Ahora su vida estaba jalonada por unos cuantos rituales, estrictos y necesarios. Una vez por semana comía con sus hijos, que ya no hablaban de otra cosa que de sus éxitos y el fracaso de sus padres. Los fines de semana. entre dos sesiones de entrenamiento, hacía la ronda de los anticuarios. Y los martes por la tarde asistía a los seminarios de la Sociedad de Psicoanálisis, donde también encontraba algunos rostros familiares. En su mayoría, antiguos amantes de los que había olvidado hasta el nombre y que siempre le habían parecido insulsos. Pero tal vez fuera ella la que le había perdido el gusto al amor. Como cuando nos quemamos la lengua y ya no diferenciamos los sabores de los alimentos.
Mathilde lanzó una mirada al reloj: solo quedaban cinco minutos para el final de la sesión. El hombre seguía hablando. Mathilde se removió en el sillón. Su cuerpo le anticipaba las sensaciones que se avecinaban: la sequedad de garganta cuando pronunciara las frases de conclusión tras el largo silencio; el suave rasgueo de su estilográfica sobre la agenda cuando anotara la próxima cita; el crujido del cuero cuando se levantara…
Minutos después, en el vestíbulo, el paciente se volvió hacia ella y, con voz teñida de angustia, le preguntó:
– ¿Me he extendido demasiado, doctora?
Mathilde negó con una sonrisa y abrió la puerta. ¿Tan importante era lo que le había revelado hoy? Daba iguaclass="underline" la próxima vez se superaría. Salió al rellano y pulsó el interruptor.
Al verla, no pudo reprimir un grito.
La mujer, envuelta en un kimono negro, estaba acurrucada en el suelo. Mathilde la reconoció de inmediato: Anna no sé cuántos. La que necesitaba un buen par de gafas. Temblaba como una hoja. ¿Qué era aquella locura?
Mathilde empujó a su paciente hacia la escalera y se volvió irritada hacia aquella joven menuda y morena. No estaba dispuesta a tolerar que ninguno de sus pacientes se presentara de aquel modo, sin avisar, sin cita previa. La primera obligación de un buen psiquiatra era mantener limpia su puerta.
Se disponía a echarle un buen rapapolvo, cuando la mujer empezó a agitar una tomografía facial ante sus narices.
– Me han borrado la memoria. Me han borrado la cara.
28
Psicosis paranoica.
El diagnóstico era claro. Anna Heymes pretendía que su marido y Eric Ackermann, ayudados por otros hombres, pertenecientes a la policía francesa, la habían manipulado. Sin su conocimiento, le habrían practicado un lavado de cerebro que la privaba de una parte de su memoria y modificado el rostro mediante cirugía estética. No sabía cómo ni por qué, pero había sido víctima de un complot, de un experimento que había mutilado su personalidad.
Le había explicado todo aquello atropelladamente, blandiendo el cigarrillo como una batuta de director de orquesta. Mathilde la había escuchado con paciencia, tras tomar buena nota de su delgadez; la anorexia podía ser un síntoma de la paranoia.
Anna Heymes había seguido hablando hasta finalizar su absurda historia. Había descubierto la maquinación esa misma mañana, en el cuarto de baño, al descubrir las cicatrices de su rostro cuando su marido se disponía a llevarla a la clínica de Ackermann.
Había huido por la ventana y dado esquinazo a policías de civil armados hasta los dientes y provistos de radioteléfonos. Se había ocultado en una iglesia ortodoxa y, horas más tarde, se había hecho radiografiar el rostro en el hospital de Saint-Antoine para disponer de una prueba tangible de su operación. Luego, había vagado hasta la caída de la noche y acudido a la única persona en la que confiaba Mathilde Wilcrau. Y eso era todo.
Psicosis paranoica.
Mathilde había tratado cientos de casos similares en el hospital de Sainte-Anne. La prioridad era calmar la crisis. A base de palabras reconfortantes, había conseguido convencer a la joven para que se dejara inyectar cincuenta miligramos de Tranxene por vía intramuscular.
En esos momentos, Anna Heymes dormía en el sofá. Mathilde estaba sentada ante su escritorio, en su posición habitual.
No tenía más que telefonear a Laurent Heymes. Ella misma podía ocuparse del internamiento de su mujer en el hospital, o bien avisar directamente a Eric Ackermann, el médico que la trataba. En unos minutos, todo estaría resuelto. Un asunto rutinario.
Entonces, ¿por qué no llamaba? Llevaba más de una hora así, sin descolgar el teléfono, limitándose a contemplar los trozos de mueble que brillaban en la oscuridad a la luz de la ventana. Desde hacía años, vivía rodeada de aquellas antigüedades de estilo rococó, adquiridas en su mayor parte por su marido y que ella había luchado por conservar en el momento del divorcio. En primer lugar, para fastidiarlo, pero también, como había comprendido más tarde, para conservar algo de él. Nunca se había decidido a venderlas. Y ahora vivía en un santuario. Un mausoleo lleno de lustrosas antiguallas que le recordaban los únicos años que realmente contaban.
Psicosis paranoica. Un caso de manual.
Salvo por las cicatrices. Las marcas que había observado sobre la frente, las orejas y la barbilla de la joven. Incluso había podido notar los tornillos e implantes que sujetaban la estructura ósea de su rostro bajo la piel. La escalofriante tomografía le había proporcionado los detalles de las intervenciones.
