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– El capitán Paul Nerteaux, el responsable del caso.

– ¿Qué relación tiene con esa Sema no sé qué?

– Es el mismo asunto.

Charlier se puso a jugar con un abrecartas. Una especie de puñal de aspecto oriental. Cada nuevo gesto traicionaba un poco más de nerviosismo.

– He visto pasar un informe sobre esa historia del baño turco -admitió al fin Charlier-. Un asunto de extorsión, creo…

Tras años de interrogatorios, Schiffer era capaz de reconocer el menor matiz, la menor vibración de una voz. Charlier era sincero en lo fundamentaclass="underline" a sus ojos, el incidente de La Puerta Azul no era nada. Un poco más de cebo para que mordiera el anzuelo.

– No era un asunto de extorsión.

– ¿No?

– Los Lobos Grises han vuelto, Charlier. Fueron ellos quienes entraron en el baño turco. Esa noche secuestraron a una obrera. La chica que apareció muerta dos días después.

Las pobladas cejas del comisario parecían dibujar dos signos de interrogación.

– ¿Por qué iban a perder el tiempo matando a una obrera?

– Los han contratado para hacer un trabajo. Buscan a una mujer. En el barrio turco. Puedes confiar en mí respecto a esas cosas. Ya es la tercera vez que se equivocan.

– Cuál es la relación con Sema Gokalp?

Era el momento de una verdad a medias.

– La noche de marras, esa chica lo vio todo. Es una testigo capital.

La inquietud enturbió la mirada de Charlier. No se esperaba aquello. En absoluto.

– En tu opinión, ¿de qué se trata? ¿Qué hay en juego?

– No lo sé -volvió a mentir Schiffer-. Pero busco a esos asesinos. Y Sema puede ponerme sobre su pista.

Charlier se hundió aún más en el sillón.

– Dame una sola razón para ayudarte.

Schiffer decidió sentarse. Empezaba la negociación.

– Estoy en plan generoso, así que voy a darte dos. La primera es que podría contar a tus superiores que escamoteas testigos en un caso de homicidio. Eso no está bien.

Charlier le devolvió la sonrisa.

– Puedo presentar todos los papeles -respondió Charlier devolviéndole la sonrisa-. La orden de expulsión, el billete de avión… Todo está en regla.

– Tu brazo es muy largo, Charlier, pero no llega a Turquía. Me basta un telefonazo para demostrar que Sema Gokalp nunca llegó allí.

Al comisario no le llegaba la camisa al cuerpo.

– ¿Quién iba a creer a un policía corrupto? Desde la antibandas, no has dejado de coleccionar asuntos comprometedores. -Charlier abarcó el despacho con un gesto de las manos-. En cambio, yo estoy en lo alto de la pirámide.

– Es la ventaja de mi posición. No tengo nada que perder.

– Será mejor que me des la segunda razón.

Schiffer apoyó los codos en el escritorio. Ya sabía que había ganado.

– El plan Vigipirate de 1995. Cuando te soltabas el pelo con los sospechosos magrebíes en la comisaría de Louis-Blanc.

– ¿Chantaje a un comisario?

– O descargo de conciencia. Estoy jubilado. Podría sentir la necesidad de sincerarme. De acordarme de Abdel Saraoui, al que mataste a golpes. Si abro la marcha, me seguirá todo Louis-Blanc. Los gritos que dio aquel chico esa noche aún les pesan en la conciencia, créeme.

Charlier seguía observando el abrecartas entre sus manazas. Cuando volvió a hablar, su voz había cambiado:

– Sema Gokalp ya no puede ayudarte.

– ¿La habéis…?

– No. Pasó por un experimento.

– ¿Qué clase de experimento?

Silencio.

– ¿Qué clase de experimento?-repitió Schiffer.

– Un condicionamiento psíquico. Una técnica nueva.

Así que era eso. La manipulación psíquica siempre había sido la obsesión de Charlier. Penetrar en el cerebro de los terroristas, condicionar sus mentes y gilipolleces por el estilo. Sema Gokalp había sido una cobaya, la víctima de un delirio experimental.

Schiffer consideró la situación en todo su absurdo: Charlier no había elegido a Sema Gokalp; le había llovido del cielo. Ignoraba que se había operado la cara. Y, al parecer, también ignoraba quién era en realidad.

Se puso en pie, electrizado de los pies a la cabeza.

– ¿Por qué ella?

– Debido a su estado psíquico, Sema padecía una amnesia parcial que la hacía especialmente apta para someterla a nuestro tratamiento.

Schiffer se inclinó hacia él como si hubiera oído mal.

– ¿Me estás diciendo que le lavasteis el cerebro?

– El programa comporta un tratamiento de ese tipo, si.

El viejo policía golpeó el escritorio con los dos puños.

– ¡Maldito gilipollas! ¡Era la última memoria que tenías que borrar! ¡Esa chica tenía cosas que contarme!

Charlier frunció el ceño.

– No comprendo tanto interés. ¿Qué puede revelarte esa mujer que sea tan importante? Vio a unos turcos secuestrando a una mujer, sí, ¿y qué?

Vuelta a empezar.

