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– Sí, ya se. Descríbamela. Físicamente, quiero decir.

– Morena. Muy pálida. Muy delgada, en el umbral de la anorexia. Peinada a lo Cleopatra. Un físico muy duro que, sin embargo, no atenuaba su belleza. Al contrario. Desde ese punto de vista, era… impresionante.

Schiffer empezaba a hacerse una idea bastante aproximada de la chica. El instinto le decía que no era una simple obrera. Ni una simple testigo.

– ¿Le administró alguna cosa?

– Primero le inyecté un ansiolítico. Los músculos se relajaron. Empezó a reírse y farfullar. Un verdadero ataque de delirio. Sus frases no tenían ningún sentido.

– De todas formas, hablaba en turco, ¿no?

– No. Hablaba en francés. Tan bien como usted y como yo.

Una idea completamente disparatada cruzó la mente de Schiffer, que optó por mantenerla apartada para conservar la sangre fría.

– ¿Le contó lo que había visto? ¿Lo que ocurrió en el baño truco?

– No. Solo decía palabras sueltas, frases incoherentes.

– ¿Por ejemplo?

– Decía que los lobos se habían equivocado. Sí, eso es… Hablaba de lobos. Repetía que se habían equivocado de chica. Absurdo.

Un fogonazo iluminó la mente de Schiffer. La idea de hacía unos instantes se le impuso con fuerza. ¿Cómo había sabido aquella obrera que los intrusos eran Lobos Grises? ¿Cómo sabía que se habían equivocado de chica? Solo había una respuesta: la auténtica Presa era ella.

Sema Gokalp era la mujer que había que abatir.

Schiffer iba recomponiendo el rompecabezas sin dificultad. Los asesinos habían recibido un soplo: su víctima hacía el turno de noche en la lavandería de Talat Gurdilek. Se habían presentado en el taller y se habían llevado a una mujer muy parecida a la de la fotografía: Zeynep Tütengil. Pero se habían equivocado: la pelirroja, la auténtica, había tomado precauciones y se había teñido de moreno. Se le ocurrió otra idea y se sacó el retrato robot del bolsillo.

– Esa chica, ¿se parecía a esta?

El psiquiatra se inclinó hacia el pasquín.

– No del todo. ¿Por qué lo pregunta?

Schiffer volvió a guardarse el retrato sin responder.

Otra intuición. Otra confirmación. Sema Gokalp -la mujer que se ocultaba tras ese nombre- había llevado la transformación mucho más lejos: había cambiado de rostro. Había recurrido a la cirugía estética, el método clásico de quienes deciden soltar amarras definitivamente. Sobre todo en el mundo del crimen. Luego había adoptado la personalidad de una obrera anónima y se había ocultado entre los vapores de La Puerta Azul. Pero ¿por qué quedarse en París?

Por unos segundos, Schiffer intentó meterse en la piel de la turca. La noche del 13 de noviembre, cuando vio irrumpir en el taller a los Lobos, pensó que había llegado su hora. Pero los asesinos se abalanzaron sobre su compañera. Una pelirroja muy parecida a ella misma tal como era hasta hacía poco. «La paciente había sufrido un intenso estrés.» Era lo menos que se podía decir.

– ¿Qué más dijo? Intente recordar.

– Creo… -El psiquiatra estiró las piernas y volvió a clavar los ojos en los cordones de sus zapatos-. Creo que habló de una extraña noche. Una noche en que habría cuatro lunas. También mencionó a un hombre con un abrigo negro.

Si hubiera necesitado una última prueba, allí la tenía. Las cuatro lunas. Los turcos que sabían el significado de ese símbolo debían de contarse con los dedos de una mano. La verdad superaba todo lo imaginable.

Porque ahora comprendía quién era aquella Presa.

Y por qué la mafia turca había lanzado a los Lobos en su persecución.

– Pasemos a los policías de la mañana siguiente -dijo Schiffer esforzándose en controlar su excitación-. ¿Qué dijeron en el momento de llevársela?

– Nada. Se limitaron a mostrar sus autorizaciones.

– ¿Qué aspecto tenían?

– De armarios roperos. Con trajes caros. Parecían gorilas.

Los esbirros de Philippe Charlier. ¿Adónde la habrían llevado? ¿A un centro de detención administrativa? ¿La habrían devuelto a su país? ¿Sabía la división antiterrorista quién era realmente Sema Gokalp? No, no había medio. Aquel secuestro y aquel misterio tenían otros motivos.

Schiffer se despidió del psiquiatra y cruzó el cuadrado rojo, pero se volvió antes de salir.

– Suponiendo que Sema Gokalp siguiera en París, ¿dónde la buscaría usted?

– En un hospital psiquiátrico.

– Ha tenido tiempo para recuperarse del susto, ¿no?

El larguirucho se puso en pie.

– Me he expresado mal. Esa mujer no pasó miedo. Se encontró con el Terror en persona. Había superado el umbral de lo que un ser humano puede soportar.

46

El despacho de Philippe Charlier estaba en el número 133 de la rue du Faubourg-Saint-Honoré, no muy lejos del Ministerio del Interior.

