Schiffer llegó al 58 y empujó la puerta cochera. Avanzó por un lóbrego callejón partido en dos por un canalillo y flanqueado por talleres e imprentas ruidosos por igual, y desembocó en un patio rectangular con embaldosado de rombos. A la derecha, una escalerilla descendía a un largo foso que bordeaba una sucesión de semipelados jardincillos situados a media altura.
Schiffer adoraba aquel rincón del barrio oculto a las miradas, desconocido incluso para la mayoría de los vecinos del bloque; un corazón dentro del corazón, una trinchera que desbarataba todos los puntos de referencia, verticales y horizontales.
El pasillo acababa en una puerta de metal roñoso. Schiffer apoyó la mano: estaba caliente. Sonrió y golpeó con fuerza
Al cabo de un buen rato, un hombre abrió la puerta, que dejó escapar una nube de vapor. Schiffer se explicó someramente en turco. El portero se hizo a un lado y lo dejó pasar. El viejo policía advirtió que iba descalzo. Nueva sonrisa; allí no había cambiado nada, se dijo penetrando en la sauna.
La luz blanca le reveló el cuadro de costumbre: el pasillo alicatado de blanco, los gruesos tubos calorífugos suspendidos del techo, revestidos de una tela quirúrgica verde pálido; los regueros de lágrimas sobre los azulejos; las abombadas puertas de hierro que jalonaban los tramos, como puertas de caldera blanqueadas con cal viva…
Siguieron avanzando durante varios minutos. Schiffer, que ya tenía todo el cuerpo empapado en sudor, notaba que sus pies chapoteaban en los charcos. Tomaron otro pasadizo transversal con paredes de azulejos blancos y saturado de vapor. A la derecha, el hueco de una puerta dejaba ver un taller del que salía un formidable ruido de respiración.
Schiffer se tomó unos instantes para contemplar el espectáculo. Bajo un techo lleno de conducciones y respiraderos salpicados de luz, una treintena de obreras, con los pies descalzos y la boca protegida con mascarillas blancas, se afanaban sobre tinas o tablas de planchar. Los chorros de vapor silbaban con una cadencia regular y el aire estaba saturado de olor a detergente y alcohol.
Schiffer sabía que muy cerca, en algún punto bajo sus pies, la sala de bombeo del baño turco extraía el agua a más de ochocientos metros de profundidad, la hacía circular por las tuberías, desferruginada, clorada y caliente, antes de canalizarla hacia el baño propiamente dicho o hacia aquella tintorería clandestina. Gurdilek había tenido la buena idea de montar un taller lavandería pegado a su baño turco, de modo que se pudiera utilizar un solo sistema de canalización para dos actividades distintas. Una jugada de buen economista: allí no se malgastaba una gota de agua.
De paso, el viejo policía se regaló la vista observando a las mujeres, que tenían el rostro semioculto tras la mascarilla de algodón y la frente perlada de sudor. Las empapadas batas les moldeaban los pechos y las nalgas, grandes y temblonas, como a él le gustaban. Se dio cuenta de que tenía una erección. Lo tomó como un buen presagio y reanudó la marcha.
El calor y la humedad aumentaban a cada paso. Schiffer percibió un aroma particular, que se desvaneció tan deprisa como si lo hubiera soñado. Pero, unos metros más adelante, reapareció y se intensificó.
Esta vez estaba seguro.
Empezó a respirar a pequeñas bocanadas. Un intenso picor le atacó las fosas nasales y la garganta. Sensaciones contradictorias asaltaban su sistema respiratorio. Tenía la sensación de estar chupando un cubito de hielo y al mismo tiempo le ardía la boca. Aquel olor refrescaba y quemaba a la vez, atacaba y purificaba en la misma inspiración.
La menta.
Siguieron avanzando. El olor se convirtió en un río, un mar en el que nadaba Schiffer. Era peor aún de como lo recordaba. A cada paso se transformaba un poco más en saquito de infusión en el fondo de una taza. Un frío de iceberg paralizaba sus pulmones, mientras la cara le parecía una máscara de cera candente.
Cuando llegaron al final del pasadizo, estaba al borde de la asfixia. Ya solo respiraba mediante pequeñas bocanadas. Tenía la sensación de avanzar por el interior de un inhalador gigante. Consciente de que no estaba muy lejos de la realidad, penetró en la sala del trono.
Era una piscina vacía y poco profunda, rodeada de finas columnas blancas que se recortaban contra un borroso fondo de vapor; los bordes eran de azulejos de color azul Prusia, como en las viejas estaciones de metro. La pared del fondo permanecía oculta tras biombos de madera adornados con símbolos otomanos: lunas, cruces, estrellas…
En el centro de la piscina había un hombre sentado sobre un bloque de cerámica.
Grueso, pesado, con una toalla anudada a la cintura. Su rostro permanecía envuelto en la penumbra.
