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Primero admiró su metamorfosis.

La joven metida en carnes se había transformado en una morena longilinea, al estilo de las chicas modernas: poco pecho y caderas estrechas. Llevaba un abrigo negro acolchado, un pantalón recto del mismo color y botines de punta cuadrada. Una auténtica parisina. Pero lo que más fascinado lo tenía era la transformación de su rostro. ¿Cuántas operaciones, cuántos cortes habrían sido necesarios para obtener aquel resultado? Aquel rostro irreconocible le gritaba su rabia por huir, por escapar a su yugo. También podía leer en el fondo de sus ojos índigo. Aquel sombrío azul que aparecía apenas bajo los perezosos párpados para rechazar como se rechaza a un intruso, a una presencia molesta. Sí, en aquellos ojos, bajo aquellas facciones alteradas, Kudseyi reconocía la dureza primitiva de su pueblo de nómadas, una energía feroz, nacida de los vientos del desierto y las quemaduras del sol.

De golpe, se sintió viejo. Y acabado.

Una momia reseca con labios de polvo.

Sentado en su canapé, la dejó avanzar. La habían cacheado a fondo. Habían palpado y analizado su ropa, y examinado su cuerpo con rayos X. Ahora la flanqueaban dos guardaespaldas armados con sendos MP-7, con el seguro quitado y una bala en el cañón. Azer, también armado, permanecía en segundo plano.

Aun así, Kudseyi sentía una vaga aprensión. Su instinto de guerrero le decía que, a pesar de su aparente vulnerabilidad, aquella mujer seguía siendo peligrosa. Estaba tan intranquilo que sentía ligeras náuseas. ¿Qué tenía en mente? ¿Por qué se había entregado sin luchar?

Sema contemplaba el kilim colgado de la pared, detrás de él.

Kudseyi decidió hablar en francés, para dar un carácter más solemne al encuentro:

– Una de las alfombras más antiguas del mundo. La descubrieron unos arqueólogos rusos dentro de un bloque de hielo, en la frontera entre Siberia y Mongolia. Debe de tener más de dos mil años. Se cree que perteneció a los hunos. La cruz. El águila. Los cuernos de carnero. Símbolos exclusivamente masculinos. Debía de estar colgada en la tienda de un jefe de clan. -Sema permaneció muda. Una espina de silencio-. Una alfombra de hombres -insistió el anciano-, salvo por el hecho de que fue tejida por una mujer, como todos los kilims de Asia Central. -Kudseyi sonrió e hizo una pausa-. A menudo, trato de imaginarme a la que hizo esta: una madre excluida del mundo guerrero, que sin embargo supo imponer su presencia incluso en la tienda del Jan. -Sema, atentamente vigilada por los guardaespaldas, seguía imperturbable-. En esa época, las tejedoras siempre disimulaban un triángulo entre los demás motivos, para proteger su alfombra del mal de ojo. Me gusta esa idea: una mujer teje pacientemente un cuadro viril, lleno de motivos guerreros; pero, en alguna parte, en el borde o en una franja, desliza un símbolo maternal. ¿Eres capaz de descubrir el triángulo de la buena suerte en este kilim? -Ninguna respuesta, ningún movimiento por parte de Sema. El anciano cogió la garrafa de ayran, llenó lentamente su vaso y se lo bebió más lentamente aún-. ¿No lo ves? -preguntó al fin-. No importa. Esta historia me recuerda la tuya, Sema. Una mujer oculta en un mundo de hombres que esconde un objeto que nos afecta a todos. Un objeto que debe aportarnos suerte y prosperidad. -La voz de Kudseyi se apagó en las últimas sílabas para alzarse brusca y violentamente un segundo después-: ¿Dónde está el triángulo, Sema? ¿Dónde está la droga?

Ninguna reacción. Las palabras resbalaban sobre ella como gotas de lluvia. Kudseyi ni siquiera estaba seguro de que lo hubiera escuchado.

– No lo sé -dijo Sema de pronto. El anciano sonrió: quería negociar. Pero Sema siguió hablando-: En Francia, me detuvo la policía. Me sometieron a un condicionamiento psíquico. Un lavado de cerebro. No recuerdo mi pasado. No sé dónde está la droga. Ya ni siquiera se quién soy.

Kudseyi buscó a Azer con la mirada; también él parecía estupefacto.

– ¿Piensas que voy a creerme una historia tan absurda? -le preguntó el anciano a la joven.

– Era un largo tratamiento -siguió diciendo Sema con idéntica calma-. Un método de sugestión, bajo la influencia de un producto radiactivo. La mayoría de los que participaron en el experimento están muertos o detenidos. Puede comprobarlo: ha aparecido publicado en los periódicos franceses de ayer y anteayer.

Kudseyi daba vueltas a los hechos con desconfianza.

– ¿Recuperó la heroína la policía?

– Ni siquiera sabían que había un cargamento de heroína en juego.

– ¿Qué?

– Ignoraban quién era yo. Me eligieron porque me encontraron en estado de shock en los baños de Gurdilek, tras la incursión de Azer. Acabaron de borrarme la memoria sin conocer mi secreto.

– Para ser alguien que no tiene recuerdos, sabes muchas cosas…

– Lo averigüé más tarde.

– ¿Cómo conoces el nombre de Azer?

Sema esbozó una sonrisa tan breve como el destello de un flash.

