Y esperó la contestación con impaciencia, presumiendo que el interpelado iba a escandalizar a todos con su falta de juicio.
—He quedado tan sorprendido al reconocerla de pronto... —balbució Michkin.
—Pero, ¿cómo ha podido reconocerme? ¿Me había visto antes en algún sitio? El caso es que también a mí me parece haberle encontrado no sé dónde. Además, permítame preguntarle por qué sigue usted aún como clavado en el suelo y mirándome. ¿Hay algo de asombroso en mi persona?
—¡Oh, oh, oh! —exclamó Ferdychenko, jovial—. ¡La de cosas que yo contestaría si se me hiciese semejante pregunta! Vamos, hombre... Realmente, príncipe, si no contestas bien ahora, eres tonto.
Michkin rió suavemente.
—También yo, en el lugar de usted, diría muchas cosas —repuso. Y dirigiéndose a Nastasia Filipovna, continuó—: En primer lugar, su retrato me había impresionado mucho. Luego hablé de usted con las Epanchinas... Y ya por la mañana, en el tren que me traía a San Petersburgo, había conversado largamente acerca de usted con Parfen Semenovich Rogochin. En el momento que la abrí la puerta, pensaba precisamente en usted, y, viéndola aparecer tan de repente...
—Pero, ¿cómo sabía usted quién era yo?
—Había visto su retrato, y además...
—Y además, ¿qué?
—Que usted responde del todo a la idea que yo me había hecho de cómo era. También a mí me parece haberla visto en alguna parte.
—¿Dónde? ¿Dónde?
—No sé; en algún sitio... Pero no; es imposible; lo he dicho sin darme cuenta. Nunca he habitado en San Petersburgo, y... Acaso la haya visto en sueños.
—¡Ajá, príncipe! —exclamó Ferdychenko—. Retiro mi «se non è vero...» —Y exclamó, compasivo—: Por otro lado, dice todo eso sin malicia, compréndalo.
Michkin había proferido sus palabras anteriores con acento inquieto y entrecortado, como el de una persona a quien le falta la respiración. Todo él denotaba una agitación extraordinaria. Nastasia Filipovna le examinaba con curiosidad, pero no reía.
De pronto, tras el círculo que se había formado en torno al príncipe y a la joven, oyóse una voz sonora. El grupo se separó para dejar paso al jefe de la familia. Porque era el general Ivolguin en persona. Vestía de frac, su pechera esplendía con brillo irreprochable y llevaba los bigotes teñidos.
La aparición de Ardalion Alejandrovich infirió un golpe terrible a Gania. El vanidoso joven, cuyo amor propio alcanzaba extremos hipersensibles y morbosos, había pasado los últimos dos meses esforzándose por todos los medios en alcanzar un modo de vida mejor y más distinguido. Pero se reconocía inexperto y casi admitía la verdad de que era erróneo el camino elegido. En su casa, donde mandaba corno déspota, había asumido, en su desesperación, la actitud de un cínico completo; pero no osaba mantener esta posición ante Nastasia Filipovna, que le había sabido hacer permanecer en la incertidumbre hasta el último momento. «El pordiosero impaciente», como Nastasia Filipovna le llamara una vez, según le habían dicho, tenía jurado hacer pagar muy caras aquellas palabras a quien las pronunció, tan pronto como ella fuera su mujer. Al mismo tiempo soñaba puerilmente en la posibilidad de conciliar todas aquellas incongruencias. Y he aquí que ahora debía beber hasta las heces su amargo cáliz, sufriendo una nueva e imprevista tortura —la más terrible de todas para un vanidoso—: la de avergonzarse de su propia familia y en su propia casa.
Un pensamiento relampagueó en la mente de Gania: «¿Acaso la recompensa equivale a este tormento?»
