Schiffer se colocó a la altura de las piernas del cadáver. Los pies, de un negro azulado, formaban un ángulo disparatado.
– ¿Y esto?
Al otro lado del cuerpo, Scarbon se acercó a su vez. Parecían dos topógrafos estudiando los relieves de un mapa.
– Las radiografías son espectaculares. Tarsos, metatarsos, falanges… Todo machacado. Hay unas setenta esquirlas de hueso clavadas en los tejidos. Ninguna caída habría causado semejantes destrozos. El asesino se ensañó con estos miembros con un objeto contundente. Una barra de hierro o un bate de béisbol. Las otras dos sufrieron el mismo tratamiento. Me he informado: es una técnica de tortura propia de Turquía. La felaka, o la felika, ya no me acuerdo.
– Al-falaqa -escupió Schiffer con voz gutural. Paul recordó que el Cifra hablaba turco y árabe con fluidez-. Puedo citarle de memoria diez países en los que se practica.
Scarbon se colocó las gafas en el caballete de la nariz.
– Sí, bien. El caso es que todo esto es de lo más exótico, francamente.
Schiffer volvió hacia el abdomen. Una vez más, cogió una de las manos del cadáver. Paul se fijó en los dedos, ennegrecidos e hinchados.
– Le arrancó las uñas con unas tenazas -comentó el experto-. Las yemas presentan quemaduras de ácido.
– ¿Qué ácido?
– Imposible decirlo.
– ¿Podría ser un intento post mortem de destruir las huellas digitales?
– En tal caso, el asesino fracasó en su propósito. Los dermatoglifos son perfectamente visibles. No, en mi opinión fue una tortura suplementaria. Nuestro hombre no es de los que cometen fallos.
El Cifra había soltado la mano del cadáver. Ahora toda su atención estaba concentrada en el sexo, que permanecía entreabierto. El forense también observaba la carnicería. Los topógrafos empezaban a parecerse a carroñeros.
– ¿La violó?
– En el sentido sexual de la palabra, no. -Por primera vez, Scarbon titubeó. Paul bajó los ojos. Vio el orificio abierto, dilatado, desgarrado. Las partes internas, labios mayores y menores y clítoris, estaban vueltas hacia el exterior en una espantosa revolución de los tejidos. El forense se aclaró la garganta y se lanzó-: Le introdujo una especie de porra provista de cuchillas de afeitar. Los cortes se distinguen perfectamente aquí, en el interior de la vulva, y a lo largo de los muslos. Una auténtica carnicería. El clítoris está seccionado. Los labios, cortados. Eso provocó una hemorragia interna. La primera víctima tenía exactamente las mismas heridas. La segunda…
Scarbon volvió a dudar. Schiffer buscó su mirada.
– ¿Qué?
– La segunda era otra cosa. Creo que utilizó algo… algo vivo.
– ¿Algo vivo?
– Un roedor, sí. Una alimaña de ese tipo. Los órganos genitales externos presentaban mordeduras y desgarros hasta el útero. Al parecer, es una técnica de tortura que se ha utilizado en América Latina…
Paul tenía un nudo en la garganta. Conocía aquellos detalles, pero cada uno de ellos bastaba para sublevarlo, cada palabra le revolvía el estómago. Retrocedió hasta la pila de mármol. Maquinalmente, sumergió los dedos en el agua perfumada; pero recordó que su auxiliar había hecho lo mismo hacía unos minutos y los sacó bruscamente.
– Continúe -ordenó Schiffer con voz ronca.
Scarbon no respondió de inmediato; el silencio invadió la sala turquesa. Los tres hombres parecían comprender que ya no podían retroceder: tendrían que enfrentarse al rostro.
– Es la parte más compleja -dijo al fin el forense encuadrando el desfigurado rostro con sus dos índices-. Las torturas tuvieron diversas etapas.
– Explíquese.
– Primero, las contusiones. El rostro no es más que un enorme hematoma. El asesino lo golpeó prolongada y salvajemente. Puede que con un puño americano. En cualquier caso, con un objeto metálico más preciso que una barra o una porra. A continuación, los cortes y las mutilaciones. Las heridas no sangraron. Fueron causadas post mortem.
Ahora estaban tan cerca de la horrible máscara como cabía estar.
Veían las profundas heridas en toda su crudeza, sin la distancia que permiten las fotografías. Los cortes que atravesaban el rostro y surcaban la frente y las sienes; las hendiduras que perforaban las mejillas; y las mutilaciones: la nariz amputada, la barbilla biselada, los labios cortados…
– Pueden ver tan bien como yo lo que cortó, limó, arrancó… Lo interesante es su aplicación. Fue el remate de su obra. Es su firma. Nerteaux piensa que intenta copiar…
– Ya sé lo que piensa Nerteaux. ¿Y usted qué piensa?
Scarbon se puso las manos a la espalda y dio un paso atrás.
– El asesino está obsesionado con esos rostros. Constituyen para él un objeto de fascinación y odio. Los esculpe, los modifica, y al mismo tiempo los despoja de su humanidad.
Schiffer se encogió de hombros con escepticismo.
