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»Suponemos que también se encargaron de la exportación del producto, de su traslado a Europa. Necesitaban demostrar su fiabilidad en ese terreno. Actualmente se enfrentan a la fuerte competencia de los clanes albaneses y kosovares, que se han hecho los dueños de la ruta de los Balcanes. -Paul seguía sin ver en qué le concernían aquellas historias-. Todo esto ocurría a finales del invierno de 2001. En primavera, esperábamos ver aparecer el famoso cargamento en nuestras fronteras. Una ocasión única de cortar de raíz la nueva red… -Paul observaba las tumbas. Esta vez, un lugar claro, cincelado, variado como una Música de piedra que le murmuraba al oído-. A partir de mayo, en Alemania, en Francia, en Holanda, las fronteras se pusieron en alerta máxima. Los puertos, los aeropuertos, las aduanas de carretera estaban permanentemente vigilados. Cada país había investigado a su respectiva comunidad turca. Habíamos apretado las tuercas a nuestros informadores, intervenido los teléfonos de los traficantes… A finales de mayo, estábamos como al principio. Ni una pista, ni una información… En Francia, empezábamos a preocuparnos. Decidimos investigar más a fondo en la comunidad turca. Recurrir a un especialista. Un hombre que conociera las redes de Anatolia como la palma de su mano y que pudiera convertirse en un auténtico topo.

Aquellas palabras devolvieron a Paul a la realidad. De pronto, comprendió la relación entre los dos asuntos.

– Jean-Louis Schiffer -dijo sin pararse a pensar.

– Exactamente. El Cifra o el Hierro, como prefiera.

– Pero estaba retirado.

– De modo que tuvimos que pedirle que se reenganchara…

Todo iba encajando. El turbio asunto de abril de 2001. La renuncia del tribunal de apelación de París a perseguir a Schiffer por el homicidio de Gazil Hamet.

– Jean-Louis Schiffer puso precio a su colaboración -dedujo Paul en voz alta-. Exigió que se enterrara el asunto Hamet.

– Veo que conoce bien el dossier.

– Yo también formo parte de él. Y estoy aprendiendo a sumar dos y dos en lo tocante a los policías. La vida de un camello de poca monta no valía un bledo comparada con sus grandes ambiciones de jefe de servicio.

– Se olvida usted de nuestra motivación principaclass="underline" desarticular una red de gran envergadura, atajar…

– No siga. Me conozco la canción.

Amien alzó sus largas manos, dando a entender que renunciaba a polemizar sobre el asunto.

– De todas formas, nuestro problema fue otro.

– ¿Qué quiere decir?

– Schiffer cambió de bando. Cuando descubrió qué clan participaba en la alianza y cuáles eran las características del envío, no nos informó. Por el contrario, creemos que ofreció sus servicios al cártel. Incluso debió de brindarse a recibir al correo en París y repartir la droga entre los mejores distribuidores. ¿Quién mejor que él conocía a los traficantes instalados en Francia? -Amien rió con cinismo-. En este asunto, nos faltó intuición. Pedimos ayuda al Hierro, pero quien acudió fue el Cifra. Le pusimos en bandeja el negocio de su vida. Para Schiffer, ese asunto fue su apoteosis.

Paul guardó silencio. Intentaba reconstruir su propio mosaico, pero aún quedaban demasiadas lagunas.

– Si Schiffer acabó su carrera con ese golpe magistral -dijo al cabo de unos instantes-, ¿por qué seguía en el asilo de Longéres?

– Porque, una vez más, las cosas no salieron como estaba previsto.

– ¿Es decir?

– El correo enviado por los turcos no apareció. Al final, fue él quien engañó a todo el mundo y huyó con el cargamento. Sin duda, Schiffer temía que sospecháramos de él y prefirió hacer mutis y enterrarse en Longéres hasta que las cosas se calmaran. Incluso un hombre como él temía a los turcos. No hace falta que le explique el tratamiento que reservan a los traidores…

Otro recuerdo: el Cifra se había inscrito con un nombre falso en Longéres, donde hacía todo lo posible por pasar inadvertido. Sí: temía las represalias de las familias turcas. Las piezas encajaban, pero Paul no estaba totalmente convencido. El puzzle le parecía demasiado frágil, demasiado precario.

– Todo eso no son más que hipótesis -replicó-. No tiene ni la sombra de una prueba. En primer lugar, ¿cómo puede estar tan seguro de que la droga no llegó a Europa?

– Dos elementos nos lo demostraron de forma irrebatible. Primero, una heroína de esas características habría producido efectos perceptibles en el mercado. Habríamos constatado una escalada en las sobredosis, por ejemplo. Sin embargo, no pasó nada.

– ¿Y segundo?

– Hemos encontrado la droga.

– ¿Cuándo?

