En aquel momento Michkin penetró en la estancia y anunció:
—Nastasia Filipovna.
IX
Un silencio general siguió a aquellas palabras. Todos miraron a Michkin como si no le comprendieran y desearan no comprenderle. El espanto había paralizado a Gania. La visita de Nastasia Filipovna, y especialmente en tal ocasión, constituía para todos el hecho más extraño, inesperado e inquietante que cupiera suponer. Ante todo, era la primera vez que aquella mujer acudía a casa de los Ivolguin. Hasta entonces habíase mostrado tan desdeñosa respecto a ellos, que nunca, hablando con Gania, manifestaba el menor deseo de ser presentada a la familia del joven. Y desde hacía cierto tiempo no hablaba más de los Ivolguin que si no existieran. Por un lado, Gania celebraba que Nastasia Filipovna prescindiese de un tema de conversación tan poco grato para él; pero en el fondo de su corazón sentía un amargo rencor motivado por aquella indiferencia despectiva. En todo caso, juzgaba a Nastasia Filipovna mucho más capaz de mofarse de sus allegados que de hacerles objeto de una atención, porque ella, como Gania sabía muy bien, desde que el joven pidiera su mano, estaba perfectamente informada de cuanto sucedía en casa de los Ivolguin, y se hallaba al corriente de cómo la consideraba la familia. Su visita, pues, en este momento, es decir, después del regalo del retrato y algunas horas antes de la velada en que ella decidiría sobre la pretensión de Gabriel Ardalionovich, parecía tener un significado casi equivalente ya a la decisión en sí.
La duda que se leía en todas las miradas, fijas aún en el príncipe, no duró mucho. Nastasia Filipovna apareció en persona a la puerta del salón y penetró en él, empujando al príncipe una vez más.
—¡Al fin he logrado pasar! ¡No sé para qué les vale la campanilla! —dijo alegremente, tendiendo la mano a Gania, que se había precipitado hacia ella—. ¡Qué cara de asombro, amigo mío! Ea, presénteme a su familia, se lo ruego.
El joven, desconcertado, le presentó primero a Varia. Las dos mujeres cambiaron extrañas miradas antes de estrecharse la mano. Nastasia Filipovna reía, afectando satisfacción, pero Varia no se tomó la molestia de fingir. Por el contrario, examinó largamente a la visitante con expresión sombría sin que en su rostro asomase la menor traza de la sonrisa obligada en una circunstancia como aquella. Gania se sintió desfallecer.
Pero no era momento de súplicas. Por lo tanto, dirigió a su hermana una mirada amenazadora. La joven comprendió en el acto la trascendental importancia que el instante presente tenía para su hermano. Resolvió, pues, mostrarse más amable y sus labios esbozaron una especie de sonrisa en honor de Nastasia Filipovna. Todos los miembros de la familia Ivolguin conservaban, aun en momentos de tal tirantez, un vivo afecto mutuo.
Después de efectuar la presentación de Varia a Nastasia Filipovna, Gania presentó ésta a su madre. En su turbación, el joven no se daba cuenta de lo que hacía. Nina Alejandrovna se mostró razonable, mas apenas había empezado a hablar del «mucho placer», etc., la visitante, sin escucharla, interpeló repentinamente a Gania mientras se instalaba —aun cuando no se la había invitado a tomar asiento— en un sofá de un rincón cercano a la ventana:
—¿Dónde tiene usted su despacho? Y... ¿y dónde están los huéspedes? Porque creo que ustedes alquilan habitaciones, ¿no?
Gania, enrojeciendo, tartamudeó una respuesta ininteligible.
—Pero ¿disponen de sitio para ellos? ¿Y no tiene usted despacho? —insistió Nastasia Filipovna—. ¿Qué? ¿Da buenas ganancias el negocio? —preguntó súbitamente a Nina Alejandrovna.
