Выбрать главу

– ¡Tranquilos, muchachos! ¡Es un amigo!

– Sema Gokalp -murmuró Schiffer muy cerca de su rostro-. El pasado 13 de noviembre. Los baños de Gurdilek.

Las pupilas se dilataron. La boca tembló. Schiffer le golpeó la frente contra la pared. Los otros se le echaron encima. Ya sentía sus manos aferrándole los hombros, pero Beauvanier volvió a agitar la mano esforzándose en reír.

– Os he dicho que es un amigo. ¡No pasa nada!

Las manos se apartaron. Los pies retrocedieron. Por fin, la puerta volvió a cerrarse lentamente, como a su pesar. A su vez, Schiffer soltó a su presa y, en tono más calmado, le preguntó:

– ¿Qué ha sido de la testigo? ¿Cómo la hiciste desaparecer?

– La cosa no fue así, tronco. Yo no he hecho desaparecer nada…

Schiffer retrocedió para observarlo mejor. Su rostro tenía una extraña delicadeza. Una cabeza de chica, de ojos muy azules y pelo muy negro. Le recordaba a una novia irlandesa que había tenido de joven: una black lrish, que jugaba a los contrastes en negro y blanco en lugar del clásico «blanco y rojo».

El policía rapero llevaba una gorra de béisbol con la visera hacia atrás, sin duda para parecer más duro.

Schiffer agarró una silla y lo obligó a sentarse.

– Te escucho. Quiero todos los detalles.

Beauvanier intentó sonreír, pero fracasó.

– Esa noche, un coche patrulla se cruzó con un BMW. Unos fulanos que salían del baño turco La Puerta Azul y…

– Eso ya lo se. ¿Cuándo interviniste tú?

– Media hora después. Me llamaron los chicos. Me reuní con ellos donde Gurdilek. Con la unidad de policía técnica.

– ¿Fuiste tú quien descubrió a la chica?

– No. Ya la habían encontrado. Estaba empapada. Ya sabes cómo es el trabajo de esas chicas. Es…

– Descríbemela.

– Menuda. Morena. Delgada como un fideo. Le castañeteaban los dientes y murmuraba cosas incomprensibles. En turco.

– ¿Os contó lo que había visto?

– No nos dijo una palabra. Ni siquiera nos veía. Estaba traumatizada, la pobre.

Beauvanier no mentía: su voz sonaba sincera. Schiffer iba y venía por el despacho sin quitarle ojo.

– Según tú, ¿qué ocurrió allí?

– No lo sé. Un asunto de extorsión. Unos matones enviados para arreglar cuentas.

– ¿Extorsión, a Gurdilek? ¿Quién se iba a atrever?

El capitán se ajustó la chaqueta de cuero, como si le rozara el cuello.

– Con los turcos nunca se sabe. Tal vez hubiera un nuevo clan en el barrio. O tal vez fueran los kurdos. Es su marrón, tronco. Gurdilek ni siquiera puso denuncia. Redactamos un informe rutinario y…

Schiffer vislumbró una nueva evidencia. Los hombres de La Puerta Azul no habían hablado del secuestro de Zeynep ni de los Lobos Grises. Luego Beauvanier creía realmente en la hipótesis de la extorsión. Nadie había relacionado aquella simple «visita» al baño turco con el descubrimiento del segundo cadáver, que se había producido dos días después.

– ¿Qué hiciste con Sema Gokalp?

– La trajimos aquí y le dimos una bata y mantas. Temblaba como una hoja. Encontramos su pasaporte cosido a su falda. No tenía visado. Aquello era cosa de Inmigración, así que les envié un informe por fax. También lo mandé a la central de la place Beauvau, para cubrirme las espaldas. No quedaba más que esperar.

– ¿Y después?

Beauvanier suspiró y se pasó el índice bajo el cuello de la chaqueta.

– Seguía tiritando. Era realmente preocupante. Le castañeteaban los dientes. No podía comer ni beber nada. A las cinco de la mañana decidí llevarla al Sainte-Anne.

– ¿Por qué no mandaste a los números?

– Esos gilipollas querían ponerle el cinturón de contención. Además… No sé. Esa chica tenía algo… Rellené un «32 13» y me la llevé. -Su voz se apagó. No paraba de rascarse la nuca. Schiffer advirtió que la tenía cubierta de profundas marcas de acné. Enganchado, pensó-. Por la mañana, llamé a los de la VPE. Les dije que la tenían en Sainte-Anne. Me telefonearon a mediodía: no la habían encontrado.

– ¿Se había largado?

– No. Unos policías se presentaron a por ella a las diez de la mañana.

– ¿Qué policías?

– No vas a creerlo.

– Aun así, prueba.

– Según el médico de guardia, gente de la DNAT.

– ¿La división antiterrorista?

– Fui a verificarlo personalmente. Habían presentado una orden de traslado. Todo estaba en regla.

Schiffer no podría haber soñado mejores fuegos artificiales para su regreso al redil. Se sentó en una esquina del escritorio. Cada uno de sus movimientos seguía despidiendo tufaradas de menta.

– ¿Hablaste con ellos?

– Lo intenté, sí. Pero estuvieron muy discretos. Si no lo entendí mal, habían interceptado mi informe a place Beauvau. Luego, Charlier dio sus órdenes.

– ¿Philippe Charlier?