– Hoy mismo. -Amien lanzó una mirada a su alrededor-. En el columbario.

– ¿Aquí?

– Si hubiera seguido avanzando por la cripta, la habría descubierto usted mismo, mezclada con las cenizas de los muertos. Debía de estar escondida en alguno de los nichos destrozados durante el tiroteo. Ahora es inutilizable -dijo Amien, y volvió a sonreír-. Debo confesar que el símbolo es ineludible: la muerte blanca convertida en muerte gris. Eso es lo que Schiffer vino a buscar anoche. Y fue su investigación la que lo condujo aquí.

– ¿Qué investigación?

– La de usted.

Cables eléctricos que seguían sin encontrar su conexión.

– No lo entiendo -murmuró Paul, perplejo.

– Pues es bien sencillo. Desde hace meses, creemos que el correo de los turcos era una mujer. En Turquía, las mujeres son médicos, ingeniero,, ministros… ¿Por qué no van a ser traficantes de drogas?

Esta vez la conexión se produjo. Sema Gokalp, Anna Heymes. La mujer de las dos caras. La mafia turca había lanzado a sus Lobos sobre las huellas de la mujer que la había traicionado.

La Presa era el correo.

Paul se lanzó a una reconstrucción relámpago: esa noche, Schiffer había sorprendido a Sema en el preciso momento en que recuperaba la droga.

Se había producido un enfrentamiento.

Una lucha a muerte.

Y la Presa seguía huyendo…

– Nos interesa su investigación, Nerteaux. -Amien ya no sonreía-. Hemos establecido la relación entre las tres víctimas de su caso y la mujer que buscamos. Los jefes del cártel turco enviaron a sus sicarios para buscarla, pero hasta ahora los ha eludido. ¿Dónde está Nerteaux? ¿Tiene alguna pista, por pequeña que sea, que pueda conducirnos hasta ella?

Paul no respondió. Remontaba mentalmente el tren que le había pasado por delante de las narices: los Lobos Grises torturando mujeres, en busca de la droga; Schiffer, con su especial olfato, comprendiendo poco a poco que perseguía a la misma mujer que lo había engañado huyendo con el precioso cargamento…

En ese momento tomó una decisión. Sin preámbulos, le contó toda la historia a Olivier Amien. El secuestro de Zeynep Tütengil, en noviembre de 2001. El descubrimiento de Sema Golkalp en el baño turco. La intervención de Philippe Charlier y su operación de limpieza. El programa de condicionamiento psíquico. La creación de Anna Heymes. La fuga de esta última, que volvía sobre sus pasos y recuperaba poco a poco la memoria… hasta meterse de nuevo en la piel de la traficante y tomar el camino del cementerio.

Cuando Paul dio por concluido su relato, el alto funcionario parecía totalmente noqueado.

– ¿Por eso ha venido Charlier? -preguntó al cabo de un minuto largo.

– Y Beauvanier. Están pringados hasta las cejas. Han venido a asegurarse de que Schiffer está bien muerto. Pero queda Anna Heymes. Y Charlier tiene que encontrarla antes de que hable. La eliminará en cuanto le ponga la mano encima. Va detrás de la misma liebre que usted.

Amien se colocó frente a Paul y se quedó inmóvil. Su expresión tenía la dureza de la piedra.

– Charlier es cosa mía. ¿Qué tiene usted para localizar a esa mujer?

Paul miraba las sepulturas a su alrededor. Un retrato amarillento en un marco oval. Una plácida Virgen, envuelta en un lánguido manto, miraba hacia un lado. Un Cristo taciturno de tonos broncíneos… En todo aquello había algún detalle que le decía algo, pero no sabía qué.

– ¿Qué pista tiene? -insistió Amien sacudiéndole el brazo con brusquedad-. La muerte de Schiffer le caerá encima como una losa. Como policía, está usted acabado. A menos que encontremos a la chica y saquemos el asunto a la luz. Con usted en el papel de héroe Le repito la pregunta: ¿qué pista tiene?

– Quiero seguir con la investigación personalmente -repuso Paul.

– Deme la información. Luego ya se verá.

– Quiero su palabra de honor.

– ¡Hable, por amor de Dios! -exclamó Amien, exasperado.

Paul volvió a abarcar los monumentos funerarios con la mirada: el desgastado rostro de la Virgen, la alargada cabeza del Cristo, el retrato oval de tonos sepia… De pronto, comprendió el mensaje: caras. El único modo de encontrarla.

– Se ha operado la cara -murmuró-. Cirugía estética. Tengo una lista de los cirujanos que podrían haber realizado la operación en París. Ya he hablado con tres. Deme lo que queda de hoy para hablar con los demás.

– ¿Eso…? ¿Eso es todo lo que tiene? -preguntó Amien con la decepción pintada en el rostro.