Una hora más tarde, Anna paseaba por el pórtico de piedra que rodea los jardines del hospital. El médico le había dado permiso para esperar allí los resultados del examen.
El tiempo había cambiado. Las flechas del sol atravesaban la llovizna y la transformaban en una bruma de una claridad plateada e irreal. Anna observaba con atención el tamborileo de las gotas sobre las hojas de los árboles, el espejeo de los charcos, los delgados riachuelos que serpenteaban por la gravilla y entre las raíces de los arbustos. Aquel pasatiempo le permitía mantener la mente en blanco y el pánico a raya. Sobre todo, nada de preguntas. Todavía no.
Anna oyó crujir unos zuecos a su derecha. El médico se acercaba por el pórtico, radiografías en mano. La sonrisa se había esfumado de su rostro.
– Debería haberme contado lo de su accidente.
Anna se puso rígida.
– ¿Mi accidente?
– ¿Qué fue? Un accidente de coche, ¿verdad? -Anna retrocedió horrorizada. El médico meneó la cabeza con incredulidad-. Es asombroso lo que puede llegar a hacer la cirugía estética. Viéndola, jamás habría adivinado…
Anna le arrancó la radiografía de las manos.
La imagen mostraba un cráneo fisurado, soldado, remendado en todas direcciones. Unas líneas negras señalaban la presencia de injertos a la altura de la frente y los pómulos; las fracturas en torno al orificio nasal evidenciaban una reconstrucción completa de la nariz; unos tornillos sujetaban sendas prótesis en las articulaciones de los maxilares y los temporales.
Anna dejó escapar una risa nerviosa, una mezcla de risa y sollozo, antes de alejarse por el pórtico.
La radiografía se agitaba en su mano como una llama azul.
CUATRO
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Llevaban dos días pateándose el barrio turco.
Paul Nerteaux no comprendía la estrategia de Schiffer. Deberían haberse presentado en casa de Marek Cesiuz, alias Marius, responsable de la Iskele, principal red de inmigrantes ilegales turcos, el mismo domingo por la noche. Deberían haberle dado cuatro meneos y haberle sacado las fichas de las tres víctimas.
En lugar de eso, el Cifra había preferido reanudar la relación con «su» barrio. Refrescar sus marcas, decía él. Hacía dos días que husmeaba, tanteaba, observaba su antiguo territorio sin interrogar absolutamente a nadie. Por suerte, la persistente lluvia les había permitido pasar inadvertidos dentro de su cafetera, ver sin ser vistos.
Paul se moría de impaciencia, pero reconocía que en aquellos dos días había aprendido más cosas sobre la pequeña Turquía que en tres meses de investigación.
Jean-Louis Schiffer había empezado mostrándole las diásporas concomitantes. Habían ido al passage Brady, en el boulevard de Strasbourg, en el corazón del barrio indio. Bajo la larga cristalera, se alineaban tiendas minúsculas y abigarradas y restaurantes oscuros ocultos tras biombos. Los camareros arengaban a los viandantes, mientras mujeres ataviadas con saris dejaban hablar a sus ombligos, en un ambiente saturado de penetrantes olores a especias. Con aquel tiempo lluvioso v el aire de tormenta invadiéndolo todo y vivificando todos los olores, se tenía la sensación de estar en un bazar de Bombay, en pleno monzón.
Schiffer le había señalado los garitos que servían de lugar de encuentro a los indios, los bengalíes, los paquistaníes… Le había hablado de los jefes de cada confesión: hindúes, musulmanes, jaínies, sijs, budistas… En unos cuantos paseos, le había hecho una descripción pormenorizada de aquel concentrado de exotismo que, según él, no veía el momento de diluirse.
– Dentro de unos años -había rezongado- los guardias de circulación del Distrito Décimo serán sijs.
A continuación, se habían apostado frente a los comercios chinos de la roe du Faubourg-Saint-Martin. Tiendas de alimentación que parecían cuevas, saturadas de olor a ajo y jengibre; restaurantes cuyas cortinas se descorrían como estuches de terciopelo, establecimientos de comida para llevar, relucientes de vitrinas y mostradores cromados llenos de vistosas ensaladas y dorados rollitos. Desde lejos, Schiffer le había señalado a los principales responsables de la comunidad, comerciantes cuyo establecimiento no representaba ni el cinco por ciento de su auténtica actividad.
– Nunca te fíes de esos cabrones -había refunfuñado-. No hay uno sano. Su cabeza es como su comida. Llena de cosas cortadas en cuatro. Atiborradas de glutamato, para atontarte la cabeza.
