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Kürsat se estremece.

– ¿Conoces ese nombre?

– Es el hombre que me perseguía en París.

El jardinero agita el cuerpo bajo la lluvia, como un hipopótamo.

– Han mandado al peor de todos. Si te busca, te encontrará.

– Soy yo quien lo busca a él. ¿Dónde está?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -La voz de Kürsat suena falsa. De pronto, vuelve a asaltarla una sospecha. Casi había olvidado esa vertiente de su historia: ¿quién la traicionó? ¿Quién reveló a Akarsa que se escondía en los baños de Gurdilek? Se reserva la pregunta para más adelante…-. ¿Aún la tienes? ¿Dónde está la droga? -pregunta el químico con excesiva precipitación.

– Te repito que he perdido la memoria.

– Si quieres negociar, no puedes volver con las manos vacías. Es tu única posibilidad de…

– ¿Por qué lo hice? -le pregunta de repente-. ¿Por qué quise engañar a todo el mundo?

– Eso solo lo sabes tú.

– Te impliqué en mi huida. Te puse en peligro. Tuve que darte alguna razón.

El químico esboza un gesto vago.

– Nunca aceptaste nuestro destino. Decías que nos reclutaron a la fuerza. Que no nos dejaron elección. Pero ¿qué elección? Sin ellos, seguiríamos siendo pastores. Patanes perdidos en el culo de Anatolia.

– Si soy traficante, tendré dinero. ¿Por qué no desaparecí, simplemente? ¿Por qué robé la heroína?

– Necesitabas algo más -rezonga Kürsat-. Joderles el tinglado. Enfrentar a los clanes entre sí. Esa misión te ofrecía la ocasión de vengarte. Cuando los uzbekos y los rusos vengan aquí, será la hecatombe.

La lluvia afloja, la noche cae. El Jardinero se desdibuja en la oscuridad, como si se apagara lentamente. Sobre sus cabezas, las cúpulas de las mezquitas parecen fosforescentes.

La idea de la traición vuelve con fuerza a la mente de Sema: ahora tiene que llegar hasta el final, acabar el trabajo sucio.

– Y tú -pregunta con voz gélida-, ¿cómo es que sigues vivo? ¿No vinieron a interrogarte?

– Sí, claro que sí.

– ¿No les contaste nada?

El químico parece agitado por un escalofrío.

– No tenía nada que contarles. No sabía nada. Me limité a transformar la heroína en París y volví aquí. Tú no dabas señales de vida. Nadie sabía dónde estabas. Y yo menos que nadie. -Le tiembla la voz. De pronto, Sema siente lástima por él. «Kürsat, mi Kürsat, ¿cómo has conseguido sobrevivir tanto tiempo?» El grueso químico añade de un tirón-: Confiaron en mí, Sema. Te lo juro. Había hecho mi parte del trabajo. No tenía noticias tuyas. A partir del momento en que te escondiste donde Gurdilek, pensé…

– ¿Quién ha hablado de Gurdilek? ¿He hablado yo de Gurdilek?

Sema acaba de comprenderlo: Kürsat lo sabía todo, pero solo reveló a Akarsa parte de la verdad. Se libró contándoles dónde se ocultaba, pero no les dijo que se había operado la cara. Así era como había negociado con su conciencia su «hermano de sangre».

Por un segundo, el químico se queda boquiabierto, como si la barbilla le pesara demasiado. Al segundo siguiente, mete la mano bajo una tela de plástico. Sema apunta la Glock por debajo del poncho y dispara. El jardinero cae de bruces sobre los tarros que protegen los retoños.

Sema se arrodilla junto a éclass="underline" es su segundo asesinato, tras el de Schiffer. Pero, a juzgar por la seguridad de su gesto, comprende que ya había matado antes. Y de ese modo, con un arma de mano, a bocajarro. ¿Cuándo? ¿Cuántas veces? No lo recuerda. A ese respecto, su memoria es una sucesión de compartimientos estancos.

Durante unos instantes, observa a Kürsat, inmóvil entre las adormideras. Poco a poco, la muerte suaviza sus facciones y, libre al fin, la inocencia vuelve a ascender a la superficie de su rostro.

Sema registra el cadáver y encuentra un teléfono móvil bajo la bata. Junto a uno de los números de la memoria aparece el nombre «Azer».

Se guarda el aparato en el bolsillo y se levanta. Ha dejado de llover, y la oscuridad se ha apoderado del lugar. Los jardines respiran, al fin. Alza los ojos hacia la mezquita: las húmedas cúpulas brillan como si fueran de cerámica verde y los minaretes parecen a punto de despegar hacia las estrellas.

Sema se queda unos segundos más junto al cuerpo. Inexplicablemente, algo nítido, preciso, se desprende de ella.

Ahora sabe por qué lo hizo. Por qué huyó con la droga.

Para conseguir la libertad, por supuesto.

Pero también para vengarse de algo muy concreto.

Antes de dar ningún paso más, tiene que cerciorarse.

Tiene que encontrar un hospital. Y un ginecólogo.

71

Toda la noche escribiendo…

Una carta de doce páginas dirigida a Mathilde Wilcrau, rue Le Goff, París, Distrito Quinto. En ella, le cuenta su historia al detalle. Sus orígenes. Su formación. Su trabajo. Y lo del último cargamento.

