Al recibir en Berlín algunas cartas que me enviaban los niños comprendí cuánto los quería en realidad. La primera carta que se lee en casos así produce una impresión dolorosa. ¡Qué tristes estaban los niños viéndome marchar! Se hallaban preparados para mi partida desde un mes antes, y constantemente decían: Léon s'en va, Léon s'en va pour toujours! Seguíamos reuniéndonos todas las tardes junto a la cascada y no hablábamos más que de nuestra próxima separación. A veces ellos recuperaban su antigua alegría, pero al llegar el momento de volverse a sus casas me abrazaban apretadamente, lo que no hacían antes.
Cuando fui a tomar el tren todos me acompañaron hasta la estación, que está situada como a una versta de la aldea. Procuraban dominar su emoción y su llanto, pero por mucho que se esforzasen en no llorar, todos, en especial las niñas, tenían lágrimas en la voz. Íbamos con prisa, pero, sin embargo, a veces el grupo tenía que detenerse, para esperar a alguno que se empeñaba en echarme los brazos al cuello y besarme. Subí al coche y el tren se puso en marcha. Al fin todos lanzaron un «¡Hurra!» y permanecieron en el andén hasta que el convoy se perdió de vista. Yo les miraba también.
Cuando he entrado antes aquí, visto los lindos rostros de ustedes y oído sus palabras, me he sentido aliviado por primera vez desde que abandoné Suiza. He llegado a pensar en ese momento que acaso sea yo un hombre verdaderamente afortunado. Sé que no es frecuente encontrar personas con quienes se simpatice a primera vista, y he aquí que yo las encuentro a ustedes nada más que al salir, como quien dice, de la estación.
No ignoro que en general todos nos avergonzamos de hablar a los demás de nuestros sentimientos, pero yo no me avergüenzo revelándoles los míos. Soy muy poco sociable y bien puede ser que tarde mucho tiempo en volver por esta casa. Pero no lo consideren como un desprecio. No lo haré, ni lo anuncio, porque desprecie la amistad de ustedes; no me consideren tampoco ofendido por nada.
Me han preguntado antes lo que juzgaba de la expresión de sus rostros y ahora se lo voy a decir.
Usted, Adelaida Ivanovna, tiene un semblante feliz y el más simpático de los tres. Además de que es usted muy bella, se piensa en cuanto se la mira: «Esta mujer tiene aspecto de ser una buena hermana.» Trata usted a la gente de modo natural y atractivo y sabe leer con prontitud en los corazones. Tal es lo que deduzco de la expresión de su rostro.
En cuanto a usted, Alejandra, Ivanovna, su semblante es encantador pero acaso se esconda bajo él un secreto pesar. Seguramente su alma es muy bondadosa; mas usted no se siente alegre. Su fisonomía me recuerda la de la Madonna de Holbein que se admira en Dresde. Tal es la opinión que he formado mirando su rostro. A usted corresponde decir si estoy en lo justo.
En lo que a usted respecta, Lisaveta Prokofievna —añadió el príncipe, volviéndose bruscamente a la generala—, su semblante me induce a creer, o más bien me prueba que, a pesar de su edad, es usted una verdadera niña, con todas las cualidades y los defectos que implica la palabra. ¿No se molesta porque se lo diga? Usted sabe cómo considero a los niños... Y no crean que es por ingenuidad por lo que me explicado tan francamente respecto a la expresión de sus rostros. No, nada de eso. Acaso tenga un motivo para expresarme así.
VII
Cuando Michkin dejó de hablar todas las que le oían le miraron jovialmente, incluso Aglaya; pero la que más satisfecha se mostró fue Lisaveta Prokofievna.
—¡Ea, ya le hemos examinado! —exclamó—. Vosotras, hijas, os proponíais protegerle en calidad de pariente pobre, y he aquí que él apenas se digna aceptar vuestra protección, y aun esto con la advertencia previa de que os visitará poco a menudo. De modo que hemos quedado burladas, e Ivan Fedorovich más que nosotras aún. ¡Me alegro mucho! ¡Bravo, príncipe! Se nos había encargado hacerle un examen... Lo que ha dicho usted de mi cara es la pura verdad: yo soy una niña y lo sé. Lo sabía antes de que usted lo dijera y usted ha definido mi pensamiento en una palabra. Creo que su carácter es absolutamente semejante al mío y que nos parecemos como una gota de agua a otra, lo que me satisface mucho. La única diferencia consiste en que usted es hombre y yo mujer; que usted ha estado en Suiza y yo no.
—No te precipites, maman —dijo Aglaya—. El príncipe ha declarado que tenía sus motivos para hablar con esa franqueza y que no lo hacía por ingenuidad.
—¡Sí, sí!— apoyaron, riendo, las otras dos jóvenes.
—No riais, hijas. Puede que el príncipe sea más astuto que las tres juntas. ¡Ya veréis como sí! Pero no ha dicho usted nada de Aglaya. Ella espera sus palabras y yo también.
—No puedo decir nada por ahora. Ya hablaré más adelante.
—¿Por qué? No creo tan difícil estudiarla.
—No, no lo es. Mas Aglaya Ivanovna resulta una beldad tan extraordinaria que se siente temor de mirarla aunque sólo se trate de intentar conocerla.
—Bien; pero ¿y su carácter? —insistió la generala.
—Juzgar la belleza es difícil. Aún no me siento con fuerzas para hacerlo. La belleza es un enigma.
—Eso es proponer el enigma a Aglaya —dijo Adelaida—. Anda, Aglaya, descífralo. ¿Así que le parece guapa, príncipe?
—¡Extraordinariamente guapa! —repuso él, considerando con fascinados ojos a la interesada—. Casi tanto como Nastasia Filipovna, aunque con un semblante muy diferente.
La generala y sus hijas se miraron profundamente asombradas.
—¿Quieeeén? —preguntó la generala ¿Nastasia Filipovna? ¿De qué conoce usted a Nastasia Filipovna? ¿A qué Nastasia Filipovna se refiere?
—A una cuyo retrato ha mostrado hace poco Gabriel Ardalionovich, y éste ha mostrado al general.
—¿Dónde está el retrato? —dijo vivamente la generala—. ¡Quiero verlo! Si ella se lo ha dado, Gabriel Ardalionovich debe tenerlo aún. Y Gabriel Ardalionovich está sin duda en el despacho de mi marido. Viene a trabajar todos los miércoles y nunca se marcha antes de las cuatro. ¡Que venga en seguida! Pero no: no siento tanto interés por verle. Haga el favor, querido príncipe, de ir a pedirle ese retrato y traérnoslo. Dígale que queremos verle. Háganos este servicio.
—Es simpático, pero demasiado ingenuo —comentó Adelaida cuando Michkin salió.
—Tan ingenuo —confirmó Alejandra— que casi toca en ridículo, hablando francamente.
Las dos jóvenes parecían ocultar parte de su pensamiento.
—Hablando de nuestras caras —dijo Aglaya— ha sabido salir muy bien del apuro. Nos ha adulado a todas, incluso a mamá.
—¡Déjate de indirectas, te lo ruego! —replicó la generala. No es que me haya adulado; es que yo he encontrado lisonjeras sus palabras.
—¿Crees que ha obrado con malicia? —preguntó Adelaida.
—Creo que dista de ser tan tonto como parece.
—Bueno, basta —dijo con vehemencia la generala—. A mí vosotras me parecéis más absurdas que él. El príncipe es ingenuo, sí, pero sabe lo que se dice y es un socarrón, en el sentido más noble de la palabra. Es exactamente lo mismo que yo.