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Sema se decide a salir del taxi en la calle Yaliboyu. Se desliza entre los coches y se refugia bajo el alero de una manzana llena de tiendas. Hace una pausa para comprar un ligero poncho impermeable de color verde y a continuación mira a su alrededor buscando puntos de referencia. El barrio parece una pequeña ciudad, una copia a escala de Estambul, una versión de bolsillo. Aceras estrechas como cintas, casas apretujadas unas contra otras, callejas como senderos que descienden hasta la orilla.

Sema baja la calle Beylerbeyi en dirección al río. A la izquierda, tiendas cerradas, bares protegidos bajo sus marquesinas, puestos cubiertos con lonas. A la derecha, un muro ciego que protege los jardines de una mezquita. Una superficie de porosas piedras rojas, surcada de grietas que trazan una melancólica geografía. Abajo, bajo la hojarasca gris, se adivinan las aguas del Bósforo, que gruñen y redoblan como timbales en un foso de orquesta.

Sema se siente ganada por el líquido elemento. Las gotas le golpean la cabeza, le azotan los hombros, chorrean por el impermeable… Sus labios tienen un sabor a arcilla. Hasta su rostro parece volverse fluido, móvil, espejeante…

La lluvia arrecia junto a la orilla, como liberada por la espaciosidad del río. La margen parece estar a punto de desprenderse y flotar por el estrecho hasta el mar. Sema no puede evitar vibrar, sentir en sus venas, convertidas en ríos, esos trozos de continente que oscilan sobre sus bases.

Vuelve sobre sus pasos y busca la entrada de la mezquita. Sigue el ruinoso muro, salpicado de roñosas rejas. Por encima de su cabeza, las cúpulas relucen y los minaretes parecen ascender entre las gotas.

A medida que avanza, los recuerdos siguen acudiéndole a la mente. A Kürsat lo apodan el jardinero porque su especialidad es la botánica, vertiente adormidera. Allí es donde cultiva sus propias especies salvajes, en la espesura de aquel jardín. Todas las tardes viene a Beylerbeyi para supervisar sus papaveráceas…

Sema cruza el umbral y penetra en un patio con suelo de mármol en el que se alinea una serie de pilas bajas destinadas a las abluciones previas a la plegaria. Mientras lo atraviesa, ve un grupo de gatos blancos y canela acurrucados en las lucernas. Uno tiene un ojo reventado; otro, el hocico manchado de sangre.

Otra puerta y, tras ella, los jardines.

El espectáculo le encoge el corazón. Árboles, arbustos y setos en desorden; tierra removida; ramas tan negras como barras de regaliz; tupidos bosquecillos, apretados como setos de boj. Todo un mundo lujuriante, animado, acariciado por la lluvia.

Avanza embriagada por el perfume de las flores y el penetrante olor a tierra mojada. El tamborileo de la lluvia se hace allí aterciopelado. Las gotas rebotan en las hojas con pizzicatos neutros, los regueros de agua se deslizan sobre el follaje como acordes de arpa. El cuerpo responde a la música con la danza, se dice Sema. La tierra responde a la lluvia con sus jardines.

Al apartar unas ramas, descubre un enorme huerto rodeado de árboles. Ve plantas sostenidas por rodrigones de bambú, bidones truncados llenos de humus, tarros de cristal que protegen brotes, y piensa en un invernadero a cielo abierto. Mejor aún: en una guardería vegetal. Da unos pasos y vuelve a detenerse: el jardinero está allí.

Rodilla en tierra e inclinado sobre una hilera de adormideras protegidas por bolsas de plástico transparente, desliza una cánula al interior de un pistilo, donde se encuentra la cápsula de alcaloide. Sema no conoce aquella especie, sin duda un híbrido nuevo, adelantado a la época de floración. Cultivo experimental, en plena capital turca…

Como si hubiera notado su presencia, el químico alza la cabeza. La capucha le oculta la frente y apenas deja ver sus marcados rasgos. Sus labios esbozan una sonrisa, más rápida que el asombro de sus ojos.

– Los ojos. Te habría reconocido por los ojos.

Le ha hablado en francés. Antaño, era un juego entre ellos, una complicidad más. Sema no responde. Imagina lo que ve: una silueta descarnada bajo una capucha verde té y un rostro demacrado, irreconocible. Sin embargo, Kürsat no manifiesta ningún asombro: así pues, sabe que se ha operado el rostro. ¿Se lo habrá dicho ella? ¿O han sido los Lobos? ¿Amigo o enemigo? Sema solo dispone de unos segundos para decidirlo. Aquel hombre era su confidente, su cómplice. Tiene que haber sido ella quien le reveló los detalles de su huida.

Sus gestos son forzados, inseguros. Apenas es más alto que ella. Lleva una bata de tela bajo un ancho delantal de plástico.

– ¿Por qué has vuelto? -le pregunta levantándose.

Sema deja que la lluvia marque los segundos y no dice nada. Luego, con la voz amortiguada por el impermeable, responde, también en francés:

– Quiero saber quién soy. He perdido la memoria.

– ¿Qué?

– En París me detuvo la policía. Me sometieron a un condicionamiento mental. Tengo amnesia.