A lo largo de su carrera, Mathilde había conocido a muchos paranoicos, y, rara vez se paseaban con las pruebas concretas de su delirio grabadas en la cara. Anna Heymes llevaba una auténtica máscara cosida al rostro. Una máscara de carne, moldeada y suturada, que disimulaba los huesos rotos y los músculos atrofiados.
¿Cabía la posibilidad de que sencillamente dijera la verdad? ¿De que determinados individuos -policías, por si fuera poco- le hubieran hecho semejante atrocidad? ¿De que le hubieran destrozado los huesos y el rostro? ¿De que le hubieran robado la memoria?
En aquel asunto había otro elemento que la intrigaba: la participación de Eric Ackermann. Mathilde recordaba al desgarbado pelirrojo con el rostro salpicado de pecas y acné. Uno de sus innumerables pretendientes en la universidad, pero sobre todo un individuo con una inteligencia excepcional, aunque algo propenso a la exaltación. Por aquel entonces era un apasionado del cerebro y los «viajes interiores». Había seguido las experiencias con el LSD de Timothy Leary en la Universidad de Harvard y pretendía explorar regiones desconocidas de la conciencia utilizando el mismo sistema. Tomaba todo tipo de drogas psicotrópicas y analizaba sus propios delirios. Había llegado a mezclar LSD con el café de algún compañero de estudios, solo «para ver qué pasaba». Mathilde sonrió recordando aquella locura. Toda una época: el rock psicodélico, la contestación juvenil, el movimiento hippy…
Ackermann predecía que un día habría máquinas que permitirían viajar al interior del cerebro y observar su actividad en tiempo real. Los años le habían dado la razón. El mismo se había convertido en un neurólogo pionero, gracias a tecnologías como la cámara de positrones o la magneto-encefalografía.
¿Habría utilizado a la joven como conejillo de Indias? Mathilde buscó en su agenda los datos de una estudiante que había asistido a sus clases en la facultad de Sainte-Anne en 1995. El teléfono sonó cuatro veces antes de que lo cogieran.
– ¿Valérie Rannan?
– Al habla.
– Soy Mathilde Wilcrau
– ¿La profesora Wilcrau?
Eran más de las once, pero la joven parecía estar muy despierta.
– Mi llamada va a parecerle un tanto extraña, sobre todo a este hora…
– ¿Qué desea?
– Solo quería hacerle unas preguntas sobre su tesis doctoral. Si no recuerdo mal, el tema eran las manipulaciones mentales y el aislamiento sensorial…
– Entonces, no pareció interesarla mucho…
Mathilde creyó percibir cierta hostilidad en el comentario. En su momento, había rehusado dirigir la tesis de la chica, porque no creía en aquel tema de investigación. Para ella, el lavado de cerebro tenía algo de fantasía colectiva, de leyenda urbana.
– Sí, es cierto -admitió procurando dulcificar la voz- Era bastante escéptica. Pero ahora necesito información para un artículo que debo redactar urgentemente.
– Pregunte lo que desee.
Mathilde no sabía por dónde empezar. Ni siquiera estaba segura de lo que quería averiguar. Un tanto al azar, preguntó:
– En la sinopsis de su tesis, decía usted que es posible borrar la memoria de un sujeto. Es… en fin, ¿es realmente posible?
– Las técnicas en cuestión se desarrollaron en los años cincuenta.
– Las utilizaron los soviéticos, ¿verdad?
– Los rusos, los chinos, los estadounidenses… Todo el mundo. Fue uno de los grandes retos de la guerra fría. Anular la memoria. Destruir las convicciones. Modelar la personalidad.
– ¿Qué métodos utilizaban,
– Siempre los mismos: electroshock, drogas, aislamiento sensorial…
Se produjo un silencio.
– ¿Qué drogas? -preguntó Mathilde.
– Yo estudié sobre todo el programa de la CIA: el MK-Ultra. Los estadounidenses utilizaban sedantes. Fertonacina. Sodio amital. Clorpromacina.
Mathilde conocía aquellas sustancias: la artillería pesada de la psiquiatría. En los hospitales, todos aquellos productos estaban englobados en la categoría de «camisas de fuerza químicas». Pero en realidad se trataba de auténticas trituradoras, de máquinas para pulverizar la mente.
– ¿Y el aislamiento sensorial?
Valérie Rannan soltó una risita.
– Las experiencias más avanzadas se desarrollaron en Canadá, a partir de 1954, en una clínica de Montreal. Los psiquiatras empezaban interrogando a sus pacientes, que eran mujeres depresivas. Las obligaban a confesar faltas, deseos que las avergonzaban. A continuación, las encerraban en una habitación totalmente pintada de negro, donde no podían distinguir el suelo de las paredes y el techo. Por ultimo, les ponían un casco de fútbol americano en cuyo interior emitían en bucle extractos de las entrevistas. Las pacientes oían las mismas palabras, los pasajes más dolorosos de sus confesiones, una y otra vez. Su único respiro eran las sesiones de electroshock y las curas de sueño químico. -Mathilde lanzó una breve mirada a Anna, que seguía dormida sobre el diván. Su pecho ascendía y descendía plácidamente al ritmo de la respiración-. El auténtico condicionamiento -siguió explicando la estudiante- empezaba cuando la paciente ya no recordaba ni su nombre ni su pasado y carecía de toda voluntad. Les cambiaban la cinta de los cascos: entonces recibían órdenes, oían consignas repetidas hasta la saciedad que tenían como fin modelar su nueva personalidad.