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Paul estaba empapado en sudor; tenía la sensación de seguir un rastro de fuego. La Presa estaba ahí, ante él, al alcance de su mano.

– ¿Es todo lo que dijo? ¿Ningún dato personal?

– No. Simplemente añadió: «Antes tengo que verlo con mis propios ojos», o una cosa por el estilo. Algo incomprensible. ¿Quién es, exactamente?

Paul se levantó sin responder. Cogió un taco de post-it del escritorio y apuntó el número de su móvil.

– Si vuelve a llamar, arrégleselas para localizarla. Háblele de su operación. De los efectos secundarios. De lo que sea. Pero localícela y llámeme. ¿Entendido?

– ¿Está usted bien?

Paul se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.

– ¿Cómo dice?

– No sé, está usted tan rojo…

65

Pierre Laroque.

Rue Maspero, 24, Distrito Decimosexto.

Nada.

Jean-François Skenderi.

Clínica Massener, avenue Paul-Doumer, 58, Distrito Decimosexto.

Nada.

A las dos en punto, Paul volvía a cruzar el Sena. En dirección a la orilla izquierda.

Había renunciado al faro y la sirena -le daban dolor de cabeza- y buscaba un poco de paz en los rostros de los peatones, el colorido de los escaparates, los rayos de sol… Miraba maravillado a los parisinos, que vivían otro día normal dentro de la normalidad de sus vidas.

Llamó varias veces a sus tenientes. Naubrel seguía batallando con la Cámara de Comercio de Ankara, mientras Matkowska importunaba a los museos, los institutos de arqueología, las oficinas de turismo y la mismísima UNESCO en busca de fundaciones que hubieran financiado trabajos en las ruinas de Nemrut Dag en fechas recientes. Con el otro ojo, estaba pendiente de la lista de visados, que seguían analizando los motores de búsqueda; pero el nombre de Akarsa se resistía a aparecer.

Paul se asfixiaba dentro de la ropa. Tenía la cara ardiendo y la migraña le taladraba la nuca con dolorosas palpitaciones, tan intensas que habría podido contarlas. Tendría que haber hecho un alto en una farmacia, pero llevaba rato dejándolo para la siguiente esquina.

Bruno Simonnet.

Avenue de Ségur, 139, Distrito Séptimo.

Nada.

El cirujano, un hombre corpulento, tenía en brazos un rollizo minino. Viéndolos así, en perfecta armonía, no se sabía bien quién acariciaba a quién. Paul se estaba guardando las fotos cuando Simonnet comentó:

– No es usted el primero que me muestra ese rostro.

– ¿Qué rostro? -preguntó Paul sobresaltado.

– Ese.

Simonnet señaló el retrato robot de Sema Gokalp.

– ¿Quién se lo enseñó? ¿Un policía?

El cirujano asintió sin parar de toquetearle la nuca al felino. Paul pensó en Schiffer de inmediato.

– ¿Maduro, fuerte, con el pelo plateado?

– No. Joven. Con el pelo revuelto y pinta de estudiante. Tenía un ligero acento.

Paul llevaba rato encajando golpes como un boxeador acorralado contra la cuerdas. Esa vez tuvo que apoyarse en la repisa de la chimenea de mármol.

– ¿Acento turco?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Oriental, sí, podría ser.

– ¿Cuándo vino?

– Ayer por la mañana.

– ¿Qué nombre le dio?

– Ninguno.

– ¿Un contacto?

– No. Es raro. En las películas, ustedes siempre dejan su tarjeta, ¿no?

– Vuelvo enseguida.

Paul bajó al coche a toda prisa, cogió una fotografía del funeral de Türkes en la que aparecía Akarsa y, de nuevo en la consulta, se la tendió a Simonnet.

– El individuo del que hablamos, ¿sale en esta foto?

– Es él -aseguró el cirujano señalando al hombre de la chaqueta de terciopelo-. No hay duda posible.añadió alzando los ojos hacia Paul-. ¿No es compañero suyo?

Paul buscó en su interior toda la sangre fría que le quedaba y volvió a sacar la reconstrucción informática del rostro de la pelirroja.

– Dice usted que le enseñó este retrato. ¿Era exactamente el mismo? ¿Un dibujo como este?

– No. Una fotografía en blanco y negro. Una foto de grupo, para ser exactos. En el campus de una universidad, o un sitio muy parecido. La calidad dejaba mucho que desear, pero la mujer era la misma. Sin ninguna duda.

Sema Gokalp, joven y aguerrida entre otros estudiantes turcos, flotó unos instantes ante los ojos de Paul.

La única foto que tenían los Lobos Grises.

La borrosa imagen que les había costado la vida a tres mujeres inocentes.

Paul arrancó con un chirrido de neumáticos.

Volvió a colocar el faro en el techo del Golf y pisó el acelerador, con luces y sirena perforando aquel día de acuario.

Deducciones en cascada.

Y los latidos de su corazón, al mismo ritmo.

Ahora los Lobos Grises seguían la misma pista que él. Habían necesitado tres cadáveres para salir de su error. Ahora buscaban al cirujano plástico que había transformado a su presa.

Otra victoria póstuma para Schiffer.