El capitán asintió. Todo aquel asunto parecía superarlo totalmente. Charlier era uno de los cinco comisarios de la división antiterrorista. Un policía ambicioso al que Schiffer conocía desde su llegada a la antibandas, en el 77. Un auténtico cabrón. Puede que más tramposo, y no menos brutal, que él.

– ¿Y después?

– Después, nada. No he vuelto a tener noticias.

– No me tomes por idiota.

Beauvanier dudó. Tenía la frente perlada de sudor y la cabeza gacha.

– Al día siguiente, me llamó Charlier en persona. Me hizo un montón de preguntas sobre el asunto. Dónde encontramos a la turca, en qué circunstancias… Todo eso.

– ¿Qué le contestaste?

– Lo que sabía. -Es decir, nada, capullo, pensó Schiffer- Charlier me informó de que el asunto estaba en sus manos -siguió diciendo el policía rapero-. El traslado a la Fiscalía, el Servicio de Control de Extranjeros, el procedimiento habitual… También me dio a entender que me interesaba mantener la boca cerrada.

– ¿Sigues teniendo el informe?

En el rostro del amedrentado oficial se insinuó una sonrisa.

– ¿Tú qué crees? Vinieron a buscarlo ese mismo día.

– ¿Y el registro?

La sonrisa se convirtió en carcajada.

– ¿Qué registro? Lo borraron todo, tronco. Hasta la grabación del aviso por radio. ¡Han hecho desaparecer a la testigo! Pura y simplemente.

– ¿Por qué?

– ¡Y yo qué sé! Esa chica no tenía nada que contar. Estaba totalmente ida.

– ¿Y tú? ¿Por qué has callado?

– Charlier me tiene cogido -respondió Beauvanier bajando la voz-. Un viejo asunto…

Schiffer le lanzó un directo al brazo en plan amistoso, se levantó y siguió dando vueltas por el despacho, digiriendo la información. Por increíble que pudiera parecer, el secuestro de Sema Gokalp por parte de la DNAT pertenecía a otro asunto. Un asunto que no tenía ninguna relación con los asesinatos en serie ni con los Lobos Grises. Pero eso no quitaba para que aquella mujer fuera una testigo fundamental en su investigación. Tenía que encontrar a Sema Gokalp. Porque algo había visto.

– ¿Te reincorporas al servicio? -preguntó Beauvanier tímidamente.

Schiffer se hizo el sordo y se puso el impermeable. En ese momento, vio uno de los retratos robot de Nerteaux encima del escritorio. Lo cogió, al estilo de un cazador de recompensas, y preguntó:

– ¿Recuerdas el nombre del médico que se hizo cargo de Sema en Sainte-Anne?

– Espera… Jean-François Hirsch. Le pedí unas recetas y…

Schiffer había dejado de escuchar. Su mirada volvió a posarse en el retrato. Era una hábil síntesis de los rostros de las tres víctimas. Rasgos anchos y suaves que sonreían tímidamente bajo la melena pelirroja. Le acudió a la memoria un fragmento de un poema turco: «El padishah tenía una hija semejante a la luna del decimocuarto día…».

– El asunto de La Puerta Azul, ¿tiene alguna relación con esa pobre chica? -quiso saber Beauvanier.

Schiffer se guardó el retrato. Luego cogió el gorro de Beauvanier por la visera y lo volvió hacia delante.

– Si te lo preguntan, ya nos rapearás lo que sea, «tronco».

45

Hospital de Sainte-Anne, 21 horas.

Conocía bien aquel sitio. La larga tapia de piedra; la pequeña puerta de la rue Broussais 17, tan discreta como una entrada de artistas, y el complejo hospitalario propiamente dicho, sinuoso, laberíntico, inmenso. Un conjunto de bloques y pabellones de siglos y estilos heterogéneos. Una auténtica fortaleza que albergaba un universo de demencia.

Esa noche, sin embargo, la ciudadela no parecía tan bien vigilada como de costumbre. Las pancartas anunciaban el panorama desde los primeros edificios: «SEGURIDAD EN HUELGA», «¡CONTRATO O MUERTE!». Y, un poco más allá, proclamaban. «!NO A LAS HORAS EXTRA!», «RTT: ESTAFA», «DEVOLVEDNOS LAS FIESTAS!».

La idea del mayor hospital psiquiátrico de París dejado de la mano de Dios, con los pacientes correteando en total libertad, hizo sonreír a Schiffer, que imaginó una nave de los locos, un mundo al revés en el que los pacientes sustituirían a los médicos por espacio de una noche. Pero, una vez en el interior, se encontró con una ciudad fantasma, totalmente desierta.

Siguió los letreros rojos en dirección a las urgencias neuroquirúrgicas y neurológicas, fijándose por el camino en los nombres de las calles. Acababa de dejar la Guy de Maupassant y ahora avanzaba por el sendero Edgar Allan Poe. No pudo menos de preguntarse si había que atribuir aquello a un rasgo de humor de los fundadores del hospital. Maupassant se hundió en la locura antes de morir y el alcohólico autor de El gato negro tampoco debía de haber acabado con las ideas muy claras. En las ciudades comunistas, las avenidas se llamaban Karl Marx o Pablo Neruda. En Sainte-Anne, las calles llevaban los nombres de las vedettes de la locura.