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Mathilde detuvo el coche en la zona de aparcamiento.

Eric Ackermann había pedido que lo dejaran en una estación. «Una cualquiera. Ya me las arreglaré.»

Desde que habían salido del hospital, ninguno de los tres fugitivos había despegado los labios. Pero la calidad del silencio había cambiado. El odio, la cólera y la desconfianza habían desaparecido, sustituidos por una incipiente y extraña complicidad.

Mathilde apagó el motor. Al alzar los ojos, vio el pálido rostro del neurólogo en el retrovisor. Una chapa de níquel. Salieron los tres a la vez.

El viento soplaba con fuerza. Las ráfagas barrían el asfalto con ruidosa violencia. A lo lejos, delgadas nubes de acero se alejaban como un ejército de azagayas, desvelando una luna muy pura, una gran fruta de pulpa azul.

Mathilde se abrochó el abrigo. Habría dado cualquier cosa por un tubo de crema hidratante. Tenía la sensación de que cada ráfaga de viento le secaba la piel y ahondaba las arrugas de su rostro un poco más.

Caminaron hasta la florida valla sin decir palabra. Mathilde se imaginó un intercambio de rehenes en la época de la guerra fría, en un puente del viejo Berlín, sin posibilidad de decirse adiós.

– ¿Y Laurent? -preguntó Anna de pronto.

Había hecho la misma pregunta en el aparcamiento de la place d'Anvers. Era la otra cara de su historia: un amor que persistía, a pesar de la traición, las mentiras, la crueldad…

Ackermann parecía demasiado cansado para mentir:

– Francamente, hay muy pocas probabilidades de que siga con vida. Charlier no dejará ninguna huella comprometedora. Y Heymes no era fiable. Se habría venido abajo en el primer interrogatorio. Incluso habría sido capaz de entregarse voluntariamente. Desde la muerte de su mujer…

El neurólogo calló. Durante unos instantes, Anna plantó cara al viento; luego dejó caer los hombros, dio media vuelta y se refugió en el coche.

Mathilde contempló por última vez al desgarbado neurólogo de pelo zanahoria, perdido en el interior de su impermeable.

– ¿Y tú? -le preguntó casi con lástima.

– Me voy a Alsacia. Me perderé entre la muchedumbre de los «Ackermann». -Una risa nerviosa agitó su descarnado cuerpo-. Después, buscaré otro destino. ¡Soy un nómada! -añadió con exagerado lirismo. Mathilde no respondió. Ackermann balanceaba el cuerpo con la cartera apretada contra el pecho. Exactamente igual que en la facultad. Entreabrió los labios, dudó y, al fin, murmuró-: De todas formas, gracias.

Le apuntó con el índice en un saludo de pistolero, dio media vuelta y se alejó hacia el solitario edificio de la estación con los hombros inclinados contra el viento. ¿Adónde iría exactamente? «Después, buscaré otro destino. ¡Soy un nómada!»

¿Se refería a algún país del planeta o a una región inexplorada del cerebro?

53

– La droga.

Mathilde estaba concentrada en las líneas blancas de la autopista. Agitados por la velocidad, los trazos fosforecían ante sus ojos como el plancton submarino que titila en la proa de los barcos algunas noches. Pasaron unos segundos antes de que se volviera hacia su acompañante. Un rostro de tiza, liso, indescifrable.

– Soy una traficante de droga -murmuró Arma sin inflexión en la voz-. Lo que vosotros llamáis un correo. Un proveedor.

Mathilde asintió como si se esperara aquella revelación. En realidad, se esperaba cualquier cosa. Ya no había limites para la verdad. Esa noche, cada paso produciría vértigo.

Volvió a concentrarse en el asfalto. Pasaron muchos segundos antes de que preguntara:

– ¿Qué tipo de droga? ¿Heroína? ¿Cocaína? ¿Anfetaminas? ¿Qué?

– Heroína -respondió la voz-. Exclusivamente heroína. Varios kilos en cada viaje. Nunca más. De Turquía a Europa. Encima. En mi equipaje. O por otros medios. Hay trucos, sistemas. Mi trabajo consistía en conocerlos. Todos.

Mathilde tenía la garganta tan seca que cada inspiración era un suplicio.

– ¿Para…? ¿Para quién trabajabas?

– Las reglas han cambiado, Mathilde. Cuanto menos sepas, mejor.

Anna había adoptado un tono extraño, casi condescendiente.

– ¿Cuál es tu verdadero nombre?

– Ninguno. Eso formaba parte del trabajo.

– ¿Cómo actuabas? Dame detalles.

Anna le opuso un nuevo silencio, denso como el mármol.

– No era una vida muy divertida -respondió al cabo de unos instantes-. Envejecer en los aeropuertos. Conocer los mejores puntos de escala. Las fronteras peor vigiladas. Las correspondencias más rápidas y, a la inversa, las más complicadas. Las ciudades donde el equipaje te está esperando en la pista. Las aduanas donde te cachean y donde no te cachean. La distribución de las bodegas y las zonas de paso… -Mathilde escuchaba, pero sobre todo estaba atenta a la calidad de la voz: Anna no había hablado con tanta sinceridad desde que la conocía-. Un trabajo de esquizofrénicos. Cambiar de lengua constantemente, utilizar varios nombres, tener varias nacionalidades… Sin más hogar que el confort impersonal de las salas VIP de los aeropuertos. Y siempre, en todas partes, el miedo.

