntos, ella no dejaba de temblar y de verter lágrimas. A veces, es cierto, intentaba hablar, pero era difícil comprender sus palabras. Tan emocionada y exaltada se volvía, que dijérase loca.

A veces los niños me acompañaban. Por regla general, en aquel caso, se quedaban a distancia haciendo centinela para que nadie me sorprendiese hablando con María. Y este papel de vigilantes les agradaba infinitamente.

Cuando nos íbamos, María, al quedar sola, permanecía inmóvil de nuevo, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la roca. Acaso soñase en no sé qué...

Una mañana le fue imposible salir para apacentar el ganado como de costumbre, y quedó sola, en su casita vacía. Los niños lo supieron muy pronto y casi todos fueron a visitarla varias veces en el día. Ella estaba en el lecho desprovista de toda asistencia.

Durante dos días los niños fueron los únicos que la atendieron, relevándose en el cargo de enfermero. Pero luego, cuando se supo en la aldea que María estaba moribunda, varias ancianas acudieron a la cabecera de su lecho. Parece que en el pueblo comenzaban a tener piedad de la joven. Al menos se dejaba a los niños visitarla y no se la injuriaba como antes.

La enferma había entrado en período comatoso, tenía un sueño agitado y tosía horriblemente. Las viejas impedían a los niños penetrar en la casa; pero aun así ellos corrían a la ventana, asomábanse a ella a veces sólo por un momento y decían: Bonjour, notre bonne Marie.

Cuando ella les veía u oía sus voces, se reanimaba y, sin atender las advertencias de quienes la asistían, alzábase penosamente sobre el lecho, hacía un signo de cabeza a sus amiguitos y les daba las gracias. Seguían llevándole regalos, pero ya no comía nada.

Les aseguro que gracias a los niños murió casi dichosa. Merced a ellos olvidó su desgracia, y de ellos recibió en cierto modo el perdón, ya que hasta su último momento se consideró culpable.

Semejantes a ligeros pajarillos, cada mañana batían con el ala su ventana repitiéndole: Nous t'aimons, Marie. Ella murió muy pronto. Yo esperaba que viviese más tiempo. La víspera de su muerte, antes de ponerse el Sol, fui a visitarla.

Pareció reconocerme. Le estreché la mano —¡y qué mano tan descarnada era aquélla!— por última vez. A la mañana siguiente fueron a decirme que María había muerto.

Esta vez, sin que nadie pudiera contenerles, los niños entraron en la cabaña, cubrieron de flores el ataúd de la difunta y engalanaron su cabeza con una guirnalda. Y el Pastor no pronunció ninguna palabra contra la muerta cuando el cuerpo fue llevado al templo. La asistencia se redujo a unos pocos curiosos.

Al ir a ser levantado el ataúd, todos los niños disputaban entre sí por llevarlo al cementerio. Como no eran lo bastante fuertes para hacerlo, no se les pudo atender. Y entonces, después de ayudar a levantarlo, siguieron el séquito deshechos en lágrimas.

A partir de ese momento, los niños han cuidado la tumba de María, plantando rosales en torno y adornándola con flores todos los años.

A partir del entierro se desencadenaron las iras contra mí más que nunca, a causa de mis relaciones con los escolares. Los principales urdidores de la intriga fueron el maestro de escuela y el Pastor protestante.

Llegóse a prohibirme que me entrevistase con los niños y Schneider prometió evitarlo. A pesar de ello nos veíamos y hablábamos desde lejos por señas. Ellos me enviaban cartitas.

Cuando más adelante cambiaron las cosas, todo resultó admirable, porque la persecución había contribuido a estrechar mi amistad con los pequeños. Durante el último año casi me reconcilié con Thibaut y con el Pastor; pero entre Schneider y yo se provocaban frecuentes discusiones. El me reprochaba lo que definía de sistema «pernicioso para los niños». ¡Como si yo tuviese un sistema!

Finalmente, la misma víspera de mi marcha el doctor me confió una extraña opinión que había formado sobre mí.

«He adquirido la absoluta convicción —me dijo—de que usted mismo es un verdadero niño. Quiero decir un niño en todo el sentido de la palabra. Tiene usted el rostro y la estatura de un adulto; pero nada más. Respecto al desarrollo moral, al alma, al carácter, acaso a la inteligencia, usted no es un hombre maduro, y así quedará aunque viva sesenta años.»

Aquello me hizo reír mucho. Indudablemente se engaña. ¿Acaso tengo el aspecto de un niño? Sin embargo, una cosa hay verdadera y es que no me agrada tratar con los hombres, con los adultos, con las personas mayores, y —he hecho tal observación mucho tiempo atrás— no me agrada porque no soy como ellos.

Díganme lo que me digan, testimónienme la bondad que me testimonien, me es penoso tratarlos y en cambio me siento a mis anchas cuando puedo reunirme con mis camaradas. Y éstos han sido siempre los niños, no porque yo mismo sea un niño, sino porque me siento atraído por la infancia.

Al principio de mi residencia en Suiza, cuando errando solo y triste por las montañas, los veía salir de pronto de la escuela, a mediodía sobre todo, llenos de entusiasmo, cargados con sus carteras y sus pizarras, jugando, gritando y riendo, mi alma se sentía inmediatamente atraída hacia ellos. No puedo explicar esto, pero el caso era que sentía una impresión de extraordinaria felicidad cada vez que los encontraba. Deteníame y reía, dichoso, considerando aquellos piececitos, que corrían tan de prisa, aquellos niños y niñas que salían en tropel, sus risas y sus lágrimas (por que muchos de ellos, camino de casa desde la escuela, tenían tiempo para pelearse, llorar, reconciliarse y empezar a jugar de nuevo). Aquel espectáculo hacíame olvidar mi melancolía. Después, en los tres años siguientes, nunca he podido comprender cómo y por qué pueden entristecerse los hombres.

Toda mi vida se concentraba en los niños. No contaba con abandonar la aldea jamás, ni se me ocurría que alguna vez hubiera de volver a Rusia.. Imaginaba que permanecería siempre allí, hasta que al fin me di cuenta de que Schneider no podría tenerme perpetuamente en las mismas condiciones. Además sobrevino una circunstancia tan importante, que el mismo doctor me exhortó a partir. Tengo que examinar el asunto que me trae a Rusia y aconsejarme con alguien. Acaso mi suerte cambie en absoluto; pero eso es lo de menos.

Lo principal es que se ha producido ya un gran cambio en mi vida. He dejado en Suiza muchas cosas, quizá demasiadas. Todo ha desaparecido. En el tren he venido pensando: «He aquí que vuelvo a vivir entre las gentes normales. Acaso yo no sepa nada de nada, mas el caso es que una nueva vida ha comenzado para mí». Y he decidido ser honrado y firme en el cumplimiento de las tareas que emprenda. Quizá el trato humano me reserve muchas complicaciones y contrariedades. Pero he tomado la resolución de ser cortés y atento con todos y no puede pedírseme más. Tal vez aquí, como en Suiza, me consideren un niño... Me es igual.

Todos me toman también por un idiota. Antaño he estado, en efecto, tan enfermo, que parecía realmente un idiota. Pero, ¿puedo ser un idiota ahora que me doy cuenta de que los demás me juzgan así? Pienso en ello y me digo: «Veo que los demás me toman por un idiota, mas, sin embargo, estoy cuerdo, y la gente no lo comprende...» Este pensamiento se me ocurre a menudo.