Paul no distinguía sus facciones, sumidas en la oscuridad.
– Para defenderte.
– Para defenderme, ¿de quién? -Silencio-. ¿Para defenderme de papá? -Su madre se inclinó hacia él, y una línea de luz iluminó su rostro. Un rostro tumefacto, marcado de hematomas. Uno de sus ojos, con el blanco inyectado en sangre, lo escrutaba como un ojo de buey-. ¿Para defenderme de papá? -volvió a preguntar.
Paul asintió con la cabeza. Se produjo una pausa, una inmovilidad total, tras la cual su madre lo envolvió en sus brazos como una ola inesperada. Paul la rechazó; no quería lágrimas, no quería compasión. Solo contaba el combate que se avecinaba. La promesa que se había hecho la noche anterior, después de que su padre, completamente borracho, golpeara a su madre hasta dejarla inconsciente en el suelo de la cocina. Cuando aquel monstruo lo había descubierto cuando había visto a aquel crío tembloroso en el marco de la puerta, le había advertido: «Volveré. ¡Volveré y os mataré a los dos!».
Así que Paul había buscado un arma y ahora esperaba su regreso espada en mano.
Pero su padre no volvió. Ni al día siguiente ni al otro. Por un azar cuya clave solo conocía el destino, Jean-Pierre Nerteaux había sido asesinado la misma noche en que había pronunciado aquella amenaza. Su cuerpo había aparecido dos días más tarde en su propio taxi, cerca de los depósitos de petróleo del puerto de Gennevilliers.
Al recibir la noticia, su mujer, Françoise, reaccionó de un modo extraño. En lugar de acudir a identificar el cadáver, se personó en el lugar de autos para comprobar que el Peugeot 504 estaba intacto y que no habría ningún problema con la compañía de taxis.
Paul recordaba hasta el menor detalle: el viaje en autobús hasta Gennevilliers; el desconcierto de su madre, que no paraba de hablar entre dientes; su propia aprensión frente a un hecho que no comprendía… Sin embargo, al llegar a la zona de los depósitos, el asombro se apoderó de él. Gigantescas coronas de acero se alzaban en un gran descampado. La broza y los hierbajos crecían entre las ruinas de hormigón. Los vástagos de acero se oxidaban como cactus de metal. Un auténtico paisaje del lejano oeste, parecido a los desiertos que poblaban los tebeos de su colección.
Bajo un cielo en fusión, madre e hijo cruzaron la zona de almacenamiento. En el límite de aquel erial, descubrieron el Peugeot familiar, con las ruedas medio hundidas en las grises dunas. Desde su altura de niño de ocho años, Paul no había perdido detalle: los uniformes de los policías; las esposas, destellando al sol; las explicaciones en voz baja; los mecánicos, moviéndose alrededor del coche, manos negras en la blanca claridad…
Tardó unos instantes en comprender que habían apuñalado a su padre mientras estaba al volante. Pero tan solo un segundo en descubrir, por la puerta posterior entreabierta, los desgarrones del respaldo del asiento.
El asesino se había ensañado con su víctima a través del asiento. Esa simple imagen había fulminado al niño revelándole la secreta coherencia del hecho. Dos días antes deseaba la muerte de su padre. Se había armado y había confesado sus intenciones a su madre. Aquella confesión había adquirido el valor de una maldición: una fuerza misteriosa había cumplido su deseo. No había empuñado el cuchillo, pero había ordenado, mentalmente, la ejecución
A partir de ese instante no recordaba nada. Ni el entierro, ni las lágrimas de su madre, ni las dificultades económicas que habían marcado su vida diaria. Paul estaba concentrado sobre una sola verdad: era el único culpable.
El instigador del crimen.
Mucho después, en 1987, se matriculó en la facultad de Derecho de la Sorbona. A base de pequeños trabajos, había reunido suficiente dinero para alquilar una habitación en París y mantenerse alejado de su madre, que ya no paraba de beber. Empleada de la limpieza en una gran superficie, la idea de que su hijo se convirtiera en abogado la llenaba de orgullo. Pero Paul tenía otros planes.
En 1990, con la licenciatura en el bolsillo, ingresó en la escuela de inspectores de Cannes-Ecluse. Dos años más tarde acabó como primero de su promoción y pudo elegir uno de los puestos más codiciados por los policías bisoños: la Oficina Central para la Represión del Tráfico Ilegal de Estupefacientes (OCRTIS). El templo de los cazadores de droga.
Su camino parecía trazado. Cuatro años en una oficina central o una brigada de élite y, luego, el concurso interno para comisario. Antes de cumplir los cuarenta, Paul Nerteaux obtendría un puesto de responsabilidad en el Ministerio del Interior, en la place Beauvau, bajo los artesonados de oro de la Grand Maison. Una ascensión fulgurante para un chico salido de un «ambiente difícil», como suele decirse.