Mathilde parpadeó varias veces para ahuyentar el sueño. Su campo de visión se reducía. Las líneas de la autopista ondulaban, se segmentaban…

– ¿De dónde procedes exactamente? -siguió preguntando Mathilde.

– Todavía no tengo un recuerdo preciso. Pero ya vendrá, estoy segura. Por ahora, me atendré al presente.

– Pero ¿qué ocurrió? ¿Cómo acabaste en París, metida en la piel de una obrera? ¿Por qué te cambiaste el rostro?

– La historia clásica. Quise quedarme con el último cargamento. Estafar a mis jefes. -Anna hizo una pausa. Cada recuerdo parecía costarle un gran esfuerzo-. Fue en junio del año pasado. Tenía que entregar la droga en París. Un cargamento especial. Muy valioso. Tenía un contacto aquí, pero elegí otro camino. Escondí la droga y consulté a un cirujano plástico. Creo… En fin, me parece que en ese momento tenía muchas probabilidades… Pero durante la convalecencia ocurrió algo que no había previsto. Que no había previsto nadie: los atentados del 11 de septiembre. De la noche a la mañana, las aduanas se convirtieron en murallas. Los registros y comprobaciones estaban a la orden del día. No podía volver a marcharme con la droga, como tenía planeado. Ni dejarla en París. Tenía que quedarme y esperar hasta que las cosas se calmaran, sabiendo que mis socios removerían cielo y tierra para encontrarme…

»Así que me escondí donde, a priori, nadie buscaría a una turca que trata de ocultarse: entre turcos. Entre las obreras ilegales del Distrito Décimo. Tenía un nuevo rostro y una nueva identidad. Nadie me reconocería.

La voz se apagó, como agotada. Mathilde trató de reavivar la llama:

– ¿Qué paso luego? Cómo te encontró la policía? ¿Sabían lo de la droga?

– No ocurrió de ese modo. Todavía no lo recuerdo con claridad, pero entreveo la escena… En noviembre trabajaba en un taller de tintorería. Una especie de lavandería subterránea, en un baño turco. Un lugar que no te puedes imaginar. A menos de un kilómetro de tu casa. Una noche se presentaron allí.

– ¿Los policías?

– No. Los turcos enviados por mis jefes. Sabían que me había escondido allí. Debió de traicionarme alguien, no sé… Pero estaba claro que ignoraban que había cambiado de rostro. Se llevaron, ante mis propios ojos, a una chica que se me parecía. Zeynep no sé qué… Dios mío, cuando vi aparecer a aquellos asesinos… Solo tengo el recuerdo de un miedo atroz.

– ¿Cómo caíste en manos de Charlier? -le preguntó Mathilde, empeñada en reconstruir la historia, en rellenar las lagunas.

– No tengo recuerdos claros sobre eso. Estaba en estado de shock. Supongo que los polis me encontraron en el baño turco. Veo una comisaría, un hospital… En cualquier caso, Charlier se enteró de mi existencia. Una obrera amnésica. Sin estatuto legal en Francia. La cobaya perfecta. -Anna se quedó pensativa, como si sopesara su hipótesis-. En mi historia, hay una ironía increíble -murmuró al cabo de unos instantes-. Porque los polis nunca han sabido quién era realmente. Sin pretenderlo, me han protegido de los otros, de los turcos

Mathilde empezaba a sentir un dolor en las entrañas: el miedo, agravado por la fatiga. Cada vez lo veía todo mas borroso. Las líneas blancas se convertían en gaviotas, en pájaros desdibujados que aleteaban convulsivamente.

En ese momento, vio los paneles indicadores del bulevar periférico. París se insinuaba en el horizonte. Mathilde se concentró en la cinta de asfalto y reanudó el interrogatorio:

– Esos hombres que te buscan… ¿quiénes son?

– Olvídate de eso. Te repito que cuanto menos sepas, mejor para ti.

– Te he ayudado -replicó Mathilde apretando los dientes-. Te he protegido. ¡Habla! Quiero saber la verdad.

Anna seguía dudando. Aquel era su mundo, un mundo del que sin duda nunca le había hablado a nadie.

– La mafia turca tiene una particularidad -dijo al fin-. Utiliza sicarios procedentes del frente político. Los llaman los Lobos Grises. Nacionalistas. Fanáticos de extrema derecha que creen en la instauración de la Gran Turquía. Terroristas entrenados en campos desde niños. Te aseguro que a su lado los esbirros de Charlier parecen boy scouts armados con navajas suizas.

Los indicadores azules se agrandaban. PORTE DE CLIGNANCOURT. PORTE DE LA CHAPELLE. Mathilde ya solo pensaba en una cosa: soltar aquella bomba en la primera parada de taxis. Volver a casa y encontrar la comodidad y la seguridad de su vida diaria. No deseaba nada más; dormir veinticuatro horas seguidas y despertarse al día siguiente pensando: Solo ha sido una pesadilla.