– ¿Cuál fue la causa de la muerte?
– Ya se lo he dicho. Una hemorragia interna. Provocada por los destrozos en los genitales. Debió de desangrarse en el suelo.
– ¿Y en los otros casos?
– En el primero, también una hemorragia. A no ser que el corazón fallara antes. En cuanto a la segunda víctima, no puedo asegurarlo. Tal vez muriera de terror, sencillamente. Podemos resumir diciendo que estas tres mujeres murieron de sufrimiento. Los análisis de ADN y toxicológicos de esta mujer están en curso, pero no creo que den más resultados que en los otros dos casos.
Scarbon cubrió el cuerpo con la sábana con un gesto brusco, demasiado apresurado. Schiffer dio unos pasos antes de preguntar:
– ¿Ha podido deducir la cronología de los hechos?
– No me aventuraré a exponer una sucesión temporal detallada, pero podemos suponer que esta mujer fue secuestrada hace tres días, es decir, la noche del jueves. Sin duda, al salir del trabajo.
– ¿Por qué?
– Tenía el estómago vacío. Como las otras dos. Las sorprende cuando vuelven a casa.
– Evitemos las suposiciones.
El forense suspiró con exasperación.
– A continuación, sufrió entre veinte y treinta horas de torturas sin pausas.
– ¿Cómo lo ha calculado?
– La víctima se debatió. Las ligaduras le desollaron la piel y se hundieron en la carne. Las heridas supuraron. La infección permite calcular el tiempo. De veinte a treinta horas; no puedo equivocarme mucho. De todas formas, dadas las torturas, es el límite de la resistencia humana.
Schiffer seguía paseando y mirándose en el espejo azul del suelo.
– ¿Hay algún indicio que pudiera apuntar el lugar del crimen?
– Tal vez.
– ¿Cuál?-intervino Paul.
Scarbon chasqueó los labios al modo de una claqueta de rodaje.
– Ya lo había advertido en las otras dos, pero en esta es aún más claro. La sangre de las víctimas contiene burbujas de nitrógeno.
– ¿Qué significa eso? -preguntó Paul sacando su libreta.
– Es bastante extraño. Podría significar que el cuerpo fue sometido, en vida, a una presión superior a la normal en la superficie de la tierra. La presión del fondo del mar, por ejemplo. -Era la primera vez que el forense mencionaba aquella circunstancia-. No soy submarinista -siguió diciendo-, pero es un fenómeno conocido. La presión aumenta a medida que nos sumergimos. El nitrógeno de la sangre se disuelve. Si volvemos a la superficie demasiado deprisa, sin respetar las etapas de descompresión, el nitrógeno vuelve a su estado gaseoso bruscamente y forma burbujas en la corriente sanguínea.
Schiffer parecía muy interesado.
– ¿Eso es lo que le ocurrió a la víctima?
– A las tres víctimas. Se formaron burbujas de nitrógeno que explotaron por todo el organismo y provocaron lesiones y, a no dudarlo, nuevos sufrimientos. No es una certeza al cien por cien, pero estas mujeres podrían haber sufrido un «accidente de descompresión».
– ¿Las sumergieron a gran profundidad? -volvió a preguntar Paul sin dejar de tomar notas.
– Yo no he dicho eso. Según uno de nuestros internos, que practica el submarinismo, sufrieron una presión de al menos cuatro pares. Lo que equivale a unos cuarenta metros de profundidad. Parece un poco complicado encontrar una masa de agua así en París. Parece más probable que las introdujeran en una campana de alta presión.
Paul escribía febrilmente.
– ¿Dónde se consiguen esos cacharros?
– Habría que investigar. Los submarinistas los utilizan para descomprimirse, pero dudo que haya alguno en la región de París. Hay otro tipo que se utiliza en los hospitales.
– ¿En los hospitales?
– Sí, para oxigenar a pacientes que sufren una mala vascularización. Diabetes, exceso de colesterol… El aumento de la presión favorece la difusión del oxígeno por el organismo. En París debe de haber cuatro o cinco de esos aparatos. Pero dudo que nuestro hombre tenga acceso a un hospital. Deberíamos orientarnos hacia la industria.
– ¿Qué sectores utilizan esa técnica?
– No tengo la menor idea. Investiguen, es su trabajo. Y, lo repito, no estoy seguro de nada. Puede que esas burbujas tengan una explicación totalmente diferente. De ser así, recuerden que se lo he advertido.
Schiffer volvió a tomar la palabra:
– ¿No hay nada en los cadáveres que pueda informarnos respecto al físico de nuestro hombre?
– Nada. Las lava con gran cuidado. De todas formas, estoy seguro de que utiliza guantes. No mantiene relaciones sexuales con ellas. No las acaricia. No las besa. No es su estilo. En absoluto. Le va más lo clínico. La robótica. Es un asesino… desencarnado.
– ¿Podría decirse que su locura aumenta con cada crimen?
– No. Las torturas se ejecutan siempre con la misma precisión. Es un obseso del mal, pero no pierde el control en ningún momento. -Scarbon esbozó una sonrisa amarga-. Un asesino metódico, como dicen los manuales de criminología.