»Por aquel entonces, yo trabajaba para la DST (Dirección de Vigilancia del Territorio). Nos proporcionaron todos los medios habidos y por haber. Miles de hombres, sistemas de escucha y medidas de excepción. Pasamos por la criba a los grupos islamistas, las ramificaciones palestinas, las redes libanesas, las comunidades iraníes… París estaba bajo nuestro absoluto control. Incluso se ofreció una recompensa de un millón de francos a quien nos proporcionara información. No sirvió de nada. No conseguimos ni una pista, ni una información. Cero. Y los atentados continuaban matando, hiriendo y destrozando, sin que consiguiéramos detener la matanza.
»Un día de marzo de 1986 se produjo un pequeño cambio y detuvimos de un solo golpe a todo el comando: Fouad Ali Salah y sus cómplices. Guardaban las armas y los explosivos en un piso de la rue de la Voûte, en el Distrito Duodécimo. Su punto de encuentro era un restaurante tunecino de la rue Chartres, en el barrio de la Goutte d'Or. Yo mismo dirigí la operación. Los cogimos a todos en cuestión de horas. Un trabajo limpio, exquisito, sin cabos sueltos. Los atentados cesaron de la noche a la mañana y la ciudad recobró la calma.
»¿Sabes qué permitió ese milagro? ¿Cuál fue el "pequeño cambio" que lo decidió todo? Uno de los miembros del grupo, Lofti ben Kallak, decidió cambiar de chaqueta, sencillamente. Se puso en contacto con nosotros y delató a sus cómplices a cambio de la recompensa. Incluso aceptó organizar la trampa desde el interior.
»Lofti estaba loco. Nadie renuncia a la vida por unos cientos de miles de francos. Nadie acepta vivir como un animal acosado, esconderse en el culo del mundo sabiendo que tarde o temprano recibirá su castigo. Pero la trascendencia de su traición fue enorme. Por primera vez estábamos en el interior del grupo. En el corazón de la trama, ¿comprendes? Desde ese instante, todo fue claro, fácil, rápido. Esa es la moraleja de mi historia. Los terroristas solo tienen un arma: el secreto. Golpean donde y cuando les viene en gana. Solo hay un medio de pararlos: penetrar en su red. Penetrar en su cerebro. A partir de ahí, todo es posible. Como con Lofti. Y, gracias a ti, vamos a conseguirlo con todos los demás.
El proyecto de Charlier es diáfano: utilizar el Oxígeno-15 con sujetos próximos a las redes terroristas, implantarles recuerdos artificiales -por ejemplo, un motivo de venganza- para convencerlos de que cooperen y traicionen a sus correligionarios.
– El programa se llamará Morfo -me explica-. Porque modificaremos la morfología psíquica de los moros. Les cambiaremos la personalidad, la geografía cerebral. Y, a continuación, volveremos a soltarlos en su hábitat natural. Como a putos perros contaminados en mitad de la jauría. Tu elección es sencilla -concluye en un tono de voz que me hiela la sangre-. De un lado, medios ilimitados, sujetos en abundancia, la ocasión de encabezar una revolución científica con total confidencialidad. Del otro, la vuelta a la aperreada vida del investigador, el zascandileo en busca de pasta, los laboratorios de tercera, las publicaciones en revistas que no lee ni Dios… Y, por descontado, desarrollaremos el programa igualmente; con otros, a los que entregaremos tus trabajos, tus notas, todo. Puedes estar seguro de que esos científicos profundizarán en los efectos del Oxígeno-15 y se atribuirán la paternidad del descubrimiento.
En los días inmediatamente posteriores, procuro informarme. Philippe Charlier es uno de los cinco comisarios de la sexta división de la Dirección Central de la Policía Judicial (DCPJ). Una de las principales figuras de la lucha antiterrorista internacional, a las órdenes de Jean-Paul Magnard, el director de la «Sexta Oficina».
Apodado en el servicio «el Gigante Verde», es famoso por su obsesión por la infiltración y también por la brutalidad de sus métodos. Hasta el punto de ser regularmente apartado por Magnard, conocido a su vez por su intransigencia, pero fiel a los métodos tradicionales y alérgico a los experimentos.
Pero estamos en la primavera de 1995, y las ideas de Charlier adquieren una resonancia particular. Sobre Francia pesa la amenaza de una red terrorista. El 25 de julio, una bomba estalla en la estación de metro de Saint-Michel y acaba con la vida de diez personas. Se sospecha de los GIA, pero no hay la menor pista para atajar la ola de atentados.
El Ministerio de Defensa, en colaboración con el del Interior, decide financiar el proyecto Morfo. Si bien no permitirá solucionar este asunto concreto -«demasiado inmediato»-, se considera que ha llegado el. momento de utilizar armas nuevas contra el terrorismo, A finales del verano de 1995, Philippe Charlier me hace otra visita y habla ya de la selección de un cobaya entre los centenares de islamistas detenidos en el marco del plan Vigipirate.
En ese preciso momento, Magnard obtiene una victoria decisiva. La policía de Lyon ha encontrado una bombona de gas en la línea del TGV y se dispone a destruirla, cuando Magnard ordena su análisis. Se descubren las huellas de un sospechoso, Jaled Kelkal, que resulta ser uno de los autores de los atentados. El resto pertenece a la historia y las hemerotecas: perseguido como un animal por los bosques de la región lionesa, Kelkal es abatido el 29 de septiembre, y la red, desmantelada.
