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Como todos los psiquiatras, Mathilde había oído hablar de aquellas aberraciones, pero no acababa de creer en su realidad, y menos aún en su eficacia.

– ¿Cuál era el resultado? -preguntó con voz neutra.

– Los norteamericanos solo consiguieron crear zombis. Parece que los rusos y los chinos obtuvieron mejores resultados con métodos casi idénticos. Tras la guerra de Corea, más de siete mil prisioneros estadounidenses volvieron a casa absolutamente convencidos de la bondad de los valores comunistas. Habían condicionado su personalidad.

Mathilde se frotó los hombros; un frío de sepulcro se había apoderado de sus miembros.

– ¿Cree usted que existen laboratorios donde se sigue experimentado en ese campo?

– No me cabe la menor duda.

– ¿Qué tipo de laboratorios?

Valérie soltó una risita sarcástica.

– Está usted un poco desfasada. Estancos hablando de centros de estudios militares. Todas las fuerzas armadas experimentan con la manipulación del cerebro.

– ¿En Francia también?

– En Francia, en Alemania, en Japón, en Estados Unidos… En cualquier país que disponga de tecnología suficientemente avanzada Siempre hay nuevos productos. En este momento, se habla mucho de una sustancia química llamada GHB, que borra los recuerdos de lo ocurrido en las últimas doce horas. Se la conoce como la «droga del violador», porque la mujer violada no recuerda nada. Estoy convencida de que los militares están trabajando con productos similares. El cerebro sigue siendo el arma más peligrosa del mundo.

– Se lo agradezco mucho, Valérie.

– ¿No quiere que le dé fuentes más precisas? -le preguntó la joven, sorprendida-. ¿Bibliografía?

– No, gracias. En caso necesario, volveré a llamarla.

29

Mathilde se acercó a Anna, que seguía profundamente dormida. Le examinó los brazos en busca de marcas de pinchazos. Nada. Le retiró los cabellos, pensando en la inflamación electrostática del cuero cabelludo que provoca la repetida absorción de sedantes. Tampoco.

Volvió a erguirse, asombrada de dar el menor crédito a la historia de aquella mujer. No, realmente también ella estaba empezando a desvariar… En ese momento volvió a fijarse en las cicatrices de la frente: tres líneas verticales diminutas, separadas unos centímetros. A su pesar, le tocó las sienes y las mandíbulas: las prótesis se notaban bajo la piel.

¿Quién había hecho aquello? ¿Cómo era posible que Anna hubiera olvidado una operación así?

Durante su primera visita, le había hablado del instituto donde le habían hecho las tomografías. «En Orsay. En un hospital lleno de soldados.» Mathilde había escrito el nombre; estaría entre sus notas.

Hojeó el bloc rápidamente y vio una página emborronada con sus garabatos habituales. En una esquina, a la derecha, había escrito: «Henri-Becquerel».

Cogió una botella de agua en el cuarto contiguo al despacho y tras darle un largo trago, descolgó el auricular y marcó un número.

– ¿René? Soy Mathilde, Mathilde Wilcrau.

Silencio. La hora. Los años transcurridos. La sorpresa…

– ¿Cómo estás? -preguntó al fin una voz grave.

– ¿Llamo en mal momento?

– No seas tonta. Oír tu voz siempre es un placer.

René Le Garrec había sido su maestro y profesor cuando era interna en el hospital de Val-de-Grâce. Psiquiatra del ejército, especialista en traumas de guerra, había fundado las primeras unidades de urgencias medico-psicológicas para atender a las víctimas de atentados, guerras y catástrofes naturales. Un pionero que le había demostrado que era posible llevar galones sin ser un gilipollas.

– Solo quería hacerte una pregunta. ¿Conoces el Instituto Henri-Becquerel?

Mathilde creyó percibir una leve vacilación.

– Sí, lo conozco. Es un hospital militar.

– ¿En qué trabajan?

– Al principio se dedicaban a la medicina atómica.

– ¿Y ahora?

Nueva vacilación. Ya no le cabía duda: estaba metiéndose en camisa de once varas.

– No lo sé con exactitud -respondió Le Garrec-. Tratan ciertos traumas.

– ¿Traumas de guerra?

– Eso creo. Tendría que informarme.

Mathilde había trabajado tres años a sus órdenes. Le Garrec no había mencionado aquel instituto jamás. Como para disimular la torpeza de su mentira, el militar pasó al ataque:

– ¿Por qué lo quieres saber?