Luego habían vuelto al boulevard Strasbourg, en el que los peluqueros antillanos y africanos se disputaban las aceras con los mayoristas de cosméticos y los vendedores de artículos de broma. Grupos de negros se protegían de la lluvia bajo los toldos de las tiendas y ofrecían un completo muestrario de las etnias que poblaban el bulevar. Baulés, mbochis y betés de Costa de Marfil, laris del Congo, ba congos y balubas del antiguo Zaire, bemelekés y ewondos de Camerún…
A Paul le intrigaban todos aquellos africanos siempre presentes, invariablemente ociosos. Sabía que la mayoría eran traficantes o camellos, pero no podía evitar sentir cierta simpatía hacia ellos. Su alegría de vivir, su honor y la animación tropical que eran capaces de imponer al mismo asfalto lo llenaban de asombro. Y las mujeres le fascinaban. Sus negras y vivas miradas parecían establecer una misteriosa complicidad con su lustrosa cabellera, recién alisada en Afro 2000 o Royal Coiffure. Eran hadas de madera quemada, máscaras de satén de grandes y negros ojos…
Schiffer le había hecho una descripción más realista y circunstanciada:
– Los camerunenses son los reyes de la falsificación, tanto de billetes como de tarjetas. A los congoleños les ha dado por los trapos: ropa robada, imitación de marcas, etc. A los de Costa de Marfil los llaman «los 36 15». Su especialidad son las falsas asociaciones benéficas. Siempre se les ocurre alguna forma nueva de sacarte dinero para los necesitados de Etiopía o los huérfanos de Angola. Bonito ejemplo de solidaridad. Pero los más peligrosos son los zaireños. Su imperio es la droga. Son los dueños del barrio. Los negros son los peores -había concluido el viejo policía-. Auténticos parásitos. Su única razón de ser es chuparnos la sangre.
Paul no replicaba las apreciaciones racistas del viejo policía. Había decidido hacer caso omiso a todo lo que no estuviera directamente relacionado con la investigación. Los resultados estaban por encima de cualquier otra consideración. Además, estaba haciendo progresos en los demás frentes. Había reclutado a dos investigadores del SARIJ para que siguieran la pista de las cámaras de alta presión, dos tenientes que ya habían visitado tres hospitales, donde solo habían obtenido respuestas negativas. Ahora investigaban a los obreros que excavaban el subsuelo de París, utilizando altas presiones para evitar que las capas freáticas inundaran el tajo. Al acabar la jornada, los obreros empleaban una cámara de descompresión. Las tinieblas, los subterráneos… Paul intuía que era una buena pista. Esperaba un informe de los tenientes ese mismo día.
Además, había encargado a un joven agente de la BAC, la Brigada Anticriminalidad, que le buscara más guías y catálogos arqueológicos sobre Turquía. El día anterior, el chico le había hecho la primera entrega a domicilio, en la rue du Chemin-Vert, en el Distrito Undécimo. Un paquete que aún no había podido examinar, pero que no tardaría en aliviar sus insomnios.
El segundo día habían penetrado en el territorio turco propiamente dicho. La zona estaba delimitada por los boulevards Bonne-Nouvelle y Saint-Denis al sur, por la rue du Faubourg-Poissonniére al oeste z por la rue du Faubourg-Saint-Martin al este. La punta que dibujan la rue La Fayette y el boulevard Magenta coronaba el norte del barrio. Su espina dorsal era el boulevard Strasbourg, que subía en línea recta hasta la estación del Este y lanzaba sus ramificaciones nerviosas a ambos lados: la rue des Petites-Ecuries, la del Château d'Eau… El corazón del barrio latía en el fondo de la estación de metro Strasbourg-Saint-Denis, que irrigaba aquel fragmento de Oriente
Desde el punto de vista arquitectónico, la zona no ofrecía ninguna particularidad: edificios grises, vetustos, restaurados en algún caso y decrépitos en muchos más, que parecían haber vivido mil vidas. Todos tenían idéntico aprovechamiento: la planta baja y el primer piso estaban ocupados por tiendas; el segundo y el tercero, talleres; los superiores, hasta las buhardillas, servían como viviendas: pisos superpoblados, divididos en dos, en tres, en cuatro, que desplegaban su superficie como pequeños papeles.
En las calles reinaba una atmósfera de transitoriedad, una sensación de paso. Eran muchos los comercios que parecían condenados al movimiento, al nomadismo, a una existencia precaria, siempre a salto de mata. Había puestos de bocadillos, para comer a pie de acera; agencias de viajes, para llegar o marcharse; oficinas de cambio, para comprar euros; copisterías móviles para fotocopiar los documentos de identidad… Por no hablar de las innumerables agencias inmobiliarias y sus carteles: SE TRASPASA, EN VENTA…
Paul percibía en todos aquellos indicios la pujanza de un éxodo permanente, de una riada humana con una fuente lejana que fluía sin descanso ni orden hacia aquellas calles. No obstante, aquel barrio tenía otra razón de ser: la confección de ropa. Los turcos no controlaban el sector, en manos de los judíos del Sentier, pero se habían convertido en un eslabón esencial de la cadena durante las grande, migraciones de los años cincuenta. Aprovisionaban a los mayorista gracias a sus centenares de talleres y obreros a domicilio; miles de manos trabajaban miles de horas, casi podían hacer la competencia a los chinos. En cualquier caso, los turcos tenían la ventaja de su antigüedad y de una posición social una pizca más legal.