Anna seguía peinándose cuando todo se detuvo.
En la imagen que le devolvía el espejo, bajo el flequillo, acababa de distinguir tres cicatrices verticales. No podía dar crédito a sus ojos. Con el corazón en un puño, estiró la mano izquierda, borró los últimos restos de vaho y acercó la cara al espejo. Las marcas eran ínfimas, pero estaban ahí, alineadas sobre su frente.
Cicatrices de cirugía estética.
Las que había buscado en vano esa noche.
Anna se mordió el puño para no gritar y dobló el cuerpo con la sensación de que un chorro de lava se elevaba de su estómago.
– ¡Anna! ¿Se puede saber qué estás haciendo?
Las voces de Laurent parecían venir de otro mundo. Temblando como una hoja, Anna se irguió y volvió a examinar su imagen. Giró la cabeza y se dobló la oreja derecha con un dedo. Una línea blanquecina le recorría la cresta del lóbulo. Detrás de la oreja izquierda descubrió una cicatriz similar.
Retrocedió y, agarrada al lavabo con las dos manos, trató de dominar los temblores. Al momento, alzó la barbilla en busca de otro indicio, la minúscula señal que revelaría una operación de liposucción. La vio al instante.
En su interior se abrió un abismo, y Anna inició una caída libre al fondo de su estómago.
Bajó la cabeza, se apartó el pelo y buscó la última marca: la sutura en forma de ese, indicativa de una extracción de tejido óseo. La serpiente rosa la esperaba agazapada en el cuello cabelludo, como un reptil íntimo, inmundo.
Mientras la verdad estallaba en su mente, Anna apretó las manos sobre la pila para no desfallecer. Con la cabeza baja y el pelo chorreando, ya no apartaba la mirada del espejo; medía el abismo en el que acababa de caer.
La única persona que había cambiado de rostro era ella.
21
– ¿Anna? ¡Responde, por amor de Dios!
La voz de Laurent resonaba en el cuarto de baño, flotaba entre los restos de vapor y salía al húmedo aire del exterior por el tragaluz, abierto de par en par. Sus insistentes llamadas repercutían en los muros del patio interior y perseguían a Anna hasta la cornisa que acababa de alcanzar.
– ¡Anna! ¡Ábreme de una vez!
Con la espalda pegada a la pared, Anna avanzaba de lado haciendo equilibrios sobre el parapeto. El frío de la piedra la calaba hasta los omoplatos; la lluvia le chorreaba por la cara; el viento le arrojaba mechones empapados sobre los ojos.
Procuraba no mirar al fondo del patio, a veinte metros bajo sus pies, y mantenía la vista al frente, concentrada en la pared del edificio opuesto.
– ¡ÁBREME!
Anna oyó crujir la puerta del cuarto de baño. Un segundo después, la cabeza de Laurent apareció en el ventanuco por el que habla salido. Tenía el rostro descompuesto y los ojos desorbitados.
Un segundo después, Anna alcanzó el lateral de una terraza. Se agarró a la balaustrada de piedra, pasó la pierna por encima y cayó de rodillas al otro lado sintiendo crujir el kimono negro que se había puesto sobre el vestido.
– ¡ANNA! ¡VUELVE AQUÍ!
A través de las columnas de la balaustrada vio a su marido buscándola con la mirada. Se levantó, cruzó la terraza a la carrera, salvó el otro extremo de la balaustrada y se pegó al muro, dispuesta a seguir avanzando por la cornisa.
A partir de ese momento, todo fue una locura.
Entre las manos de Laurent, apareció una emisora VHF.
– ¡Llamada a todas las unidades! -gritó cola la voz teñida de pánico-. ¡Ha huido! ¡Repito: va a arrojarse al vacío!
Unos segundos después, dos hombres aparecieron en el patio. Vestían de paisano, pero llevaban los brazaletes rojos de la policía. Le apuntaron con sendos fusiles de asalto.
Casi de inmediato, en el tercer piso del edificio de enfrente, se abrió una puerta vidriera y apareció un hombre con los brazos extendidos hacia delante y una pistola empuñada con ambas manos. Miró en todas direcciones hasta descubrirla: un blanco perfecto en su línea de tiro.
Anna volvió a oír ruido de carreras en el patio. Tres hombres acababan de unirse a los dos primeros. Uno de ellos era Nicolas, el chofer. Todos llevaban los mismos fusiles ametralladores con cargador curvo.
Anna cerró los ojos y extendió los brazos para mantener el equilibrio. Se sentía invadida por un gran silencio que anulaba cualquier pensamiento y le proporcionaba una extraña serenidad.
Siguió avanzando con los ojos cerrados y los brazos extendidos. Volvió a oír gritar a su marido:
– ¡No disparéis, por Dios! ¡La necesitamos viva!
Anna abrió los ojos. Admiró la perfecta sincronización del ballet con asombroso desapasionamiento. A su derecha, Laurent, peinado con esmero, gritaba por la radio señalándola con el índice. Enfrente, el tirador inmóvil, con las manos apretadas sobre la pistola; Anna vio que tenía un micrófono ante los labios. Abajo, los cinco hombres en posición de tiro, con el rostro levantado y el cuerpo en tensión.