Triunfo de Magnard y los viejos métodos.
Fin del programa Morfo.
Mutis de Philippe Charlier.
Pero el presupuesto está aprobado. Los ministerios responsables de la seguridad del país me proporcionan importantes medios para proseguir mis trabajos. Los resultados obtenidos durante el primer año demuestran que estaba en lo cierto. El Oxígeno-15, inyectado en dosis significativas, convierte a las neuronas en permeables a los recuerdos artificiales. Bajo su influencia, la memoria se vuelve porosa, deja pasar elementos de ficción y los asimila a realidades.
Mi protocolo se afina. Trabajo sobre varias decenas de pacientes que me proporciona el ejército: soldados voluntarios. Se trata de condicionamientos de muy poca envergadura. Un solo recuerdo artificial por sesión. Luego, espero varios días para asegurarme de que el «injerto» ha arraigado.
Queda intentar el experimento definitivo: ocultar la memoria de un sujeto para, acto seguido, implantarle recuerdos completamente nuevos. No tengo ninguna prisa por realizar semejante tentativa. Por suerte, la policía y el ejército parecen haberse olvidado de mí. Durante estos años, Charlier, alejado de las esferas del poder, se ha visto reducido a la investigación sobre el terreno. Magnard y sus principios tradicionales reinan sin oposición. Tengo la esperanza de que me suelten las riendas definitivamente. Sueño con volver a la vida civil, publicar mis resultados oficialmente, dar una aplicación sana a mis descubrimientos…
Todo eso habría sido posible sin el 11 de septiembre de 2001.
Los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono.
Su onda expansiva pulveriza todas las certezas policiales, todas las técnicas de investigación y de espionaje, a escala mundial. Los servicios secretos, las agencias de información, las policías y los ejércitos de los países amenazados por al-Queda andan de cabeza. Los responsables políticos están asustados. Una vez más, el peligro terrorista ha demostrado cuál es su principal arma: el secreto.
Se habla de guerra santa, de amenaza química, de alerta atómica…
Philippe Charlier vuelve al primer plano. Es el hombre de la rabia, de la obsesión. Un personaje fuerte, de métodos turbios, violentos… y eficaces. El programa Morfo renace de sus cenizas. Palabras proscritas hasta hacía poco regresan a todos los labios: condicionamiento, lavado de cerebro, infiltración…
A mediados de noviembre, Charlier se presenta en el Instituto Henri-Becquerel y, sonriendo de oreja a oreja, dice:
– Los moros han vuelto.
Me invita a comer. En un antro lionés: salchichón caliente y borgoña. La pesadilla se reanuda en medio del olor a grasa y fritanga.
– ¿Sabes cuál es el presupuesto anual de la CIA y el FBI? -me pregunta. Respondo que no-. Treinta mil millones de dólares. Las dos agencias disponen de satélites, submarinos espía, aparatos automáticos de reconocimiento, centros de escucha móviles… La tecnología más avanzada en el campo de la vigilancia electrónica. Por no hablar de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, y sus habilidades. Los yanquis pueden oírlo todo, percibirlo todo. Ya no hay secretos sobre la faz de la tierra. Se ha repetido hasta la saciedad. El mundo entero estaba preocupado. Incluso se hablaba del Gran Hermano… Pero llegó el 11 de septiembre. Unos tíos armados con cuchillos de plástico consiguieron destruir el World Trade Center y un buen trozo del Pentágono, con un balance de cerca de tres mil muertes. Los yanquis lo escuchan todo, lo captan todo, menos a los hombres realmente peligrosos. -El Gigante Verde ya no se ríe. Vuelve lentamente las palmas de las manos hacia el techo, por encima del plato-. ¿Te imaginas los dos platillos de la balanza? De un lado, treinta mil millones de dólares. Del otro, cuchillos de plástico. En tu opinión, ¿qué marcó la diferencia? -Pega un puñetazo en la mesa-. La voluntad. La fe. La locura. Frente a la armada de la tecnología, frente a los miles de agentes de Estados Unidos, un puñado de hombres resueltos consiguió eludir todos los sistemas de vigilancia. Porque nunca habrá ninguna máquina tan poderosa como el cerebro humano. Porque ningún funcionario, con una vida normal, con ambiciones normales, podrá detener a un fanático que no da un bledo por su vida y se identifica en cuerpo y alma con una causa superior. -Hace una pausa, respira y continúa-: Los pilotos kamikazes del 11 de septiembre se habían depilado el cuerpo. ¿Sabes por qué? Para ser totalmente puros cuando entraran en el paraíso. Contra semejantes tarados, no se puede hacer nada. Ni espiarlos, ni comprarlos, ni comprenderlos. -Sus ojos tienen un brillo ambiguo, como si llevara años pronosticando la catástrofe-. Te lo repito: solo hay un modo de atrapar a esos fanáticos. Lavarle el cerebro a uno de ellos. Entrar en su cabeza para leer el envés de su locura. Solo entonces podremos combatirlos. -El Gigante Verde clava los codos en el mantel, se lleva la copa de tinto a los labios y vuelve a alzar el bigote con una sonrisa-: Tengo una buena noticia para ti. A partir de hoy, el proyecto Morfo vuelve a ponerse en marcha. Incluso te he encontrado un candidato. -La mueca sardónica se acentúa-. Mejor dicho, una candidata.