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—¿Y desea usted conocerme?

—¡Pst! Sí —dijo el recién llegado, suspirando y pasándose la mano por el cabello, con lo que lo desordenó. Y tras examinar un rato el rincón opuesto del dormitorio, dirigió otra vez la vista al príncipe y añadió: —¿Tiene usted dinero?

—Algo...

—¿Cuánto?

—Veinticinco rublos.

—Enséñemelos.

El príncipe sacó del bolsillo de su chaleco el billete de veinticinco rublos y lo exhibió a Ferdychenko. Éste lo tomó, desplególo, lo contempló por ambos lados y luego lo miró al trasluz.

Es extraño —dijo con aire pensativo—. Siempre me he preguntado por qué estos billetes se oscurecerán tanto. Hay billetes de veinticinco rublos que se oscurecen, mientras otros pierden el color. Tome.

Michkin recuperó su billete y Ferdychenko se levantó.

—He venido, en primer lugar, para advertirle que no me preste dinero, ya que yo no dejaré de pedírselo.

—Muy bien.

—¿Piensa usted pagar su hospedaje?

—Sí.

—Yo no. Gracias. Mi puerta es la primera a la derecha. ¿La ha visto? Procure no ir a mi habitación con mucha frecuencia. Ya procuraré yo, en cambio, venir a la suya; no se preocupe... ¿Ha visto usted ya al general?

—No.

—¿Ni le ha oído?

—Tampoco.

—Ya le verá y oirá. ¡Con decirle que hasta a mí me pide dinero prestado! Avis au lecteur... Adiós. Y diga: ¿cree usted que es posible andar por el mundo llamándose Ferdychenko?

—¿Por qué no?

—Adiós.

Y se dirigió a la puerta. Michkin supo más tarde que aquel hombre consideraba un deber el asombrar a todos con su originalidad y gracia, si bien infortunadamente, no lo conseguía nunca. En ciertas personas producía incluso una impresión desagradable, lo que le disgustaba mucho, pero sin renunciar por eso a perseverar en su extraña tarea.

La casualidad procuró una pequeña satisfacción a Ferdychenko al ir a salir. En la puerta tropezó con otro hombre a quien Michkin no conocía. Ferdychenko se hizo a un lado para dejar paso al que llegaba y, mientras éste se introducía en la habitación, él guiñó los ojos a espaldas suyas repetidamente, como guisa de aviso al príncipe, tras lo cual se retiró, satisfecho.

El nuevo caballero era un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta y cinco años o acaso más. Tenía los ojos grandes y algo a flor de piel, bigote y espesas patillas grises encuadrando un rostro grueso y rojizo. A no ser por un aire apoltronado, de fatiga y de descuido, que se notaba en su aspecto, aquel hombre hubiera tenido una figura impresionante. Vestía una vieja levita con los codos rotos y su ropa interior distaba mucho de estar limpia. Al acercarse, trascendía de él cierto olor a vodka. En sus maneras, de una distinción un poco afectada, traicionábase el ingenuo deseo de imponer a sus interlocutores por su aire de dignidad.

El visitante avanzó lentamente hacia Michkin con la sonrisa en los labios, tomóle la mano en silencio y la estrechó entre la suya, mientras examinaba el rostro del príncipe con atención, como esforzándose en encontrar en él rasgos conocidos.

—¡Es él, es él! —dijo, al fin, en tono solemne, sin alzar la voz—. ¡Me parece verle vivo otra vez! He oído pronunciar hace unos momentos un nombre conocido y amado y él me ha traído a la memoria un ayer desvanecido para siempre... ¿Es usted el príncipe Michkin?

—Lo soy.

—Yo soy el general Ivolguin, retirado y muy desgraciado. ¿Puedo preguntarle su nombre y el de su padre?

—Me llamo León Nicolaievich.

—¡Eso es, eso es! ¡El hijo de mi amigo, de mi camarada de infancia! ¡El hijo de Nicolás Petrovich!

—Mi padre se llamaba Nicolás Lvovich.

—Lvovich, sí —rectificó el general, sin apresurarse y con una seguridad absoluta, como un hombre cuya memoria no le falla y que sólo ha cometido una secundaria equivocación verbal.

Sentóse y cogiendo a Michkin por la muñeca le forzó a sentarse a su lado y le dijo:

—Yo le he llevado a usted en mis brazos.

—¿Es posible? —preguntó Michkin—. Porque hace veinte años que mi padre murió.

—Sí, veinte años y tres meses. Hicimos juntos nuestros estudios. Inmediatamente de concluir mi educación entré en el servicio militar.

—Mi padre sirvió también en el ejército. Era subteniente en el regimiento Vasilkovsky.

—No: Bielomirsky. Pasó a este regimiento casi en vísperas de su muerte. Yo estaba allí y le rendí los últimos deberes. Su madre...

El general se detuvo como para dejar calmar la emoción que un triste recuerdo despertaba en él.

—Sí: murió seis meses después, de un enfriamiento —dijo Michkin.

—No, de enfriamiento, no. Crea en la palabra de un viejo. Yo estaba allí y yo la enterré también... No la mató un enfriamiento, sino el disgusto de perder a su esposo. ¡Sí; me acuerdo mucho de la princesa! ¡Ay, juventud! Imagine que su padre y yo, antiguos amigos de infancia, estuvimos a punto de matarnos por la que había de ser la madre de usted...

Michkin principiaba a escuchar con cierto escepticismo.

—Yo estuve locamente enamorado de su madre antes de casarse, cuando era la prometida de mi amigo. Éste lo notó y se enfureció contra mí. Llegó a casa un día, antes de la siete de la mañana, y me despertó. ¡Figúrese! Ambos callábamos. Yo me visto, preguntándome qué significaría aquello. El príncipe saca dos pistolas del bolsillo. Lo comprendo todo. Resolvemos batirnos a pistola, sólo separados por un pañuelo y sin testigos. ¿Para qué testigos cuando cinco minutos después nos habremos enviado mutuamente a la eternidad? Cargamos las armas, extendemos el pañuelo y cada uno de nosotros, mirándonos a la cara, apoyamos la pistola en el pecho del adversario. De pronto, gruesas lágrimas brotan de nuestros ojos... Nuestras manos tiemblan... ¡Y ello nos sucedía a los dos a la vez, a los dos a la vez! Entonces, naturalmente, nos lanzamos el uno en brazos del otro y se entabla un torneo de generosidad. «¡Ella será para ti!», grita el príncipe. «¡No; para ti!», exclamo por mi parte. En una palabra, en una palabra... En fin, ¿va usted a hospedarse con nosotros?

—Sí, por algún tiempo acaso —repuso el príncipe, con voz un tanto vacilante.

Kolia se asomó a la puerta:

—Mamá le llama, príncipe.

Michkin se incorporó para salir, pero el general le puso una mano en el hombro y le Obligó a sentarse con dulce violencia.

—En concepto de sincero amigo de su padre —prosiguió el viejo—, deseo hacerle ciertas advertencias. Usted mismo puede ver que yo he sufrido mucho a consecuencia de una trágica catástrofe. ¡Y sin formación de causa! ¡Sin formación de causa! Nina Alejandrovna es una mujer rara. Bárbara Ardalionovna, mi hija, es otra mujer rara. Las circunstancias nos obligan a tomar huéspedes... ¡Es una caída terrible! ¡Cuando yo estaba a punto de ser nombrado gobernador general! Cierto que a un pupilo como usted nos alegramos de recibirle... Pero, ¡oh!, hay una tragedia en mi casa...