Su risa resonó sobre el silbido de las fumarolas.
La risa de Talat Gurdilek, el hombre de la menta, el hombre de la voz abrasada.
43
En el barrio turco, todo el mundo conocía su historia.
Llegó a Europa en 1961, en el doble fondo de un camión cisterna, según el método clásico. En Anatolia, a él y sus compañeros les habían colocado encima una chapa de hierro, que a continuación habían fijado con pernos. Los pasajeros clandestinos debían permanecer tumbados, sin aire ni luz, durante todo el viaje, que duraba unas cuarenta y ocho horas.
El calor y la falta de aire no tardaron en agobiarlos. Luego, durante el paso de los puertos montañosos de Bulgaria, el frío, transmitido por el metal, les caló hasta los huesos. Pero el auténtico calvario empezó en las cercanías de Yugoslavia, cuando la cisterna, llena de ácido cádmico, empezó a rezumar.
Poco a poco, el ataúd de metal iba llenándose de vapores tóxicos procedentes del tanque. Los turcos gritaron, aporrearon y patearon la chapa que los aprisionaba, pero el camión continuó su ruta. Talat comprendió que no acudirían a liberarlos hasta que llegaran a destino, y que gritar y agitarse solo servía para aumentar los estragos del ácido.
Procuró no moverse y respirar lo más débilmente posible.
En la frontera italiana, los clandestinos se cogieron de la mano y rezaron. En la alemana, la mayoría estaban muertos. En Nancy, donde estaba prevista la primera descarga, el conductor descubrió treinta cadáveres empapados de orina y excrementos, con la boca abierta en el ansia de la muerte.
Solo había sobrevivido un adolescente. Pero tenía destrozado el sistema respiratorio. La tráquea, la laringe y las fosas nasales estaban irremediablemente quemadas: el chico no volvería a oler. Las cuerdas vocales estaban abrasadas: su voz ya no sería más que un débil carraspeo. En cuanto a la respiración, una inflamación crónica lo obligaría a respirar vahos húmedos y calientes de por vida.
En el hospital, el médico recurrió a un intérprete para comunicar el triste balance al joven inmigrante y anunciarle que lo repatriarían diez días más tarde en un vuelo chárter con destino a Estambul. Tres días después, Talat Gurdilek, con el rostro vendado como una momia, huía del hospital y viajaba hasta la capital a pie.
Schiffer siempre lo había visto con el inhalador. Cuando solo era un joven jefe de taller, jamás se separaba de él y hablaba entre vaporización y vaporización. Más tarde, empezó a usar una mascarilla translúcida que ahogaba aún más su cascada voz. Con el tiempo, su mal se agravó, pero sus posibilidades económicas mejoraron. A finales de los años ochenta, Gurdilek se compró los baños La Puerta Azul, en la rue du Faubourg-Saint-Denis, y acondicionó una sala para su uso personal. Una especie de pulmón gigante, un refugio de azulejos saturado de vapores de Balsofumina mentolada.
– Salaam aleiqum, Talat. Perdóname por interrumpir tus abluciones.
El hombretón dejó escapar otra carcajada, envuelta en volutas de vapor.
– Aleiqum Salaam, Schiffer. ¿Has vuelto de entre los muertos?
La voz del turco recordaba el crepitar de un fuego de sarmientos.
– Podríamos decir que me envían ellos, sí.
– Esperaba tu visita.
Schiffer se quitó el impermeable (estaba calado hasta los huesos) y bajó los escalones de la piscina.
– Parece que todo el mundo me está esperando. ¿Qué puedes contarme sobre los asesinatos?
El turco soltó un profundo suspiro. Un chacoloteo de chatarra.
– Cuando dejé mi país, mi madre vertió agua sobre mis pasos y dibujó la ruta de mi destino, que debía hacerme regresar. Nunca he vuelto, hermano. Me he quedado en París y he visto empeorar las cosas día tras día. Aquí ya no funciona nada. -El viejo policía estaba a solo dos metros del bajá, pero seguía sin distinguir sus facciones-. «El exilio es un duro oficio», dijo el poeta. Y yo añado que cada vez lo es más. Antes nos trataban como a perros. Nos explotaban, nos robaban, nos detenían… Ahora matan a nuestras mujeres. ¿Cómo acabará todo esto?
Schiffer no estaba de humor para filosofías de baratillo.
– Tú eres quien fija los límites -replicó-. Tres obreras asesinadas en tu territorio, una de ellas en tu propio taller. No es poco.
Gurdilek esbozó un gesto indolente. Sus oscuros hombros parecían colinas carbonizadas.
– Estamos en territorio francés. Es obligación de vuestra policía protegernos.
– No me hagas reír… Los Lobos están aquí y tú lo sabes. ¿A quién buscan? ¿Por qué?
– No lo sé.
– No quieres saberlo.
Se produjo un silencio. Solo se oía la grave y laboriosa respiración del turco.