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Había llegado el momento de abrirle los ojos al chico. Jean-Louis Schiffer dejó la rue du Faubourg-Saint-Honoré, tomó la avenida Matignon y vio una cabina telefónica en la rotonda de los Campos Elíseos. Seguía con el móvil descargado.
Al primer timbrazo, Paul Nerteaux gritó:
– Por amor de Dios, Schiffer, ¿dónde coño está?
La voz temblaba de cólera.
– En el Distrito Octavo. El barrio de los jefazos.
– Es cerca de medianoche. ¿Qué coño ha estado haciendo? Lo he estado esperando en Sancak y…
– Una historia de locos, pero tengo noticias frescas.
– ¿Está en una cabina? Busco una y lo llamo: me estoy quedando sin batería.
Schiffer colgó preguntándose si un día las fuerzas del orden no perderían la detención del siglo por falta de recargas de ion-litio. Abrió la puerta de la cabina: el tufo a menta lo estaba asfixiando.
La noche era agradable, sin lluvia ni viento. Observó a los viandantes, las galerías comerciales, los edificios de sillares… Toda una vida de lujo, de comodidades, que se había perdido, pero que tal vez volvería a tener al alcance de la mano…
Sonó el timbre. Schiffer no dio tiempo a que Nerteaux hablara:
– ¿Cómo va lo de las patrullas?
– Tengo dos furgones y tres coches-radio -respondió Paul con orgullo-. Setenta policías de barrio y agentes de la BAC peinan el barrio, He declarado «criminógena» toda la zona. He repartido retratos robot a todas las comisarías y unidades de policía del Distrito Décimo. Estarnos registrando todos los hogares, bares y asociaciones. No hay alma de la Pequeña Turquía que no haya visto el retrato. Ahora voy a la central de policía del segundo distrito y…
– Olvida todo eso.
– ¿Qué?
– Ha pasado el momento de jugar a soldaditos. No es la cara que buscarnos.
– ¿QUÈ?
Schiffer respiró hondo.
– La mujer a la que buscamos ha sufrido una operación de cirugía estética. Por eso no la encuentran los Lobos Grises.
– ¿Tiene… pruebas?
– Tengo hasta su nuevo rostro. Todo coincide. Se pagó una operación de varios cientos de miles de francos para borrar su antigua identidad. Cambió totalmente su aspecto físico: se tiñó de morena Y perdió veinte kilos. Luego se ocultó en el barrio turco, hace seis meses.
Se produjo un silencio. Cuando Nerteaux retomó la palabra, su voz había perdido varios decibelios:
– ¿Quién… quién es? ¿De dónde sacó el dinero para la operación?
– Ni idea -mintió Schiffer-. Pero no es una simple obrera.
– ¿Qué más sabe?
Schiffer reflexionó unos segundos. Luego se le soltó todo. La incursión de los Lobos Grises, que se habían equivocado de presa. Sema Gokalp en estado de shock. Su paso por Louis-Blanc y su posterior ingreso en Sainte-Anne. El secuestro de Charlier y su delirante programa de condicionamiento psíquico.
Y, para acabar, la nueva identidad de la mujer: Anna Heymes. Cuando se calló, Schiffer creyó oír el cerebro del joven policía trabajando a toda potencia. Se lo imaginaba, totalmente sonado, perdido en algún lugar del Distrito Décimo, encerrado en una cabina telefónica. Igual que él. Dos pescadores de coral suspendidos en sus solitarias jaulas, en la profundidad del océano…
– ¿Quién le ha contado todo eso? -preguntó al fin la escéptica voz de Paul.
– Charlier en persona.
– ¿Ha confesado?
– Somos viejos cómplices.
– Y una mierda…
Schiffer se echó a reír.
– Veo que empiezas a entender en qué mundo vives. En 1995, tras el atentado de la estación de metro Saint-Michel, la DNAT, que entonces se llamaba sexta división, estaba en el disparadero. Una nueva ley permitía multiplicar las detenciones sin motivo concreto. Un auténtico caos: yo estaba allí. Se hicieron redadas a diestro y siniestro dentro de los medios islámicos, especialmente en el Distrito Décimo. Una noche, Charlier apareció en Louis-Blanc. Estaba convencido de tener un sospechoso, un tal Abdel Saraoui. Se ensañó con él, con las manos desnudas. Yo estaba en el despacho de al lado. El chico murió al día siguiente con el hígado reventado, en el hospital de Saint-Louis. Esta noche le he refrescado ese bonito recuerdo.
– Están ustedes tan podridos que eso les da una especie de coherencia.
– ¿Qué más da si se obtienen resultarlos?
– Me había imaginado mi cruzada de otro modo, es todo.
Schiffer volvió a abrir la puerta de la cabina y aspiró otra bocanada de aire fresco.
– ¿Y ahora dónde está Sema? -le preguntó Paul.
– Esa es la guinda del pastel, muchacho. Acaba de hacer las maletas. Los dejó tirados ayer por la mañana. Al parecer, descubrió lo que se traía,, entre manos. Y está recuperando la memoria.