«Nos los encontraremos de frente, lo presiento.»

Paul consultó su reloj: las dos y media.

Solo quedaban dos nombres en la lista.

Tenía que encontrar al cirujano antes que los asesinos.

Tenía que encontrara la mujer antes que ellos.

Paul Nerteaux contra Azer Akarsa.

El hijo de nadie contra el hijo de Asena, la Loba Blanca.

66

Frédéric Gruss vivía en lo alto de Saint-Cloud. Mientras circulaba por la vía rápida que bordea el Sena en dirección al Bois de Boulogne, Paul volvió a hablar con Naubrel.

– ¿Todavía nada con los turcos?

– Estoy en ello, capitán, estoy…

– Déjalo correr.

– ¿Qué?

– ¿Tienes copias de las fotos del entierro de Türkes?

– Sí, en mi ordenador.

– Hay una en el que el ataúd aparece en primer plano.

– Espere que lo anoto.

– En esa foto, el tercero de la izquierda es un joven con chaqueta de terciopelo. Quiero que amplíes su imagen y lances una orden de búsqueda a nombre de…

– ¿Azer Akarsa?

– Exactamente.

– ¿Es el asesino?

Paul tenía los músculos del cuello tan tensos que le costaba hablar:

– Tú lanza la orden de búsqueda.

– Eso está hecho. ¿Algo más?

– No. Ve a ver a Bomarzo, el juez que se encarga de los homicidios. Le pides una orden de registro de Empresas Matak.

– ¿Yo? ¿No sería mejor que fuera usted quien…?

– Le dices que te mando yo. Que tengo pruebas.

– ¿Pruebas?

– Un testigo ocular. Llama también a Matkowska y pídele las fotos de Nemrut Dag.

– ¿De quién?

Una vez más, Paul deletreó y le explicó al teniente de qué iba el asunto.

– Que te diga si el nombre de Akarsa ha aparecido entre los visados. Luego, lo reúnes todo y corres a ver al juez.

– ¿Y si me pregunta dónde está usted?

Paul dudó.

– Le das este número -respondió, y le dictó el teléfono de Olivier Amien.

Que se apañen entre ellos, se dijo cortando la comunicación. Tenía a la vista el puente de Saint-Cloud.

Las tres y media.

El sol inundaba el boulevard de la République, enroscado en torno a la colina sobre la que se alza Saint-Cloud. Era un día de auténtico esplendor primaveral, propicio ya a los hombros desnudos y las poses lánguidas en las terrazas de los bares. Lástima: para el último acto, habría preferido un cielo cargado de amenazas. Un firmamento apocalíptico, desgarrado por relámpagos y negro como el carbón.

Mientras subía por el bulevar, se acordó de la visita al depósito de cadáveres de Garches en compañía de Schiffer. ¿Cuántos siglos habían pasado desde aquel día,

Una vez en lo alto de la colina, descubrió una ciudad de calles tranquilas y pulcras. La flor y nata de los barrios residenciales. Un pequeño concentrado de vanidad y riqueza dominando el valle del Sena y la «ciudad baja».

Paul estaba tiritando. La premura, el cansancio y los nervios. Breves eclipses le nublaban la vista. Estrellas negras le golpeaban el fondo de las órbitas. No aguantaba sin dormir; era una de sus debilidades. Nunca había aguantado, ni siquiera de niño, cuando acechaba el regreso de su padre, paralizado por la angustia.

Su padre. La imagen del viejo empezó a confundirse con la de Schiffer, los desgarrones del asiento del taxi con las heridas del cadáver cubierto de ceniza…

Lo despertó un bocinazo. El semáforo estaba en verde. Se había adormilado. Arrancó con rabia y al fin consiguió encontrar la rue des Chênes.

Redujo la velocidad y siguió avanzando en busca del número 37. No veía las casas, ocultas tras muros de piedra o hileras de pinos; zumbaban los insectos; toda la naturaleza parecía aletargada bajo el sol de primavera.

Encontró sitio para aparcar justo delante del 37, un portón negro en una tapia encalada.

Se disponía a llamar cuando advirtió que la puerta estaba entreabierta. Una señal de alarma se encendió en su cerebro. Aquello no encajaba con la atmósfera de desconfianza que se respiraba en el barrio. Instintivamente, Paul despegó la cinta de velcro que cerraba su pistolera.

El jardín de la propiedad no tenía nada de particular. Parterres de césped, árboles grises, un sendero de gravilla… Al fondo se alzaba la casa, de aspecto sólido, paredes blancas y contraventanas negras. Pegado al edificio había un garaje de dos o tres plazas con puerta basculante.

No salieron a recibirlo ni perros ni criados. En el interior tampoco se apreciaba el menor movimiento.

La señal de alarma aumentó de tono.

Subió los tres escalones que conducían al porche y advirtió otra disonancia: una ventana rota. Tragó saliva y, muy lentamente, desenfundó el 9 milímetros. Empujó la hoja y pasó una pierna por encima del alféizar procurando no pisar los cristales del interior. A un metro a su derecha estaba el vestíbulo. El silencio envolvía todos sus movimientos. Paul dio la espalda a la entrada y avanzó por el pasillo.