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—¡Como que no es cosa para ellas!

—Desde luego que no... Recuerdo que el criminal era un hombre inteligente, maduro, fuerte y resuelto, llamado Legros. Pero le aseguro a usted, aunque no me crea, que cuando subió al cadalso iba llorando y blanco como el papel. ¿No le parece increíble y tremendo? ¿Cómo cabe que haya quien llore de miedo? Yo no creía que el terror pudiese arrancar lágrimas a un adulto, a un hombre de cuarenta y cinco años que no había llorado jamás. ¿Qué pasa, pues, en el alma en este momento? ¿Qué terrores la dominan?

El príncipe se animaba a hablar. Un ligero matiz rosado coloreaba su pálido rostro. Sin embargo, no elevaba la voz más que de costumbre. El criado le escuchaba con vivo interés.

—Al menos, con ese género de suplicio no se sufre mucho —comentó.

—Lo que acaba usted de decir es precisamente lo que todo el mundo dice —contestó Michkin, excitándose— y para eso se inventó la guillotina. Pero yo, mientras asistía a la ejecución, me decía: «¿Quién sabe si la rapidez de la muerte no la hace más cruel aún?»

Mientras el príncipe seguía hablando sobre el mismo tema, el lacayo, aunque no supiese expresar sus ideas como Michkin, delataba en su rostro la emoción que le poseía. La dureza de su semblante se suavizó.

—Si tiene muchas ganas de fumar —dijo—, hágalo pero dése prisa para estar aquí cuando Su Excelencia le mande pasar. ¿Ve esa puerta bajo la escalerilla? Pues abriéndola encontrará un cuartito donde podrá fumar, aunque debe abrir la ventana, porque esto va contra las instrucciones que se nos han dado.

Mas el príncipe no tuvo ya tiempo de fumar. En la antecámara entró de pronto un joven que llevaba unos papeles en la mano. El lacayo se apresuró a quitarle la pelliza. El joven dirigió al príncipe una rápida ojeada.

—Gabriel Ardalionovich principió el lacayo en tono confidencial y casi familiar—, este caballero se ha presentado bajo el nombre de príncipe Michkin y dice que es pariente de la señora. Acaba de llegar del extranjero, y trae un paquetito en la mano...

El príncipe no oyó más, porque el lacayo continuó el resto de sus palabras en voz baja. Gabriel Ardalionovich escuchaba atentamente, mirando al príncipe con redoblada curiosidad. Al fin cesó de atender y se aproximó vivamente al visitante.

—¿Es usted el príncipe Michkin? —preguntó con cortesía y afabilidad extremas.

Gabriel Ardalionovich era un hombre de veintiocho años, de buena apariencia, bien formado, de mediana estatura, con un rostro inteligente y agradable, cabello rubio y una pequeña perilla a lo Napoleón III. Pero la amabilidad de su sonrisa parecía fingida y, aunque afectaba buen humor y cordialidad, su mirada era fija y escudriñadora.

«Cuando esté solo debe de tener otro aspecto. Acaso nunca se ría», pensó el príncipe.

Y se apresuró a suministrar todos los informes que pudo sobre su personalidad, repitiendo poco más o menos lo que dijera al criado y antes a Rogochin. Gabriel Ardalionovich pareció recordar algo.

—¿No escribió usted, hace un año o quizá menos, una carta desde Suiza a Lisaveta Prokofievna? —preguntó.

—Sí.

—En ese caso ya se le conoce aquí y se le recuerda. ¿Desea ver a Su Excelencia? Voy a anunciarle... El general, dentro de un instante, estará libre. Pero vale más que espere usted en el salón. ¿Por qué está aquí el señor? —añadió severamente, dirigiéndose al criado.

—Ya le he dicho, Gabriel Ardalionovich, que porque así lo ha querido.

En aquel momento abrióse bruscamente la puerta del despacho y salió de él un militar que sostenía en la mano una cartera y hablaba en voz alta.

—¿Estás ahí, Gania? 5— preguntó alguien desde el interior. —Entra, entra.

Gabriel Ardalionovich se inclinó ligeramente ante Michkin y penetró en el aposento desde el que le llamaban.

Al cabo de dos minutos se abrió la puerta de nuevo y se oyó la voz sonora, afable y musical, del secretario:

—Príncipe, sírvase pasar.

III

El general Iván Fedorovich Epanchin, de pie en medio del despacho, miraba con gran curiosidad al joven que entraba en él. Incluso adelantó dos pasos hacia Michkin. Éste se aproximó al general y se presentó.

—Muy bien —dijo el general—. ¿En qué puedo servirle?

—No me trae ningún asunto urgente. Sólo deseaba conocerle a usted. No quisiera molestarle, pero como no conozco sus días ni horas de visita... En cuanto a mí, llego ahora de la estación. Vengo de Suiza.

El general iba a sonreír, pero reflexionó y reprimióse. Permaneció un momento pensativo, guiñó los ojos y examinó de nuevo a su visitante de pies a cabeza. Luego, con rápido ademán, le señaló una silla, y acomodóse junto a él, un poco de lado, en impaciente espera. Gania, de pie en un ángulo del despacho, examinaba papeles sobre una mesa.

—En principio y como regla —dijo Iván Fedorovich— no tengo tiempo para entablar nuevos conocimientos, pero como usted, al decidirse a visitarnos, persigue sin duda algún fin, yo...

—Yo esperaba precisamente —interrumpió Michkin— que usted no dejara de atribuir a mi visita algún fin particular. Pero le aseguro que, aparte el placer de conocerle, no me guía ningún otro interés concreto.

—El placer no es menor para mí; mas, como usted sabe, no siempre puede uno entregarse a lo que le agrada. Hay que trabajar también... Además, hasta el momento, yo no he descubierto nada de común entre nosotros, algo que, por decirlo así...

—No hay nada, con certeza, que justifique nuestro trato, y sin duda existe muy poco de común entre los dos. Porque si bien yo soy el príncipe Michkin y la esposa de usted procede de mi familia, esto, evidentemente, no es razón, y yo lo comprendo muy bien, para entablar relaciones. Pero no tengo otro motivo para visitarle. Acabo de pasar cuatro años en el extranjero... ¡y no sabe usted en qué estado me hallaba cuando, abandoné Rusia! Estaba casi loco. Y si entonces no conocía a nadie, ahora menos aún. Necesito, pues, conocer y tratar personas amables... Incluso tengo que pedir consejo sobre cierto asunto y no sé a quién recurrir. Por eso, estando en Berlín, me dije: «Los Epanchin son casi parientes. Me dirigiré primero a ellos: quizá podarnos sernos mutuamente útiles, si son buena gente.» He oído decir que usted lo es.

—Gracias —repuso el general, sorprendido—. Permítame preguntarle dónde se hospeda.

—Hasta ahora en ningún sitio.

—¿Así que ha venido directamente desde el tren a casa?... ¿Y con... con sus equipajes?

—No traigo más equipaje que un paquetito con ropa blanca, que suelo llevar a mano. Pero de aquí a la noche me queda tiempo de encontrar donde alojarme.

—¿Tiene usted, pues, la intención de buscar dónde hospedarse?

—¡Oh, sí, desde luego!

—Juzgando por sus palabras, creí que contaba usted instalarse en nuestra casa.

—Para eso habría hecho falta ante todo que usted me lo propusiera y debo confesarle que aun en ese caso no hubiera accedido. No por razón alguna, sino, sencillamente... porque soy así.