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– ¿Identificada?

– No. Las huellas no dieron nada.

– ¿Qué edad?

– Unos veinticinco.

– ¿La causa final del fallecimiento?

– Hay donde elegir. Los golpes. Las heridas. Las quemaduras. El cuerpo está en el mismo estado que la cara. A priori, sufrió más de veinticuatro horas de torturas. Espero más detalles. La autopsia no ha acabado.

El jubilado levantó los párpados.

– ¿Por qué me enseñas esto?

– Encontraron el cadáver ayer, al amanecer, cerca del hospital de Saint-Lazare.

– ¿Y qué?

– Era su zona. Usted pasó más de veinte años en el Distrito Décimo.

– Eso no me convierte en patólogo.

– Creo que la víctima es una obrera turca.

– ¿Por qué turca?

– Primero, por el barrio. Luego, por los dientes. Las turcas llevan marcas de orificación que ya no se practican más que en Oriente próximo. ¿Quiere los nombres de las aleaciones? -añadió Paul levantando la voz.

Schiffer volvió a ponerse el plato delante y siguió comiendo.

– ¿Por qué obrera? -preguntó tras una larga masticación.

– Por los dedos -respondió Paul-. Las yemas están llenas de marcas. Típicas de algunos trabajos de costura. Lo he verificado.

– ¿La descripción física corresponde con algún aviso de desaparición?

El jubilado ponía cara de no comprender.

– Ningún PV de desaparición -suspiró Paul con paciencia-. Ningún aviso de búsqueda. Es una ilegal, Schiffer. Alguien que no tiene estado legal en Francia. Una mujer que nadie reclamará. La víctima ideal.

El Cifra se acabó el bistec lenta, reposadamente. Luego dejó los cubiertos en la mesa y volvió a coger las fotos. Esta vez se caló unas gafas. Observó cada imagen durante unos segundos, examinando las heridas con atención.

Paul bajó la vista hacia las fotos a su pesar. Vio, al revés, el orificio de la nariz, raso y negro, los tajos que surcaban las mejillas, los labios de liebre, violáceos, horribles…

Schiffer dejó el fajo de fotos y cogió un yogur. Despegó la tapa con cuidado y hundió la cucharilla en el tarro.

A Paul se le estaba agotando la paciencia.

– Empecé el recorrido -siguió diciendo-. Los talleres. Los hogares. Los bares. No descubrí nada. No había desaparecido nadie. Y es normaclass="underline" allí nadie existe. Todos son ilegales. ¿Cómo identificar a una víctima en una comunidad invisible? -Silencio de Schiffer; cucharada de yogur. Paul continuó-: Ningún turco vio nada. O no quiso decirme nada. En realidad, nadie podía decirme nada. Por la sencilla razón de que nadie habla francés.

El Cifra seguía rebañando el tarro.

– Y entonces te hablaron de mí -se dignó decir al fin.

– Todo el mundo me ha hablado de usted. Beauvanier, Monestier, los tenientes, los islotes… Oyéndolos da la sensación de que es usted el único capaz de hacer avanzar esta jodida investigación.

Nuevo silencio. Schiffer se limpió los labios con la servilleta y volvió a coger el pequeño recipiente de plástico.

– Todo eso queda muy lejos. Estoy jubilado y ya no tengo la cabeza en esas cosas. Ahora tengo otras responsabilidades -añadió indicando los boletos con la cabeza.

Paul agarró el canto de la mesa con las dos manos y se inclinó hacia el viejo.

– Le machacó los pies, Schiffer. Las radiografías mostraron más de setenta astillas de hueso hundidas en la carne. Le acuchilló los Pechos de tal forma que se pueden contar las costillas a través de la carne. Le introdujo una barra erizada de cuchillas de afeitar en la vagina. -Paul dio un puñetazo en la mesa-. ¡No se repetirá!

El viejo policía arqueó una ceja.

– ¿Repetirá?

Paul se removió en el asiento; luego, con un movimiento torpe, sacó el dossier que llevaba enrollado en el bolsillo interior de la parka.

– Hay tres – murmuró de mala gana.

– ¿Tres?

– La primera apareció en noviembre del año pasado. La segunda en enero. Y ahora, esta. Todas en el barrio turco. Torturadas y desfiguradas del mismo modo. -Schiffer lo miraba en silencio con la cucharilla en el aire-. Por amor de Dios, Schiffer, ¿es que no lo comprende? -gritó de pronto Paul sobre el parloteo del comentarista hípico-. En el barrio turco hay un asesino en serie. Un tipo al que solo le interesan las ilegales. ¡Mujeres que no existen, en un sitio que ya ni siquiera es Francia!

Al fin, Jean-Louis Schiffer dejó el yogur y cogió el dossier de manos de Paul.

– Te has tomado tu tiempo antes de venir a verme…

9

Fuera había asomado el sol. Charcos de plata animaban el gran patio de gravilla. Paul iba y venía ante la puerta central esperando a que Jean-Louis Schiffer acabara de prepararse.