En realidad, a Paul no le interesaba el éxito en sí mismo. Su vocación de policía tenía otros fundamentos, siempre ligados a sus sentimientos de culpa. Quince años después de la visita al puerto de Gennevilliers, el remordimiento seguía torturándolo. La voluntad de lavar su falta, de recuperar la inocencia perdida, era su única guía.
Para dominar sus angustias, había tenido que inventar técnicas personales, métodos de concentración secretos. Aquella disciplina le había proporcionado los elementos necesarios para convertirse en un policía inflexible. Dentro del «cuerpo», era odiado, temido o admirado, según de quién se tratase, pero nunca querido. Porque nadie comprendía que su intransigencia y su ambición eran una tabla de salvación, un cortafuegos. El único modo de mantener a raya a sus demonios. Nadie sabía que, en un cajón de su escritorio, a mano derecha, seguía guardando un abrecartas de cobre…
Apretó las manos sobre el volante y se concentró en la cinta de asfalto.
¿Por qué removía toda aquella mierda precisamente hoy? ¿Influencia del paisaje, ensombrecido por la lluvia? ¿El hecho de que fuera domingo, día de muerte entre los vivos?
A ambos lados de la autopista no se veía otra cosa que los negruzcos surcos de los campos de cultivo. La misma línea del horizonte parecía un último surco, abierto bajo la nada del cielo. En aquella región no podía pasar nada, salvo una lenta inmersión en la desesperación. Paul echó un vistazo al mapa de carreteras extendido sobre el asiento del acompañante. Tendría que abandonar la autopista A1 y tomar la nacional en dirección a Amiens. Luego continuaría por la departamental 235. Su lugar de destino se encontraba a diez kilómetros.
Trató de apartar la mente de sus lúgubres pensamientos y concentrarla en el hombre a cuyo encuentro se dirigía, sin lugar a dudas el único policía con el que no habría querido encontrarse jamás. Había fotocopiado la totalidad de su expediente en la Inspección General de Servicios y habría podido recitar su historial de memoria… Jean-Louis Schiffer, nacido en 1943 en Aulnay-sous-Bois, SeineSaint-Denis. Apodado, según las circunstancias, «el Cifra» o «el Hierro». El Cifra, por su tendencia a cobrar porcentajes de los asuntos que llevaba; el Hierro, por su reputación de policía implacable y también por su plateada y cuidada melena.
En 1959, tras obtener su certificado de estudios, Schiffer es movilizado a Argelia, a los Aurès. En 1960, se traslada a Argel, donde se convierte en oficial de información, miembro activo de los DOP (Destacamentos Operativos de Protección).
En 1963 regresa a Francia con el grado de sargento e ingresa en la policía, primero tomo agente del orden público y luego, en 1966, como investigador de la Brigada Territorial del Distrito Sexto. Se distingue rápidamente por su sentido innato de la calle y su habilidad en infiltrarse. En mayo de 1968 se lanza a la calle y se mezcla con los estudiantes. En esa época lleva coleta, fuma hachís y toma buena nota de los nombres de los líderes políticos. Durante los enfrentamientos de la rue Gay-Lussac, salva a un miembro de las Compañías Republicanas de Seguridad bajo una lluvia de adoquines.
Primer acto de valor.
Primera distinción.
Sus hazañas ya no cesarán. Reclutado por la Brigada Criminal en 1972, asciende a inspector y prodiga los actos heroicos, impávido ante las pistolas y los puños. En 1975 recibe la Medalla al Valor. Nada parece poder frenar su ascensión. Sin embargo, en 1977, tras un breve período en la BRI (Brigada de Investigación e Intervención), la célebre «antibandas», es trasladado repentinamente. Paul había descubierto el informe de la época, firmado por el comisario Broussard en persona. El policía había anotado al margen, con bolígrafo: «Ingobernable».
Schiffer encuentra su auténtico territorio de caza en el Distrito Décimo, en la Primera División de Policía judicial. Rechazando cualquier ascenso o traslado, durante más de veinte años, se impone como el hombre del Barrio Oeste, donde hace reinar el orden y la ley dentro del perímetro circunscrito por los grandes bulevares y las estaciones del Este y del Norte, cubriendo parte del Sentier, el barrio turco y otras zonas con fuerte presencia de población inmigrante.
Durante esos años, controla una red de confidentes, bordea la ilegalidad -juego, prostitución, droga- y mantiene relaciones ambiguas pero eficaces con los jefes de cada comunidad. Y alcanza una cifra récord de éxitos en sus investigaciones.
Según una opinión sólidamente establecida en las altas esferas, a él y solo a él se debe la relativa calma de esa parte del Distrito Décimo entre 1978 y 1998. En un hecho excepcional, Jean-Louis Schiffer llega a beneficiarse de una prolongación del servicio de 1999 a 2001.
En abril de ese último año, el policía pasa oficialmente a la situación de retiro. En su activo: cinco condecoraciones, incluida la Orden del Mérito, doscientas treinta y nueve detenciones y cuatro muertos por bala. A sus cincuenta y un años, no ha pasado de simple inspector. Un trotacalles, un hombre de acción reinando sobre un solo y único territorio.