A unos pasos de los Campos Elíseos, determinados inmuebles de renta de aspecto tranquilo eran en realidad auténticas fortalezas fuertemente custodiadas. Anexos del poder policial en París.

Jean-Louis Schiffer cruzó el portal y entró en los jardines. El parque trazaba un gran cuadrado de grises guijarros, alisado y tan pulcro como un jardín zen; setos de alheña, recortados con primor, formaban paredes impenetrables; los árboles alzaban sus ramas, truncadas como muñones. Aquello no era un lugar de combate, se dijo Schiffer, sino de mentira.

Al fondo, el hotel particular era un edificio con tejado de pizarra y galería acristalada sostenida por estructuras de metal negro. En la parte superior, la blanca fachada exhibía sus cornisas, sus balcones y el resto de sus ornamentos de piedra. «Imperio», decidió Schiffer fijándose en los laureles cruzados sobre orondas ánforas en el interior de nichos. En realidad, calificaba así a cualquier arquitectura que hubiera superado la época de las almenas y las saeteras.

Ante la escalinata, dos policías de uniforme avanzaron a su encuentro.

Schiffer preguntó por Charlier. A las diez de la noche, estaba seguro de que el policía de cuello blanco seguía urdiendo sus tejemanejes a la luz de la lámpara de su escritorio.

Uno de los guardias pasó una llamada sin quitarle ojo. Al escuchar la respuesta, escrutó aún más intensamente al visitante. A continuación, los dos hombres lo hicieron pasar por un detector de metales y lo cachearon.

Al fin, pudo atravesar la galería y entrar en una gran sala de piedra.

– Primer piso -le dijeron.

Schiffer se dirigió hacia la escalera. Sus pasos resonaban como en el interior de una iglesia. Entre dos candeleros de hierro forjado, los escalones de gastado granito con barandilla de mármol ascendían al piso.

Schiffer sonrió: los cazadores de terroristas no escatimaban en decoración.

El primer piso cedía a criterios más modernos: paneles de madera, adornos de caoba, moqueta marrón… Al final del pasillo había un último obstáculo: la barrera de control que informaba sobre el verdadero estatuto del comisario Philippe Charlier.

Detrás de un cristal blindado montaban guardia cuatro hombres vestidos con trajes negros de Kevlar. Llevaban un chaleco de intervención con varias armas de mano, cargadores, granadas y otros juguetes por el estilo. Cada uno tenía un fusil ametrallador de cañón corto de la marca H amp;K.

Schiffer se resignó a otro cacheo. Avisaron a Charlier, esta vez por VHF. Al fin, pudo alcanzar una doble puerta de madera clara coronada por una placa de cobre. Visto el ambiente, era inútil llamar.

El Gigante Verde estaba sentado ante un escritorio de roble macizo, en mangas de camisa. Se levantó y esbozó una amplia sonrisa.

– Schiffer, mi querido Schiffer…

Hubo un apretón de manos silencioso, durante el que los dos hombres se midieron con la mirada. Charlier era el de siempre. Metro ochenta y cinco. Más de cien kilos. Una roca afable, con la nariz rota y bigote de peluche, que, a pesar del cargo, seguía llevando un arma al cinto.

Schiffer advirtió la calidad de la camisa, azul cielo con cuello blanco, el célebre modelo de Charvet. Pero, a despecho de su trabajada elegancia, el físico del policía conservaba algo terrible, un poderío que lo situaba en otra escala que el resto de los humanos. El día del Apocalipsis, cuando los hombres no tuvieran más que las manos para defenderse, Charlier sería uno de los últimos en morir.

– ¿Qué quieres? -preguntó volviendo a hundirse en el cuero de su sillón. Mirando con desdén a su desastrado visitante, agitó los dedos sobre los expedientes que atestaban el escritorio-. Estoy un poco liado.

– El 14 de noviembre de 2001 ordenaste el traslado de un testigo en un asunto de allanamiento de empresa privada. La Puerta Azul, un baño turco del Distrito Décimo. El testigo se llamaba Sema Gokalp. El responsable de la investigación era Christophe Beauvanier. El problema es que nadie sabe adónde trasladaste a esa mujer. Borraste el rastro, la hiciste desaparecer. Tus razones me traen sin cuidado. Solo quiero saber una cosa. ¿Dónde está ahora?

Por toda respuesta, Charlier bostezó. Era una buena imitación, pero Schiffer sabía leer los subtítulos: el ogro se había quedado helado. Acababan de ponerle una bomba encima del escritorio.

– No acabo de entender de qué hablas -murmuró al fin-. ¿Por qué buscas a esa mujer?

– Está relacionada con el asunto en el que trabajo.

– Schiffer: estás jubilado -repuso el comisario en un tono condescendiente.

– Me he reincorporado al servicio.

– ¿Qué asunto? ¿Qué servicio?

Schiffer sabía que tenía que soltar lastre si quería obtener la menor información.

– Investigo los tres asesinatos del Distrito Décimo.

El rostro de boxeador se tensó.

– Es la DPJ del Distrito Décimo la que se ocupa de eso. ¿Quién te ha metido en el asunto?