– Mierda…
– Eso digo yo. En estos momentos, una mujer se pasea por París con dos identidades y dos grupos de cabrones siguiéndole la pista, y nosotros estamos en medio. En mi opinión, está haciendo averiguaciones sobre sí misma. Trata de descubrir quién es realmente.
Nuevo silencio al otro lado del hilo.
– ¿Qué hacernos?
– He hecho un trato con Charlier. Lo he convencido de que soy el más cualificado para encontrar a esa chica. Siendo turca, es lo mío. Me ha confiado el asunto por esta noche. Está desbordado. Su operación es ilegaclass="underline" huele que apesta. Tengo el dossier de la nueva Sema y dos pistas. La primera es para ti, si sigues en la carrera.
Schiffer oyó roce de telas y crujido de papeles. Nerteaux estaba sacando la libreta.
– Adelante.
– La cirugía estética. Sema acudió a uno de los mejores cirujanos plásticos de París. Tenemos que encontrarlo; ese fulano ha tenido contacto con la auténtica Presa antes de que le cambiaran la cara. Antes de que le lavaran el cerebro. Sin lugar a dudas, es la única persona en todo París que puede decirnos algo sobre la mujer a la que buscan los Lobos Grises. ¿Lo coges o no lo coges?
Nerteaux no respondió de inmediato. Debía de estar tomando notas.
– Mi lista tendrá cientos de nombres.
– En absoluto. Limítate a interrogar a los mejores, a los virtuosos. Y, entre esos, a los que carecen de escrúpulos. Rehacer una cara nunca es inocente. Tienes esta noche para encontrarlo. Al ritmo que van las cosas, pronto dejaremos de estar solos sobre estas pistas.
– ¿Los hombres de Charlier?
– No. Charlier ni siquiera sabe que Sema se operó la cara. Hablo de los Lobos Grises. Es la tercera vez que se equivocan. Acabarán comprendiendo que están buscando la cara equivocada. Se les ocurrirá lo de la cirugía estética y buscarán al médico. Nos los encontraremos de frente, lo presiento. Te dejo el dossier de la chica en la rue Nancy, con la foto de su nuevo rostro. Pasa a recogerlo y ponte a trabajar.
– ¿Distribuyo la foto a las patrullas?
Schiffer se cubrió de sudor frío.
– Ni se te ocurra. No se lo enseñes más que a los matasanos, con el retrato robot. ¿Entendido?
El silencio volvió a apoderarse de la línea.
Más que nunca, dos buceadores perdidos en las profundidades submarinas.
– ¿Y usted? -preguntó Nerteaux.
– Seguiré la segunda pista. Los de la DNAT se olvidaron de destruir la ropa de la antigua Sema. Un golpe de suerte. Esas prendas podrían conservar algún detalle, algún indicio, cualquier cosa que nos conduzca a la mujer inicial.
Schiffer consultó su reloj: medianoche. El tiempo apremiaba, pero no podía dejar ningún cabo suelto.
– Y, por tu parte, ¿nada nuevo?
– El barrio turco está patas arriba, pero de momento…
– La investigación de Naubrel y Matkowska, ¿no ha dado ningún fruto?
– Aún no.
La pregunta parecía haber sorprendido al chico. Debía de pensar que ya no le interesaba la pista de las cámaras de alta presión. Se equivocaba. El asunto del nitrógeno le había interesado desde el principio.
Al mencionarlo, Scarbon había añadido: «No soy submarinista». Pero él sí lo era. De joven, había pasado años buceando en el mar Rojo y el mar de China. Incluso se había planteado dejarlo todo y montar una escuela de submarinismo en la costa del Pacífico.
En consecuencia, sabía que las altas presiones no solo causan problemas de gas en la sangre, sino también un efecto alucinógeno, un estado de delirio que todos los submarinistas conocen con el nombre de borrachera de las profundidades.
Al comienzo de la investigación, cuando creían perseguir a un asesino en serie, aquel detalle lo había desconcertado: no veía por qué un asesino capaz de destrozarle la vagina a su víctima con cuchillas de afeitar perdería el tiempo en llenarle las venas de burbujas de nitrógeno. No encajaba. En cambio, en el contexto de un interrogatorio, el delirio de las profundidades tenía pleno sentido.
Uno de los fundamentos de la tortura consiste en alternar el frío y el calor. Hincharlo a hostias y a continuación ofrecerle un cigarrillo. Someterlo a descargas eléctricas y acto seguido darle un sándwich. En la mayoría de los casos, el sujeto se viene abajo precisamente en esos momentos de respiro.
Con la cámara de alta presión, los Lobos Grises se habían limitado a aplicar esa alternancia y llevarla al paroxismo. Tras atormentar a su víctima salvajemente, la habían sometido a un brusco aumento de presión para provocarle una relajación instantánea, una euforia súbita. Sin duda, esperaban que la violencia del contraste hiciera flaquear a su prisionera, o simplemente que su delirio hiciera las veces de suero de la verdad.
Detrás de aquella espeluznante técnica, Schiffer adivinaba la implacable mano de un maestro de ceremonias. Un artista de la tortura.
¿Quién?
– Las cámaras de alta presión no deben ser tan corrientes en París -murmuró Schiffer procurando ahuyentar su propio miedo.