—Desde el momento en que uno acepta los naturales inconvenientes, es en espera de obtener algún beneficio —repuso la madre de Gania—. Pero nosotros acabamos de...
Nastasia Filipovna, como resuelta a no atenderla, dirigió los ojos a Gania, rompió a reír y dijo:
—¡Qué cara tiene usted! ¡Dios mío, qué aspecto presenta en este momento!
Su hilaridad duró algunos instantes. Y en rigor Gania no parecía el de costumbre. Su estupefacción, su cómico abatimiento habían desaparecido de repente, pero estaba espantosamente pálido y tenía los labios contraídos, mientras fijaba, silencioso, los ojos en la visitante, que seguía riendo.
El príncipe, incapaz aún de sacudir la especie de catalepsia en que le sumiera la llegada de Nastasia Filipovna, permanecía como petrificado en la puerta del salón. Sin embargo, la palidez y la alteración del semblante de Gania le impresionaron y, no pudiendo con tenerse, avanzó hacia éclass="underline"
—Beba un poco de agua —le dijo en voz baja—y no mire de ese modo.
Era notorio que no había por qué buscar sobrentendidos ni segundas intenciones en aquellas palabras, surgidas espontáneamente de la boca de Michkin sin que él les atribuyese significado particular alguno; pero, aun así, produjeron un efecto extraordinario. Fue como si toda la cólera de Gania se volviese de repente contra Michkin. Asióle por los hombros, siempre en silencio, tal que si fuese incapaz de proferir una palabra, y le fulminó con una mirada llena de odio y rencor. Se produjo un movimiento general. Nina Alejandrovna dejó escapar un grito. Ptitzin, inquieto, avanzó hacia los dos hombres. Kolia y Ferdychenko que iban a entrar, se detuvieron estupefactos. Sólo Varia conservó su impasibilidad. En pie, un poco apartada, cruzando los brazos, la joven continuaba mirando la escena con el rabillo del ojo.
En un segundo Gania recobró el dominio de sí mismo. Su ira dejó lugar a una risa nerviosa.
—¿Qué decía usted, príncipe? Que haría falta llamar a un médico, ¿no? —exclamó con tanta jovialidad como pudo—. ¡Casi me ha dado miedo! Voy a presentárselo, Nastasia Filipovna. Es un tipo extraordinario, como he podido apreciar ya, aunque sólo le conozco desde esta mañana.
Nastasia Filipovna fijó, su mirada en Michkin con verdadera sorpresa.
—¿Príncipe? ¿Es príncipe? ¡Imaginen que hace un momento, en la entrada, le he tomado por un lacayo y le he ordenado que me anunciase! ¡Ja, ja, ja!
—¡No importa, no importa! —dijo Ferdychenko, quien, viendo que ya se comenzaba a reír, se apresuró a mezclarse a la reunión—. No importa: «se non è vero...».
—Y, además, creo haberle tratado con violencia, príncipe. Le ruego que me perdone. ¿Qué hace usted aquí a esta hora, Ferdychenko? Por lo menos yo no contaba encontrarle. ¿Cómo dice que se llama este señor? ¿El príncipe Michkin? —añadió la joven dirigiéndose a Gania que, sin soltar los hombros de su huésped, ultimaba en aquel instante la presentación.
—Vive con nosotros —dijo Gania.
Era evidente que se hacía desempeñar a Michkin el papel de un animal extraordinario. Su presencia proporcionaba un medio de salir de lo falso de la situación. Se le arrojaba, si cabía decirlo, como pasto a la curiosidad de Nastasia Filipovna. Michkin oyó incluso murmurar a sus espaldas la palabra «idiota», probablemente articulada por Ferdychenko para edificación de la visitante.
—Dígame: ¿por qué no me sacó de mi error cuan do me equivoqué con usted de ese modo? —preguntó Nastasia Filipovna mirando al príncipe de pies a cabeza con una desenvoltura excepcional.