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—Ha adivinado usted —contestó el joven—. Realmente, casi me he equivocado, porque sólo quise decir que la generala es medio parienta mía, hasta el extremo de que su silencio no me ha sorprendido. Lo esperaba.

—Ha gastado usted inútilmente en sellos de correo. ¡Hum! Usted, al menos, es ingenuo y sincero, lo cual merece alabanzas. ¡Hum! Yo conozco al general Epanchin... como todos le conocen. Al difunto señor Pavlichev, el que pagaba sus gastos en Suiza, también le conocía, si es que se refiere a Nicolás Andrevich Pavlichev, porque hay dos primos hermanos del mismo apellido. El otro habita en Crimea. El difunto Nicolás Andrevich era hombre muy respetado, con muy buenas relaciones y propietario, en sus tiempos, de cuatro mil almas... 1.

—Sí; se trataba de Nicolás Andrevich Pavlichiev —contestó el joven, mirando con atención a aquel desconocido que tan bien informado estaba de todas las cosas.

Esta clase de caballeros que lo saben todo suelen encontrarse con bastante frecuencia en cierta capa social. No hay nada que ignoren: toda su curiosidad espiritual, todas sus facultades de investigación se dirigen sin cesar en igual sentido, sin duda por carencia de ideas e intereses vitales más importantes, como diría un pensador moderno. Añadamos que esa omnisciencia que poseen está circunscrita a un campo harto restringido: les consta en qué departamento sirve Fulano, qué amistades tiene, qué fortuna posee, de dónde ha sido gobernador, con quién está casado, qué dote le aportó su mujer, quiénes son sus primos en primero y segundo grado, y otras cosas por el estilo. Por regla general, estos caballeros que lo saben todo llevan los codos rotos y ganan diecisiete rublos al mes. Las personas de quienes conocen tantos detalles se quedarían muy confusas si lograran saber cómo y por qué estos señores omniscientes están tan bien informados de sus existencias. Sin duda los interesados encuentran algún consuelo positivo en poseer semejantes conocimientos, que consideran una completa ciencia de la que derivan una alta estima de sí mismos y una elevada satisfacción espiritual. Y es, en efecto, una ciencia subyugadora. Yo he conocido literatos, intelectuales, poetas y políticos, que parecían hallar en semejante disciplina científica su mayor deleite y su meta final habiendo hecho, además, su carrera gracias a ella.

Durante aquella parte de la conversación, el joven de negros cabellos miraba distraídamente por la ventanilla, bostezando y aguardando con impaciencia el fin del viaje. Parecía preocupado, muy preocupado, casi inquieto. Su actitud resultaba extraña: a veces miraba sin ver, escuchaba sin oír, reía sin saber él mismo el motivo.

—Permítame: ¿a quién tengo el honor de...? —preguntó de improviso el señor de los granos al propietario del paquetito del pañuelo de seda.

—Al príncipe León Nicolaievich Michkin —contestó el interpelado inmediatamente sin la menor vacilación.

—¿El príncipe León Nicolaievich Michkin? No le conozco. Jamás lo he oído mencionar —dijo el empleado, reflexionando—. No me refiero al nombre, que es histórico y se puede encontrar en la historia de Karamzin, sino a la persona, ya que ahora no se encuentran en ningún sitio príncipes Michkin y no se oye jamás hablar de ellos.

—No lo dudo —replicó el joven—. En este momento no existe más príncipe Michkin que yo, que creo ser el último de la familia. En cuanto a mis antepasados, hace ya varias generaciones que vivían como simples propietarios rurales. Mi padre fue subteniente del ejército. La generala Epanchina pertenece, aunque no sé bien en virtud de qué parentesco, a la familia de los Michkin, y es también, como mujer, la última de su raza...

—¡Ja, ja, ja! —rió el empleado—. ¡Mujer, y la última de su raza! 2¡Qué chiste tan bien buscado!

El señor de los cabellos negros sonrió igualmente. Michkin quedó muy sorprendido al ver que le atribuían un chiste, bastante malo además.

—Lo he dicho sin darme cuenta —aseguró al fin, repuesto de su sorpresa.

—¡Por supuesto, por supuesto! —repuso jovialmente el empleado.

—Y en Suiza, príncipe —preguntó de pronto el otro viajero—, ¿estudiaba usted, tenía algún profesor?

—Sí; lo tenía...

—Yo, en cambio, no he aprendido nada nunca.

—Tampoco yo —dijo el príncipe, como excusándose— he aprendido nada apenas. Mi mala salud no me ha permitido seguir estudios sistemáticos.

—¿No ha oído usted hablar de los Rogochin? —interrogó con viveza el joven de los cabellos negros.

—No; no conozco a casi nadie en Rusia. ¿Se llama usted Rogochin?

—Sí; Parfen Semenovich Rogochin.

—¿Parfen Semenovich? ¿No será usted uno de esos Rogochin que...? —preguntó el empleado con súbita gravedad.

—Sí; uno de esos —interrumpió impacientemente el joven moreno quien, desde el principio, no se había dirigido al hombre granujiento ni una sola vez, limitándose a hablar únicamente con Michkin.

El empleado, estupefacto, abrió mucho los ojos y todo su semblante adquirió una expresión de respeto servil, casi temeroso.

—¡Cómo! —prosiguió—. ¿Es posible que sea usted hijo de Semen Parfenovich Rogochin, burgués notable por derecho de herencia y que murió hace un mes dejando un capital de dos millones y medio de rublos?

—¿Y cómo puedes tú saber que ha dejado dos millones y medio? —preguntó rudamente el hombre moreno sin dignarse mirar al empleado. Luego añadió, haciendo un guiño a Michkin para referirse al otro—: Mírele: apenas se ha enterado de quién soy, ya empieza a hacerme la rosca. Pero ha dicho la verdad. Mi padre ha muerto y yo, después de pasar un mes en Pskov, vuelvo a casa como un pordiosero. Ni mi madre ni el bribón de mi hermano me han avisado ni me han enviado dinero. ¡Como si fuera un perro! Durante todo el mes he estado enfermo de fiebres en Pskov y...

—¡Pero ahora va usted a recibir un rico milloncejo, si no más! ¡Oh, Dios mío! —exclamó el señor granujiento alzando las manos al cielo.

—Dígame, príncipe —exclamó Rogochin, irritado, señalando al funcionario con un movimiento de cabeza—, ¿qué podrá importarle eso? Porque no voy a darte ni un kopecaunque bailes de coronilla delante de mí. ¿Oyes?

—Lo haré, lo haré.

—¿Qué le parece? Bien: pues no te daré ni un kopecaunque bailes de coronilla delante de mí una semana seguida.

—No me des nada. ¿Por qué habías de dármelo? Pero bailará de coronilla ante ti. Dejaré plantados a mi mujer y a mis hijos e iré a bailar de cabeza ante ti. Necesito rendirte homenaje. ¡Lo necesito!

—¡Puaf! —exclamó Rogochin, escupiendo. Y se dirigió al príncipe—: Yo no tenía más equipaje que el que usted lleva cuando, hace cinco semanas, huí de la casa paterna y me fui a la de mi tía, en Pskov. Allí caí enfermo. Y entre tanto murió mi padre de un ataque de apoplejía. Gloria eterna a su memoria, sí; pero la verdad es que faltó poco para que me matase a golpes. ¿Lo creería usted, príncipe? Pues es verdad: si yo no hubiese huido, me habría matado.