La presencia de su hermana no le desconcertó en lo más mínimo. Permaneció unos instantes en el umbral y después adelantó resueltamente hacia Michkin.
—Príncipe, he cometido una cobardía. Perdóneme, amigo mío —dijo con acento emocionado.
Su semblante expresaba vivo sufrimiento. El príncipe le miró con extrañeza y no contestó.
—¡Perdóneme, perdóneme! —suplicó Gania ¡Si quiere, le besaré la mano!
Michkin, muy enternecido, tendió los brazos a Gania, sin decir palabra. Los dos se abrazaron con un sentimiento sincero.
—Yo distaba mucho de juzgarle mal —manifestó el príncipe, respirando con dificultad—. Pero me parecía usted incapaz de...
—¿Incapaz de reconocer mis errores? Y, por mi parte, ¿de qué había sacado yo antes que era usted un idiota? Usted siempre repara en lo que no reparan los demás. Con usted se podría hablar de... Pero más vale callar.
—Hay otra persona ante la que debe usted reconocerse culpable —dijo Michkin, señalando a Varia.
—La enemistad de mi hermana conmigo es definitiva ya. Esté seguro, príncipe, de que hablo con fundamento. Aquí nunca se perdona nada sinceramente —replicó Gania con viveza, apartándose de Varia.
—Te engañas —dijo Varia—. Sí, te perdono.
—¿E irás esta noche a casa de Nastasia Filipovna?
—Iré si me lo exiges, pero yo soy la que te pregunto: ¿No crees absolutamente imposible que la visite en las circunstancias actuales?
—No. Nastasia Filipovna es muy amiga de plantear enigmas. Pero todo ha sido un juego.
Y Gania sonrió con amargura.
—Ya sé que esa mujer no es así y que todo ello constituye un juego por su parte. Pero, ¡qué juego! ¿No ves, además, por quién te toma, Gania? Cierto que ha besado la mano de mamá; admito también que su insolencia fuera ficticia; mas, aparte eso, hermano, se ha burlado de ti. Te aseguro que setenta y cinco mil rublos no compensan semejante cosa. Te hablo así porque sé que eres aún capaz de sentimientos nobles. Tampoco tú debieras ir. Ten cuidado. Esto no puede terminar bien.
Y Varia, muy agitada, salió precipitadamente de la habitación.
—He aquí el modo de ser de los de esta casa —dijo Gania, sonriendo—. ¿Es posible que imaginen que yo ignoro todo lo que me predican? ¡Lo sé tan bien como ellos!
Y se sentó en el diván con evidente deseo de alargar la visita.
—Entonces yo me pregunto —repuso Michkin con timidez— cómo puede ser que esté usted decidido a afrontar un tormento así sabiendo que setenta y cinco mil rublos no lo compensan.
—Yo no hablaba de eso —murmuró Gania—. Pero ya que viene a propósito, dígame: ¿Cree usted que setenta y cinco mil rublos valen la pena de sufrir ese «tormento»?
—A mi juicio, no.
—Ya sabía que usted opinaría así. ¿Y cree vergonzoso casarse en esas condiciones?
—Muy vergonzoso.
—Pues sepa usted que me casaré, y que ahora estoy absolutamente decidido. Hace un rato aún titubeaba, pero ahora, no. No me haga observaciones. Todo lo que usted pueda decirme lo sé de antemano.
—No; lo que voy a decirle no se le ha ocurrido. A mí me extraña mucho su extraordinaria certeza.
—¿De qué?
—De que Nastasia Filipovna no pueda dejar de casarse con usted. Su seguridad de que el asunto es cosa arreglada. Y aun admitiendo que se case con ella, me sorprende verle tan seguro de recibir los setenta y cinco mil rublos. Desde luego hay en este caso muchos detalles que ignoro...
Gania, con un brusco movimiento, se acercó a Michkin.
—Claro: no lo sabe usted todo —dijo—. ¿Por qué había de resignarme yo a esa carga de no mediar dinero?
—Me parece que casos así se producen con mucha frecuencia: uno se casa por interés y el dinero queda en manos de la esposa.
—En este caso, no... Aquí median... median circunstancias especiales —repuso Gania, tomándose pensativo y preocupado—. Y en cuanto a la contestación de ella no hay duda alguna —se apresuró a añadir—: ¿De qué saca usted en limpio que puede negarme su mano?