– Posee información sobre los asesinos -masculló Schiffer dando zancadas por el despacho como una fiera enjaulada-. Y creo que también conoce la identidad de la Presa.

– ¿La presa?

– La mujer a la que buscan los Lobos. Y a la que todavía no han encontrado.

– ¿Es tan importante?

– Tres asesinatos, Charlier. ¿Te parece poco? Seguirán matando hasta que la cojan.

– ¿Y tú quieres salvarla? -Schiffer se limitó a sonreír. Charlier hizo un gesto con los hombros que estuvo a punto de reventar las costuras de su camisa-. De todas formas -dijo al fin-, no puedo hacer nada por ti.

– ¿Por qué?

– Se ha escapado.

– Estás de guasa.

– ¿Eso te parece?

Schiffer no sabía si echarse a reír o a gritar. Volvió a sentarse y cogió el abrecartas, que Charlier acababa de dejar.

– Siempre igual de gilipollas en la policía. Explícame eso.

– Nuestro experimento pretendía cambiarle la personalidad totalmente. Lo nunca visto. Conseguimos transformarla en una francesa de clase alta, en la mujer de un tecnócrata. A una simple turca, ¿comprendes? Ahora ya no existen límites para el condicionamiento. Íbamos a…

– Me la trae floja tu experimento -lo atajó Schiffer-. Explícame cómo escapó.

– En las últimas semanas -refunfuñó el comisario- habla empezado a manifestar alteraciones. Olvidos, alucinaciones. Su nueva personalidad, la que nosotros le habíamos implantado, se estaba resquebrajando. íbamos a hospitalizarla justo cuando desapareció.

– ¿Cuándo, exactamente?

– Ayer martes. Por la mañana.

Increíble: la presa de los Lobos Grises volvía a estar en libertad. Ni turca ni francesa, con el cerebro como un colador. En medio de aquel marasmo, se encendió una luz.

– Entonces, ¿está recuperando su auténtica memoria?

– No lo sabemos. En todo caso, desconfiaba de nosotros.

– ¿Dónde están tus hombres?

– En ningún sitio. Estarnos peinando todo París. No hay modo de encontrarla.

Era el momento de jugarse el todo por el todo. Schiffer clavó el abrecartas en el escritorio.

– Si ha recobrado la memoria, actuará como una turca. Es mi terreno. Puedo encontrarle el rastro mejor que nadie.-La expresión del comisario cambió-. Es una turca, Charlier -insistió Schiffer-. Una pieza de caza muy particular. Necesitas un policía que conozca ese mundo y actúe con total discreción. -Schiffer podía seguir el recorrido de la idea que daba vueltas en la cabeza del coloso. Se recostó en el asiento como para mejor asestar el golpe-. Este es el trato. Tú me dejas las manos libres durante veinticuatro horas. Si le echo el guante, te la entrego. Pero, antes de eso, la interrogo.

Nuevo silencio, muy marcado. Al fin, Charlier abrió un cajón y sacó una carpeta.

– Su expediente. Ahora se llama Anna Heymes y…

Con un solo movimiento, Schiffer cogió la carpeta y la abrió. Hojeó los folios dactilografiados y los informes médicos y vio el nuevo rostro de la Presa. El retrato exacto que le había hecho Hirsch. Ningún rasgo en común con la pelirroja que buscaban los asesinos. Desde ese punto de vista, Sema Gokalp ya no tenía nada que temer.

– El neurólogo que la trataba se llama Eric Ackermann y… -empezó a decir el guerrero antiterrorista.

– Me importa un bledo su nueva personalidad y los tipos que le hicieron eso. Va a volver a sus orígenes. Eso es lo importante. ¿Qué Sabes de Sema Gokalp? ¿De la turca que era?

Charlier se removió en el sillón. Las venas le palpitaban en la base de la garganta, justo encima del cuello de la camisa.

– Pues… ¡nada! No era más que una obrera amnésica y…

– ¿Guardaste su ropa, sus papeles, sus efectos personales?

Charlier negó con un revés de la mano.

– Lo destruimos todo. En fin, eso creo.

– Compruébalo.

– Son cosas de obrera. No hay nada interesante para…

– Descuelga el puto teléfono y compruébalo.

Charlier cogió el auricular. Tras un par de llamadas, gruñó:

– No puedo creerlo. Esos gilipollas se olvidaron de destruir sus trapos.

– ¿Dónde están?

– En el depósito de la Cité. Beauvanier le dio ropa limpia. Los chicos de la Louis-Blanc mandaron la vieja a prefectura. A nadie se le ocurrió recuperarla. Ahí tienes a mi brigada de élite.

– ¿A qué nombre está registrada?

– Sema Gokalp, en principio. Nosotros no hacemos las gilipolleces a medias.

Charlier sacó un formulario, esta vez en blanco, y empezó a rellenarlo. La autorización para la prefectura de policía.

Dos depredadores repartiéndose una presa, se dijo Schiffer.

El comisario firmó el documento y lo deslizó por encima de la mesa.

– Te doy esta noche. Al menor paso en falso, llamo a la IGS.

Schiffer se guardó el pase en un bolsillo y se levantó.

– No serrarás el trampolín. Estamos sentados en él, los dos.