Выбрать главу

– Sería muy largo de explicar -dijo al fin-. Todo eso pertenece a la historia de Turquía.

– ¡Hable, por Dios santo! Me debe una explicación.

El Cifra siguió avanzando, manteniéndose en todo momento en la vía de la izquierda.

– En la Turquía de los años setenta -murmuró con voz cansada al cabo de unos instantes- reinaba la misma atmósfera sobrecargada que en Europa. Las ideas de izquierda tenían todas las simpatías. Se preparaba una especie de Mayo del 68… Pero allí la tradición siempre es la más fuerte. Se creó un grupo de reacción. Militantes de extrema derecha dirigidos por un tal Alpaslan Türkes, un auténtico nazi. Al principio, formaban pequeñas células en las universidades, luego empezaron a captar a jóvenes del medio rural. Se hacían llamar los Bozkurt, los Lobos Grises. Y también Ülkü Ocaklari, Jóvenes Idealistas. En muy poco tiempo, la violencia se convirtió en su principal argumento. -Aunque estaba sofocado, a Paul le castañeteaban los dientes hasta el punto de oírlos entrechocar-. A finales de los setenta -siguió contando Schiffer-, tanto la extrema derecha como la extrema izquierda tomaron las armas. Atentados, atracos, asesinatos… En aquella época, se contabilizaban más de treinta muertos diarios. Era una auténtica guerra civil. Los Lobos Grises se adiestraban en campos de entrenamiento. Los captaban cada vez más jóvenes. Los adoctrinaban. Los convertían en máquinas de matar. -Schiffer seguía pisoteando el balasto, su respiración había recuperado el ritmo normal y sus ojos estaban fijos en los relucientes raíles, como si buscaran en ellos la dirección de sus ideas-. En 1980 el ejército turco tomó el poder. El país volvió al orden. Los combatientes de ambos bandos acabaron en la cárcel. Pero los Lobos Grises salieron enseguida: sus ideas eran las mismas que las de los militares. Solo que entonces estaban en el paro. Y aquellos chavales, que habían crecido en los campos de entrenamiento, solo sabían hacer una cosa: matar. Como era de esperar, acabaron vendiendo sus servicios a cualquiera que necesitara sicarios. Primero, el gobierno, siempre dispuesto a emplear esbirros para eliminar discretamente a jefes armenios o terroristas kurdos. Luego, la mafia turca, que intentaba controlar el tráfico de opio en el Cuerno de Oro. Para los mafiosos, los Lobos Grises eran un regalo del cielo, una fuerza viva, armada, experimentada y, sobre todo, aliada del régimen.

»De entonces acá, los Lobos Grises ejecutan contratos. Ali Agça, el individuo que disparó contra el Papa en 1981, era un Bozkurt. Hoy, la mayoría son mercenarios que han guardado sus opiniones políticas en un cajón. Pero los más peligrosos siguen siendo fanáticos, terroristas capaces de lo peor. Iluminados que creen en la supremacía de la raza turca, en la reinstauración de un imperio turcófono.

Paul escuchaba desconcertado. No veía la menor relación entre aquellas historias del año de la polca y el caso que tenían entre manos.

– ¿Y se supone que esos tíos se han cargado a las chicas?

– El del chándal Adidas los vio llevarse a Ruya Berkes.

– ¿Les vio la cara?

– Llevaban pasamontañas, como los comandos.

– ¿Como los comandos?

– Son guerreros, muchacho -rezongó Schiffer-. Soldados. Se dieron a la fuga en un coche negro. El del chándal no se acuerda ni de la matrícula ni de la marca. O no quiere acordarse.

– ¿Por qué está tan seguro de que eran Lobos Grises?

– Gritaron consignas. Llevan signos distintivos. No hay ninguna duda. Además, concuerda con el resto. El mutismo de la comunidad. El comentario de Gozar sobre un «asunto político». Los Lobos Grises están en París. Y el barrio, muerto de miedo.

Paul no podía aceptar un cambio de orientación tan radical, tan inesperado, en total contradicción con sus propias presunciones. Llevaba demasiado tiempo trabajando sobre la hipótesis de un único asesino.

– Pero ¿por qué tanto ensañamiento?

Schiffer seguía avanzando entre los raíles, perlados de llovizna.

– Proceden de tierras muy lejanas. De llanuras, desiertos y montañas donde ese tipo de torturas es la regla. Tú has partido de la hipótesis de un asesino en serie. Como Scarbon, te has empeñado en interpretar las mutilaciones de las víctimas como el resultado de una búsqueda del sufrimiento, la prueba de un trauma o yo qué sé… Pero os habéis olvidado de la solución más sencilla: esas mujeres fueron torturadas por profesionales. Expertos adiestrados en los campos de Anatolia.

– ¿Y las mutilaciones post mortem? ¿Las hendiduras en la cara?

El Cifra esbozó un gesto desdeñoso que presagiaba alguna de sus salidas de tono.

– Puede que uno de esos fulanos esté más loco que los demás. O quizá sencillamente quieren que las víctimas sean inidentificables, que no podamos reconocer el rostro que buscan.

– ¿El rostro que buscan?

El viejo policía se detuvo y se volvió hacia Paul.