—No sé sino lo que he visto. También Bárbara Ardalionovna le ha manifestado hace un momento...
—Las palabras de mi hermana no tienen importancia. No sabe lo que dice. Y respecto a Rogochin, estoy seguro de que Nastasia Filipovna se ha burlado de él. Me he dado muy buena cuenta... Era evidente. Antes he tenido cierto temor, pero ahora lo veo todo con claridad. Acaso me objete usted que su modo de comportarse con mis padres y con Varia...
—Y con usted.
—Lo admito. Pero en todo esto hay un antiguo rencor femenino, y nada más. Nastasia Filipovna es una mujer terriblemente irascible, vengativa y orgullosa. ¡Parece un empleado pospuesto en el ascenso! Ella quería alardear de su desprecio por mí y por mí, no lo niego... Y sin embargo, se casará conmigo. Usted no tiene idea de las comedias que el amor propio sugiere al ser humano. Nastasia Filipovna me considera despreciable, porque me caso únicamente por el dinero con una mujer que ha sido de otro hombre, y no sabe que cualquiera en mi caso se portaría mucho más vilmente, parque se aproximaría a ella dirigiéndole discursos liberales y avanzados, explotando hábilmente la cuestión de los derechos femeninos, haciendo creer sin dificultad a esa necia vanidosa que sólo deseaba casarse con ella por su «nobleza de alma» y por su «desgracia», cuando, en fin de cuentas, se casaría con ella por el dinero. Lo que la indigna es que yo no finja cuando convendría fingir. Ella, a su vez, ¿qué hace sino lo mismo que yo? Así, pues, la conclusión es ésta: ¿por qué me desprecia y finge de ese modo? Porque yo, en vez de humillarme, le he dado pruebas de orgullo. ¡Pero ya veremos!
—¿La amó usted antes de esto?
—Al principio, sí. Pero ya, no. Hay mujeres muy buenas como amantes y detestables como esposas. No quiero decir, entiéndame, que yo haya sido amante de Nastasia Filipovna. Si se propone vivir en paz conmigo, yo viviré en paz con ella. Pero si se rebela la abandonaré llevándome el dinero. No quiero hacer el ridículo; sobre todo, no quiero hacer el ridículo.
—Sigo creyendo que Nastasia Filipovna es inteligente —dijo Michkin, no sin temor de ofender a Gania—. ¿Por qué acepta este matrimonio pudiendo prever las tribulaciones que la esperan? Le cabría casarse con otro... Eso es lo que me extraña.
—Hay ciertas razones... Usted no lo sabe todo, príncipe... Es que... Además, está convencida de que la amo con locura, se lo aseguro. Incluso me inclino a creer que ella me quiere a su modo. Ya conoce usted el proverbio: «Quien bien te quiere, te hará llorar.» Ella me considerará siempre como un bellaco (y puede que sea lo que le convenga en el fondo), pero a pesar de todo me amará a su manera. Y está preparándose para ello: tal es su carácter. Es una verdadera rusa, se lo juro, príncipe. Pero yo le preparo una sorpresa. Aunque impremeditadamente, la escena de antes con Varia ha resultado oportuna para servir mis intereses. Nastasia Filipovna ha tenido así la prueba de mi devoción por ella, devoción que me llevó, en apariencia, a mostrarme dispuesto a romper todos los vínculos con mi familia. Esté usted seguro de que no soy un necio... Pero sí dirá usted que soy un charlatán, ¿no? Quizá yo no acierte, querido príncipe, al hacerle estas confidencias, mas me he lanzado sobre usted, porque es el primer hombre honrado que he conocido. Al decirle que me he lanzado sobre usted no pretendo hacer un juego de palabras. No está usted disgustado ya conmigo por lo de antes, ¿verdad? Acaso sea ésta la primera vez desde hace dos años que hablo con el corazón en la mano. Créame que aquí padecemos una terrible escasez de personas honorables. Ninguno supera en honradez a Ptitzin... ¡Figúrese! Creo que se ríe usted... Pero, ¿no sabe que los granujas estiman a la gente honrada? Y yo... Aunque, por otra parte, ¿por qué he de ser yo un granuja? Dígame con franqueza, ¿me cree usted un granuja? ¿Por qué me califican todos así, empezando por Nastasia Filipovna? Mas, ya que lo hacen, sigo el ejemplo de ellos y de ella y me califico de granuja también. ¡Adelante, pues, con la granujería!