Y justo en medio de aquel ejército, ella. Una figura de tiza vestida de negro en la postura de Cristo.
Anna tocó la superficie curva de un canalón. Arqueó la espalda, pasó una mano al otro lado y se deslizó por encima del obstáculo. Avanzó unos metros y se detuvo ante una ventana. Recordó la distribución del edificio: aquella ventana daba a la escalera de servicio.
Anna levantó el codo y lo dejó caer violentamente. El cristal resistió. Volvió a alzar el brazo y descargó el codo contra la ventana con todas sus fuerzas. El cristal se hizo añicos. Anna se irguió y empujó hacia atrás.
El armazón cedió a la presión. El grito de Laurent la acompañó en su caída:
– ¡No disparéis!
Hubo un suspenso de eternidad, tras el que Anna rebotó contra una superficie dura. Una llama negra le atravesó el cuerpo. Unos choques la asaltaron. La espalda, los brazos y los talones crujieron contra aristas duras al tiempo que el dolor estallaba en mil resonancias en sus miembros. Rodó sobre sí misma. Las piernas pasaron por encima de su cabeza. La barbilla se le clavó en la caja torácica y le cortó la respiración.
Luego, se hizo la nada.
Primero, fue el sabor del polvo. Después, el de la sangre. Empezaba a volver en sí. Estaba ovillada al pie de unas escaleras. Al alzar la vista vio un cielo raso gris y un globo de luz amarilla. Estaba justo donde esperaba: en la escalera de servicio.
Se agarró a la barandilla y se puso en pie. Al parecer, no se había roto nada. Solo tenía un corte en el brazo derecho: un trozo de cristal le había arañado el tejido y se había hundido en la carne cerca del hombro. También se había herido en una encía; tenía la boca llena de sangre, pero los dientes parecían seguir en su sitio.
Anna se sacó la astilla de cristal con cuidado, desgarró la orla del kimono de un tirón y se hizo una especie de torniquete.
Las ideas empezaban a ordenarse en su mente. Había bajado un piso rodando por la escalera, de modo que estaba en el rellano del segundo. Sus perseguidores no tardarían en aparecer en la planta baja Subió los escalones de tres en tres, dejó atrás su planta y la cuarta, llegó a la quinta.
De pronto, la voz de Laurent resonó en el hueco de la escalera.
– ¡Daos prisa! ¡Va a pasar al edificio de al lado por las buhardilla!
Anna le dio las gracias mentalmente por la información y siguió subiendo a toda velocidad hasta llegar al séptimo piso.
Tomó el pasillo de las buhardillas y dejó atrás puertas, cristaleras cuartos de baño, hasta alcanzar otra escalera. Se lanzó a ella y siguió subiendo pisos; pero, de pronto, como en una iluminación, comprendió la trampa. Sus perseguidores se comunicaban por radio. La estarían esperando al pie de aquel edificio, mientras otros le cerraban la huida.
En ese momento, oyó el ruido de un aspirador, a su izquierda. Ya no sabía en qué piso estaba, pero eso carecía de importancia: aquella puerta daba a una vivienda, que a su vez estaría comunicada con otra escalera.
Anna aporreó la hoja con todas sus fuerzas.
No oía nada. Ni los golpes de sus puños ni los latidos de su corazón.
Volvió a llamar. Oía ruidos de carreras sobre su cabeza, acercándose a gran velocidad. También le parecía distinguir ruido de pasos abajo, cada vez más cerca. Volvió a abalanzarse sobre la puerta y la aporreó con los puños pidiendo socorro a gritos.
De pronto, se abrió.
Un mujer menuda en bata rosa asomó la cabeza al pasillo.
Anna empujó la pesada hoja con el hombro, entró y volvió a cerrar. Echó dos vueltas a la llave y se la guardó en el bolsillo.
Se volvió y vio una amplia cocina de un blanco inmaculado. Agarrada a su escoba, la empleada de hogar la miraba estupefacta.
– ¡No vuelva a abrir! ¿Lo ha entendido? -le gritó Anna al rostro-. ¡Nada de abrir! ¿De acuerdo?
Al otro lado, sonaron los primeros golpes.
– ¡Policía! ¡Abran!
Anna echó a correr por el piso. Se metió por un pasillo y dejó atrás varias habitaciones. Tardó algunos segundos en comprender que aquella vivienda tenía la misma distribución que la suya. Torció a la derecha en busca del salón. Grandes cuadros, muebles de madera roja, alfombras orientales, sofás grandes como colchones. Tenía que girar a la izquierda para llegar al vestíbulo.
Dobló la esquina, tropezó con un perro y se dio de bruces con una mujer en albornoz con la cabeza envuelta en una toalla.
– ¿Quien… quién es usted? -chilló la señora de la casa sujetándose la toalla como si fuera un valioso jarrón.
Anna estuvo a punto de echarse a reír: no era el mejor día para hacerle esa pregunta. Apartó a la mujer, llegó a la entrada y abrió la puerta. Iba a salir cuando vio un manojo de llaves y un mando a distancia sobre un taquillón de caoba: el garaje. Aquellos edificios compartían aparcamiento subterráneo. Cogió el mando y corrió hacia la escalera, tapizada de terciopelo púrpura.