– No es posible…

– En nuestro mundo, todo es posible, lo sabes tan bien como yo.

– Entonces… ¿no te acuerdas de nada?

– Lo que sé lo he averiguado por mis propios medios.

– Pero ¿por qué has vuelto? ¿Por qué no has desaparecido?

– Es demasiado tarde para desaparecer. Los Lobos me siguen el rastro. Saben qué aspecto tengo ahora. Quiero negociar.

Kürsat deja con precaución la flor cubierta con la bolsa de plástico entre los bidones y los sacos de mantillo, y le lanza una mirada furtiva.

– ¿Aún la tienes? -Sema no responde-. ¿Aún tienes la droga? -insiste Kürsat.

– Las preguntas las hago yo -replica Sema-. ¿Quién ordenó la operación?

– Nunca conocemos el nombre. Son las reglas.

– Ya no hay reglas. Mi huida lo ha trastocado todo. Habrán venido a interrogarte. Habrás oído nombres. ¿Quién ordenó el envío?

Kürsat vacila. La lluvia tamborilea sobre su capucha y le resbala por la cara.

– Ismail Kudseyi.

El nombre enciende una luz en la memoria de Sema -Kudseyi, el jefe supremo-, quien, no obstante, finge no recordarlo.

– ¿Quién es?

– No puedo creer que hayas perdido la memoria hasta ese punto.

– ¿Quién es? -repite Sema.

– El baba más importante de Estambul. -Kürsat baja la voz, como para adecuarla al diapasón de la lluvia-. Está preparando una alianza con los uzbekos y los rusos. El cargamento era un envío piloto. Una prueba. Un símbolo. Que tú malograste.

Sema sonríe tras la cortina de agua.

– El ambiente entre los socios debe de estar cargado…

– La guerra es inminente. Pero a Kudseyi le es igual. Su obsesión eres tú. Encontrarte. No es una cuestión de dinero, es una cuestión de honor. No puede permitir que lo traicione uno de los suyos. Somos sus Lobos, sus criaturas.

– ¿Sus criaturas?

– Los instrumentos de la Causa. Los Lobos nos formaron, nos adoctrinaron, nos educaron… Cuando naciste, no eras nadie. Una muerta de hambre que criaba ovejas. Como yo. Como los demás. Los hogares nos lo dieron todo. La fe. El poder. El saber.

Sema debería ir a lo esencial, pero quiere enterarse de más cosas, oír más detalles.

– ¿Por qué hablamos francés?

En el redondo rostro de Kürsat, se insinúa una sonrisa. Una expresión de orgullo.

– Nos eligieron. En los años ochenta, los reis, los jefes, decidieron crear un ejército clandestino, con oficiales, con figuras de élite. Lobos que pudieran introducirse en las capas más altas de la sociedad turca.

– ¿Eran un proyecto de Kudseyi?

– Lo inició él, pero lo aprobaron todos. Emisarios de su fundación visitaron los hogares de Anatolia central. Buscaban a los chicos con más dotes, a los más prometedores. Su idea era escolarizarlos en los mejores colegios. Un proyecto patriótico: el saber y el poder devueltos a los verdaderos turcos, a los hijos de Anatolia, no a los bastardos burgueses de Estambul.

– ¿Y nos seleccionaron?

– Nos enviaron al liceo Galatasaray -responde Kürsat con un orgullo aún más acusado-, dotados, como otros chicos, con becas de la fundación. ¿Cómo puedes haber olvidado eso? -Sema no responde y Kürsat prosigue, en un tono cada vez más exaltado-: Teníamos doce años. Ya éramos pequeños baskans, jefes, en nuestras regiones. Primero pasamos un año en un campo de entrenamiento. Cuando llegamos a Galatasaray, ya sabíamos manejar un fusil de asalto. Nos sabíamos pasajes de Las nueve luces de memoria. Y, de pronto, nos vimos rodeados de decadentes que oían rock, fumaban hierba e imitaban a los europeos. Unos comunistas hijos de puta… Tú y yo, Sema, nos unimos frente a ellos. Como hermana y hermano. Los dos paletos de Anatolia, los dos pobretones con sus ridículas becas… Pero nadie sabía hasta qué punto éramos peligrosos. Ya éramos dos Lobos. Dos combatientes. Infiltrados en un mundo que nos estaba vedado. ¡Para luchar mejor contra aquellos rojos de mierda! Tauri turk'ü korusun! [3]

Kürsat levanta el puño con el índice y el meñique extendidos. Se esfuerza por parecer un fanático, pero en realidad parece lo que nunca ha dejado de ser: un niño dulce, torpe, empujado a la violencia Y el odio.

Sema continúa interrogándolo, inmóvil entre los rodrigones y el follaje:

– ¿Qué ocurrió después?

– Yo acabé en la facultad de Ciencias. Tú, en la Universidad de Bogazici, donde se estudian lenguas. A finales de los años ochenta, los Lobos se estaban imponiendo en el mercado de la droga. Necesitaban especialistas. Nuestros papeles ya estaban escritos. La química para mí y el transporte para ti. Había otros. Lobos infiltrados. Diplomáticos, empresarios…

– Como Azer Akarsa.

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[3] «¡Dios proteja a los turcos!»