– Todo el mundo lo conoce. Basta con leer los periódicos de París.

Kudseyi guardó silencio. Habría podido hacerle más preguntas, pero estaba convencido. No había vivido hasta ese día para ignorar esta ley indefectible: cuanto más absurdos parecen los hechos, más probabilidades hay de que sean ciertos. Pero seguía sin comprender la actitud de Sema.

– ¿Por qué has vuelto?

– Quería anunciarle la muerte de Sema. Murió con mis recuerdos.

Kudseyi soltó la carcajada.

– ¿No creerás que voy a dejarte marchar?

– Yo no creo nada. Soy otra mujer. No quiero seguir huyendo en nombre de una mujer que ya no soy.

El anciano se puso en pie y dio unos pasos por el estrado.

– Realmente, tienes que haber perdido la memoria para venir a verme con las manos vacías -dijo agitando el bastón en dirección a Sema.

– Ya no hay culpable. Ya no hay castigo.

Kudseyi sentía un extraño calor en las venas. Increíble: estaba tentado de perdonarla. Era un epílogo posible, tal vez el más original, el más elegante. Dejar que la nueva criatura alzara el vuelo… Olvidar todo aquello… Pero, mirándola a los ojos, declaró:

– Ya no tienes rostro. Ya no tienes pasado. Ya no tienes nombre. Te has convertido en una especie de abstracción, es cierto. Pero conservas la capacidad de sufrir. Lavaremos nuestro honor en el río de tu dolor…

Ismail Kudseyi se había quedado sin aliento.

La mujer había extendido las manos hacia él y le mostraba las palmas.

Ambas tenían un dibujo hecho con henna. Un lobo aullando bajo cuatro lunas. Era el signo de la alianza. El símbolo utilizado también por los miembros de la nueva red. El mismo había añadido a las tres lunas de la bandera otomana una cuarta para simbolizar el Cuerno de Oro.

Kudseyi soltó el bastón y, señalando a Sema con el índice, gritó:

– ¡Lo sabe! ¡LO SABE!

Sema aprovechó el instante de estupor. Saltó detrás de uno de los guardaespaldas y lo agarró por la cintura con todas sus fuerzas. Su mano derecha se cerró sobre los dedos del hombre y el gatillo del MP-7, y disparó una ráfaga en dirección al estrado.

Ismail Kudseyi se sintió arrancado del suelo y lanzado contra el pie del canapé por el segundo guardaespaldas. Rodó por tierra y vio a su protector girando como una peonza ensangrentada que tiroteaba el vacío. Alcanzados por los proyectiles, los cofres estallaron en mil astillas. Las chispas se cruzaban como descargas eléctricas, mientras del techo llovían nubes de yeso. El primer hombre, al que Sema utilizaba como escudo, se derrumbó en el momento en que la mujer le arrancaba el arma de la mano.

Kudseyi había perdido de vista a Azer.

Sema corrió hacia los cofres, los volcó y se parapetó tras ellos. En ese instante, otros dos hombres irrumpieron en la sala. No habían dado un paso en su interior, cuando ya los habían alcanzado: el sonido sordo de la pistola de Sema puntuaba el tableteo de las armas automáticas disparadas al aire.

Ismail Kudseyi intentó deslizarse detrás del canapé, pero no consiguió avanzar: su cuerpo no obedecía las órdenes de su cerebro. Estaba clavado a la tarima, inerte. Una señal resonó por todo su cuerpo: lo habían alcanzado.

Otros tres guardaespaldas aparecieron en el umbral disparando alternativamente y desapareciendo al otro lado de la pared. Deslumbrado por los fogonazos, Kudseyi parpadeaba, pero ya no oía las detonaciones. Era como si tuviera los oídos y el cerebro llenos de agua.

Se hizo un ovillo, con los dedos crispados sobre un cojín. Una punzada de dolor le perforaba el vientre y lo forzaba a adoptar aquella posición fetal. Bajó los ojos: tenía los intestinos al aire, desparramados entre las piernas.

Todo se volvió negro. Cuando recobró el conocimiento, Sema estaba recargando la pistola cerca de los escalones, al amparo de un cofre. El anciano se volvió hacia el borde del estrado y extendió una mano. Una parte de sí mismo no podía aceptar aquel gesto: estaba pidiendo ayuda.

¡Estaba pidiendo ayuda a Sema Hunsen!

La mujer se volvió. Con lágrimas en los ojos, Kudseyi agitó la mano. Sema dudó un segundo, luego, encorvada bajo las balas, saltó al estrado. El anciano exhaló un gemido de agradecimiento. Su descarnada mano se alzó, roja y temblorosa, pero la mujer no la cogió. Se irguió y apuntó el arma con el brazo totalmente extendido, como si tensara un arco.

Con una claridad deslumbrante, Ismail Kudseyi comprendió por qué había vuelto Sema Hunsen a Estambul.

Para matarlo, sencillamente.

Para cortar el odio de raíz.

Y puede que también para vengar un árbol de la vida.

Cuyas raíces había hecho ligar.

Volvió a desmayarse. Cuando abrió los ojos, vio a Azer arrojándose sobre Sema. Ambos rodaron al pie del estrado, sobre cascotes y charcos de sangre. Mientras luchaban, las estelas de chispas seguían horadando el humo. Brazos, puños, golpes, pero ni un solo grito. Solo la ciega obstinación del odio. La rabia de los cuerpos por sobrevivir.