No había otra solución; lo sabía, siempre lo había sabido. El Cifra no podía ayudarle a distancia. No podía darle consejos desde el fondo de su asilo, ni responderle por teléfono cuando a Paul le fallara la inspiración. No. El viejo policía tenía que interrogar a los turcos con él, utilizar sus contactos, volver a aquel barrio que conocía como nadie.

Paul se estremeció pensando en las consecuencias de su iniciativa. No lo sabía nadie, ni el juez ni sus superiores jerárquicos. Y no se soltaba así como así a un cabrón conocido por la irregularidad y la brutalidad de sus métodos. Tendría que atarlo bien corto.

De un puntapié lanzó un guijarro a un charco e hizo añicos su imagen reflejada en el agua. Seguía tratando de convencerse de que su idea era buena. ¿Cómo había llegado a aquel punto? ¿Por qué se había tomado tan a pecho aquella investigación? ¿Por qué, desde el primer asesinato, actuaba como si su propia existencia dependiera de la resolución del caso?

Durante unos instantes, Paul reflexionó con la mirada puesta en su imagen deformada por el agua, luego tuvo que reconocer que su rabia tenía una única y lejana fuente.

Todo había empezado con Reyna.

25 de marzo de 1994

Paul se había encontrado a sí mismo en la Oficina de las drogas. Obtenía resultados sólidos sobre el terreno, llevaba una vida regular, repasaba sus apuntes para la convocatoria de ascenso a comisario e incluso veía retroceder los desgarrones del escay muy lejos, al fondo de su conciencia. Su caparazón de policía hacía las veces de armadura impenetrable contra sus viejas angustias.

Esa noche volvía a la jefatura de París con un traficante argelino al que había interrogado durante más de seis horas en su despacho de Nanterre. Rutina. Pero, al llegar al Quai des Orfevres, se encontró con un auténtico motín: los furgones llegaban por decenas y descargaban grupos de estudiantes vociferantes y gesticulantes; los policías corrían en todas las direcciones a lo largo de la explanada, y las sirenas de las ambulancias entraban en el patio del Hotel-Dieu mugiendo sin descanso.

Paul se informó. Una manifestación contra el contrato de inserción profesional -el «SMIC Jeunes»- había degenerado en batalla campal. En la place de la Nation se hablaba de más de cien heridos en las filas de la policía, de varias decenas entre los manifestantes y de daños materiales por valor de millones de francos.

Paul agarró al traficante y se apresuró a bajar a los subterráneos. Si no encontraba sitio en las jaulas, no tendría más remedio que llevárselo a la prisión de la Santè, o a donde fuera, esposado a la muñeca.

El depósito lo recibió con su algarabía habitual, pero elevada a la potencia mil. Insultos, gritos, escupitajos… Los manifestantes se agarraban al exterior de las celdas y vociferaban injurias, a las que los agentes respondían a porrazo limpio. Paul consiguió enjaular a su traficante y salió huyendo de la bronca y los salivazos.

La vio justo antes de salir.

Estaba sentada en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas y parecía sentir un desdén infinito hacia el caos que la rodeaba. Paul se le acercó. Tenía el pelo negro y erizado, un cuerpo andrógino y un aspecto siniestro al estilo Joy Division, como recién salida de los ochenta. Incluso llevaba un pañuelo de cuadros azules, como solo Yasser Arafat seguía atreviéndose a usar.

Bajo el peinado punk, el rostro era de una regularidad asombrosa: una pureza de estatuilla egipcia tallada en mármol blanco. Paul recordó las esculturas que había visto en una revista. Formas pulidas naturalmente, pesadas y suaves a la vez, hechas para descansar en el hueco de la mano o mantenerse en equilibrio sobre la yema de un dedo. Guijarros mágicos, firmados por un artista llamado Brancusi.

Paul conferenció con los carceleros, comprobó que el nombre de la chica no figuraba en el registro y se la llevó al tercer piso del edificio de los estupas. Mientras subía las escaleras, hizo balance mental de sus pros y sus contras.

En cuanto a los pros, era bastante bien parecido; al menos, eso era lo que le daban a entender las prostitutas que le silbaban y lo llamaban de todo cuando recorría los barrios calientes en busca de traficantes. Cabellos de indio, lisos y negros; facciones regulares; ojos de color café. Una figura seca y nerviosa, no muy alta, pero aupada en las gruesas suelas de unas botas militares. Casi un muñeco, si no hubiera tenido buen cuidado de ostentar una mirada dura, ensayada ante el espejo, y una barba de tres días, que atenuaba su guapura.

Del lado de los contras, solo se le ocurría uno, pero gordo: era madero.

Cuando comprobó los antecedentes penales de la chica, comprendió que el obstáculo amenazaba con convertirse en insalvable. Reyna Brendosa, veinticuatro años, con domicilio en Sarcelles, rue Gabriel-Péri 32, era miembro activo de la Liga Comunista Revolucionaria, facción dura; afiliada a las Tutte Bianche, grupo antimundialista italiano que propugnaba la desobediencia civil; detenida en varias ocasiones por vandalismo, desórdenes públicos y comportamiento violento. Una auténtica bomba.