Mathilde no intentó eludir la pregunta.

– Tengo una paciente a la que le han hecho unas pruebas allí.

– ¿Qué tipo de pruebas?

– Tomografías.

– No sabía que tuvieran un Petscan.

– Las pruebas las realizó Ackermann.

– ¿El cartógrafo?

Eric Ackermann había escrito un libro sobre las técnicas de exploración del cerebro que sintetizaba los trabajos de diferentes equipos de todo el mundo. La obra se había convertido en referencia obligada. Desde su publicación, el neurólogo era considerado uno de los mayores topógrafos del cerebro humano. Un viajero que exploraba aquella región anatómica como si se tratara del sexto continente.

Mathilde se lo confirmó.

– Es extraño que trabaje con «nosotros» -murmuró Le Garrec.

El «nosotros» la hizo sonreír. El ejército era algo más que un cuerpo: era una familia.

– Tú lo has dicho -respondió Mathilde-. Conocí a Ackermann en la facultad. Era un auténtico rebelde. Objetor de conciencia y drogata militante. No me lo imaginaba trabajando con los militares. Creo que incluso lo condenaron por «fabricación ilegal de estupefacientes».

Le Garrec soltó la carcajada.

– Al contrario. Puede que esa sea la explicación. ¿Quieres que contacte con ellos?

– No, gracias. Solo quería saber si habías oído hablar de esos trabajos.

– ¿Cómo se llama tu paciente?

Mathilde comprendió que se había arriesgado demasiado. Puede que Le Garrec iniciara su propia investigación o, peor aún, informara a sus superiores. De pronto, el mundo de Valérie Rannan le pareció posible. Un universo de experimentos secretos, herméticos, llevados a cabo en nombre de una razón superior.

– No te preocupes -dijo en un intento de quitar importancia al asunto-. Era simple curiosidad.

– ¿Cómo se llama? -insistió el militar.

Mathilde sintió que el frío volvía a apoderarse de su cuerpo.

– Gracias -murmuró-. Llamaré… Llamaré directamente a Ackermann.

– Como quieras.

Le Garrec desistió, y ambos adoptaron sus papeles de costumbre, su tono desenfadado. Pero los dos lo sabían: durante unos instantes, durante aquel breve intercambio de frases, habían atravesado el mismo campo de minas. Mathilde colgó tras prometerle que lo llamaría para comer.

Ahora era una certeza: el Instituto Henri-Becquerel albergaba un secreto. Y la participación de Eric Ackermann en aquel asunto no hacía más que ahondar la profundidad del misterio. Los «delirios» de Anna Heymes cada vez le parecían menos psicóticos…

Mathilde pasó a la zona privada de su piso. Andaba de un modo muy particular: con los hombros levantados, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, los puños levantados y, sobre todo, con las caderas ligeramente ladeadas. De joven, había dedicado mucho tiempo a perfeccionar aquellos andares oblicuos, que en su opinión realzaban su figura. Con el tiempo, se habían convertido en su segunda naturaleza.

Una vez en el dormitorio, abrió un secreter barnizado y adornado con patinas y haces de juncos. Meissonnier, 1740. Sacó una llave diminuta, que siempre llevaba encima, y abrió un cajón.

En su interior había un cofrecillo de bambú trenzado con incrustaciones de nácar y, en el fondo del cofrecillo, una piel de gamuza, que separó con el índice y el pulgar para dejar al descubierto el objeto prohibido, reluciente sobre el forro dorado.

Una pistola automática Glock de 9 milímetros.

Un arma extremadamente ligera, de bloqueo mecánico, provista de un seguro Safe-Action. En otra época, aquella pistola había sido un instrumento de tiro deportivo, autorizado mediante licencia del Estado. Pero el arma, cargada con dieciséis balas blindadas, ya no contaba con ninguna autorización. Se había convertido en puro instrumento de muerte olvidado en los laberintos de la administración francesa.

Mathilde sopesó el arma en la palma de la mano y pensó en su propia situación. Psiquiatra divorciada, ayuna de pene y con una pistola automática escondida en el secreter. «Verde y con asas», murmuró con una sonrisa.

De vuelta en la consulta, hizo otra llamada y volvió a acercarse al sofá. Tuvo que menear a Anna unas cuantas veces antes de que diera muestras de espabilarse.

Al fin, la joven se incorporó con parsimonia y miró a su anfitriona con la cabeza ligeramente ladeada y sin el menor asombro.