– ¿Todavía no lo has comprendido, muchacho? Los Lobos Grises tienen un contrato. Buscan a una mujer. -Schiffer se metió la mano en el impermeable manchado de sangre y le tendió las polaroid-. Una mujer que tiene este rostro y responde a esta descripción: pelirroja, costurera, ilegal y originaria de Gaziantep. -Paul observaba en silencio las fotos sobre la arrugada mano de Schiffer. Todo cobraba cuerpo. Todo encajaba-. Una mujer que sabe alguna cosa y a la que tienen que arrancar una confesión. Han creído que la habían encontrado en tres ocasiones. Y se han equivocado en las tres.

– ¿Cómo puede estar tan seguro? ¿Cómo sabe que no la han encontrado?

– Porque si una de ellas hubiera sido la que buscaban, habría hablado, créeme. Y ellos habrían desaparecido.

– ¿Cree… cree usted que la caza continúa?

– No te quepa la menor duda. -Los iris de Schiffer brillaban bajo sus entrecerrados párpados. Paul pensó en dos balas de plata, el único medio de acabar con un hombre lobo, según la leyenda-. Te has equivocado de medio a medio, muchacho. Buscabas un asesino. Llorabas a tres muertas. Pero lo que debes encontrar es una mujer viva. Bien viva. La mujer a la que persiguen los Lobos Grises. -El Cifra abarcó con un amplio ademán los edificios que rodeaban las vías-. Está ahí, en algún lugar de este barrio. En el fondo de una casa ocupada o de un hogar de acogida. La persiguen los peores asesinos que puedas imaginar, y tú eres el único que puede salvarla. Pero tendrás que ser rápido. Muy, muy rápido. Porque los cabrones que tienes enfrente están bien entrenados y se mueven a sus anchas por el barrio. -El viejo policía agarró a Paul de los hombros y lo miró a los ojos con intensidad-. Y, como las malas noticias nunca llegan solas, voy a anunciarte otra desgracia: soy tu única oportunidad de conseguirlo.

SIETE

38

El timbre del teléfono le estalló en los tímpanos.

– ¿Sí?

No hubo respuesta. Eric Ackermann colgó lentamente y consultó su reloj: las 15 horas. La duodécima llamada anónima en dos días. La última vez que había oído una voz humana había sido el día anterior por la mañana, cuando Laurent Heymes lo había llamado para informarle de la huida de Anna. A mediodía, cuando había intentado volver a hablar con él, ninguno de sus números respondía. ¿Demasiado tarde para Laurent?

Había intentado otros contactos. En vano.

Había recibido la primera llamada anónima esa misma noche. Al instante, se había acercado a la ventana para asegurarse: dos policías montaban guardia ante su domicilio, en la avenue Trudaine. Así pues, la situación era clara: ya no era el hombre al que se llama, el compañero al que se informa. Ahora era alguien a quien habría que vigilar, un enemigo que controlar. En cuestión de horas, la frontera se había desplazado bajo sus pies. Ahora estaba en el lado equivocado de la barrera, en el lado de los responsables del desastre.

Se levantó y se acercó a la ventana del dormitorio. Los dos agentes seguían de plantón ante el instituto de enseñanza media Jacques-Decourt. Contempló los parterres de césped que flanqueaban la avenida en toda su longitud; los plátanos, que tendían sus desnudas ramas hacia el azul del cielo; la gris estructura del quiosco de la place d'Anvers… No pasaba ni un coche y, como siempre, la avenida parecía un desierto.

Le acudió a la mente una cita: «La angustia es física si el peligro es concreto; psicológica, si es instintivo». ¿Quién lo había escrito? ¿Freud? ¿Jung? En su caso, ¿cómo se manifestaría el peligro? ¿Lo eliminarían en la calle? ¿Lo sorprenderían mientras dormía? ¿O, simplemente, lo encerrarían en una prisión militar? ¿Lo torturarían para obtener todos los documentos relacionados con el programa?

Esperar. Tenía que esperar hasta la noche para poner en práctica su plan.

De pie ante la ventana, remontó mentalmente el camino que lo había conducido a donde estaba, la antecámara de la muerte.

Todo había empezado con el miedo.

Todo acabaría con él.

Su odisea había empezado en junio de 1985, cuando entró a formar parte del equipo del profesor Wayne C. Drevets, de la Universidad Washington de Saint Louis, estado de Missouri. Aquel grupo de científicos se había fijado una meta muy ambiciosa: localizar la zona del cerebro que desencadena el miedo utilizando la tomografía por emisión de positrones. Para alcanzar su objetivo habían diseñado un minucioso protocolo de experimentos destinados a provocar el terror en sujetos voluntarios. Aparición de serpientes, perspectiva de descargas eléctricas y amenazas similares, tanto más angustiosas cuanto que se harían esperar…

Tras varias series de pruebas, consiguieron delimitar la misteriosa zona. Estaba situada en el lóbulo temporal, en un extremo del circuito límbico, en una pequeña región llamada amígdala, una especie de nicho que constituye nuestro «arqueocerebro». La parte más antigua de nuestro órgano, que compartimos con los reptiles y que aloja igualmente el instinto sexual y la agresividad.