En aquel instante se producía lo que había sido su pesadilla durante dos meses, lo que le había hecho estremecerse de horror y arder de vergüenza: el encuentro entre su padre y Nastasia Filipovna. Se había, en ocasiones, torturado con la idea de pensar en su padre asistiendo a la boda, pero tanto le repugnaba semejante anticipado espectáculo, que inmediatamente lo alejaba de su pensamiento. Acaso exagerase mucho su desgracia. Pero así les sucede siempre a los vanidosos. Durante los dos meses pasados, y en el curso de sus inquietas reflexiones, habíase propuesto hacer desaparecer momentáneamente a su padre en aquella ocasión, costase lo que costara, incluso alejándole de San Petersburgo con el consentimiento de su madre o sin él. Diez minutos antes, al entrar Nastasia Filipovna, la turbación de Gania le había impedido pensar en la posibilidad de que Ardalion Alejandrovich apareciese en escena, y en consecuencia no había tomado medidas para evitarlo. Y he aquí que el general se presentaba ante todos, y para colmo se había vestido de etiqueta, en el preciso momento en que Nastasia Filipovna sólo pensaba en el modo de cubrir de ridículo a su pretendiente o a su familia. Tal era al menos la persuasión de Gania. ¿Qué otro significado podía tener aquella visita? Cabía preguntarse si Nastasia Filipovna había venido para entablar amistad con su madre y hermana, o para afrentarlos en su propia casa; pero la actitud de ambas partes eliminaba toda duda. Nina Alejandrovna y su hija permanecían aparte, como gentes al margen de todo, y la visitante parecía haber olvidado incluso la presencia de ellas en la habitación. Y puesto que obraba así, evidentemente no lo hacía sin alguna finalidad.
Ferdychenko adueñóse del general y le presentó:
—Ardalion Alejandrovich Ivolguin —dijo el general muy solemne—, un soldado veterano caído en desgracia y padre de una familia que ve con satisfacción la perspectiva de poder llegar a contar entre sus miembros una tan encantadora...
No concluyó. Ferdychenko se apresuró a acercarle una silla sobre la que Ardalion Alejandrovich se dejó caer pesadamente, ya que después de comer solía sentir siempre flojedad en las piernas. Pero esta circunstancia no le desconcertó. Sentado frente a Nastasia Filipovna, lentamente, con una galantería exquisita llevóse a los labios los dedos de la visitante. Ardalion Alejandrovich no perdía el aplomo con facilidad. Aparte cierto descuido en la indumentaria, su apariencia era bastante correcta, y lo sabía muy bien. Por otra parte, había vivido siempre en un ambiente muy distinguido y sólo desde hacía dos años o tres se hallaba excluido de la buena sociedad. A partir de entonces habíase entregado a diversos excesos, pero conservaba su naturalidad y distinción de maneras. Nastasia Filipovna pareció muy complacida por la aparición de Ivolguin, de quien, desde luego, había oído hablar con anterioridad.
—He oído decir que mi hijo... —principió él.
—Sí, sí, su hijo... Pero, ¿sabe que es usted también un papá muy arrogante? ¿Por qué no me visita nunca? ¿Es que se esconde usted o que le esconde su hijo? Usted podría visitarme sin comprometer a nadie...
—Los hijos y los padres del siglo diecinueve... —comenzó otra vez el general.
—Nastasia Filipovna, dispense por un momento a mi marido. Le buscan fuera —intervino Nina Alejendrovna en voz alta.
—¿Que le dispense? ¡Oh, permítame! ¡Hace tanto que deseaba conocer al general! ¡He oído hablar de él tan a menudo! ¿Qué ocupaciones puede tener? ¿No está retirado? ¿Verdad que no me abandonará, general?
—Le prometo que volverá luego. Pero ahora necesita descanso.
—¡Necesita usted descanso, según dicen, Ardalion Alejandrovich! —exclamó Nastasia Filipovna con el rostro descontento y enfurruñado de una niña caprichosa a la que se quita un juguete.