También le da nombres. Kürsat Mihilit. Azer Akarsa. Ismail Kudseyi. Uno tras otro, coloca los peones sobre el tablero. Describe minuciosamente su papel y su posición. Reconstruye cada fragmento del mosaico…

Le debe esas explicaciones.

Se las prometió en la cripta del Pére-Lachaise, pero además quiere hacerle inteligible una historia en la que la psiquiatra se ha jugado la vida sin contrapartida.

Cuando escribe «Mathilde» en el papel claro del hotel, cuando dibuja ese nombre con la estilográfica, Sema se dice que tal vez nunca ha tenido nada tan sólido como esas cuatro sílabas.

Enciende un cigarrillo y se toma su tiempo para recordar. Mathilde Wilcrau. Una mujer alta, fuerte, de cabellos negros. La primera vez que vio su sonrisa, demasiado roja, le acudió a la mente una imagen: los tallos de amapola que quemaba para preservar su color.

La comparación cobra todo su sentido ahora que ha recuperado el recuerdo de sus orígenes. Los paisajes de arena no pertenecían, como creía, a las landas francesas, sino a los desiertos de Anatolia. Las amapolas eran adormideras silvestres: la sombra del opio, ya… Al quemar los tallos, sentía un estremecimiento, una mezcla de emoción y miedo. Intuía una relación secreta, inexplicable, entre la llama negra y la vistosa eclosión de los pétalos.

En Mathilde Wilcrau brilla el mismo secreto.

Una región quemada en su interior alimenta el intenso rojo de su sonrisa.

Sema acaba la carta; pero, por unos instantes, duda si añadir lo que ha averiguado en el hospital unas horas antes. No. Eso solo le concierne a ella. Firma y mete las hojas en el sobre.

La radio despertador de la habitación marca las cuatro de la mañana.

Sema repasa su plan por última vez. «No puedes volver con las manos vacías…», ha dicho Kürsat. Ni las ediciones de Le Monde ni los telediarios han mencionado la droga desparramada por la cripta. En consecuencia, hay muchas probabilidades de que Azer Akarsa e Ismail Kudseyi ignoren que la heroína se ha perdido. Virtualmente, Sema tiene un objeto de negociación…

Deja el sobre delante de la puerta y entra en el baño.

Abre el grifo, llena un tercio de la pila y coge la caja del producto que ha comprado hace unas horas en una droguería de Beylerbeyi. Vierte el pigmento en el agua y observa las manchas, que poco a poco se deslían y se transforman en un mejunje rojizo.

Se contempla en el espejo unos instantes. Rostro destrozado, huesos triturados, piel recosida: bajo la aparente belleza, una mentira más…

Sonríe a su imagen y murmura:

– Ya no hay elección.

Luego sumerge el índice derecho en la henna con precaución.

72

Las cinco.

La estación de Haydarpasa.

Un punto de salida y llegada tanto ferroviario como marítimo. Todo es exactamente igual que en su recuerdo. El edificio central, una U flanqueada por dos gruesas torres y abierta hacia el estrecho como un abrazo, una bienvenida al mar. Luego, alrededor, los diques, que trazan ejes de piedra y forman un laberinto de agua. En el segundo, al final del muelle, se alza el faro. Una torre aislada, como posada sobre los canales.

A esa hora, todo está oscuro, frío, apagado. En la estación, tras los empañados cristales, una sola luz palpita débilmente y difunde una claridad rojiza y vacilante.

El quiosco del iskele -el embarcadero- brilla también y se refleja en el agua en una mancha de un azul cobrizo, más débil aún, casi violeta.

Con los hombros encogidos y el cuello de la chaqueta levantado, Sema pasa junto al edificio central y bordea la orilla. El ambiente tenebroso la satisface: contaba con aquel desierto inerte, silencioso, amortajado por la escarcha. Se dirige al fondeadero de las embarcaciones de recreo. Los cables y las velas la siguen de cerca con su incesante tintineo. Sema escruta cada barca, cada esquife. Al fin, ve un hombre encogido en el fondo de una chalupa, cubierto con una lona. Lo despierta y le ofrece una cantidad. Aturdido, el marinero acepta el precio, una fortuna. Sema le asegura que no se alejará del segundo espigón, que no perderá de vista su barco. El hombre acepta, pone en marcha el motor sin decir palabra y salta al embarcadero.

Sema coge el timón. Maniobra entre las embarcaciones y se aleja del muelle. Sigue el primer dique, rodea el extremo del terraplén y continúa a lo largo del segundo dique en dirección al faro. A su alrededor, el silencio es total. En lontananza, el puente iluminado de un carguero perfora la oscuridad. A la luz de los focos, perlados de roción, se agitan las sombras. Por un breve instante Sema se siente cómplice, solidaria con esos fantasmas dorados.

Se acerca a las rocas. Amarra la barca y sube al faro. Fuerza la puerta sin dificultad. El angosto interior, hostil a cualquier presencia humana, está helado. El faro, automatizado, parece no necesitar a nadie. En lo alto de la torre, el enorme proyector gira lentamente sobre su pivote exhalando largos quejidos.