Jean-Pierre Luminet
El Incendio De Alejandria
Título originaclass="underline" Le bâton d’Euclide
Traducción: Manuel Serrat
A la memoria de André Balland
ALEJANDRÍA, AÑO 642
1
Bajo el delgado creciente lunar, se recortaba la silueta de dos altas torres gemelas, que enmarcaban el portal de la ciudad amurallada. El emir Amr ibn al-As observó con aire pensativo las pesadas puertas claveteadas del barrio de los palacios, que brillaban débilmente a la luz de las hogueras de los vivaques y al resplandor intermitente del Faro. Allá en Medina, el califa Omar, príncipe de los creyentes, le había ordenado hacer desaparecer todo rastro de paganismo en la orgullosa Alejandría. Destruiría, pues, esas torres. Mil años de civilización tenían que perecer mediante el fuego y la espada.
A Amr eso no le gustaba. Por muy guerrero que fuera, prefería convencer con la palabra que vencer por la fuerza. E imaginar que su nombre pasaría a la posteridad como el de un destructor no le complacía en absoluto. Alzó entonces los ojos al cielo nocturno, como si pretendiera descifrar un mensaje en los clavos de oro que brillaban en lo alto. Era un cielo menos puro que el del gran desierto, pues lo enturbiaba la cercanía del mar. Al día siguiente, Amr entraría en Alejandría. No como antaño, en calidad de un comerciante que conducía sus camellos cargados de seda y especias, sino como un guerrero, como el conquistador de Egipto a la cabeza de sus beduinos.
En la toma de los arrabales se había mostrado magnánimo. Ni un templo pagano saqueado, ni una casa de cristiano o de judío desvalijada, ni una mujer violada. Sus beduinos se habían comportado como liberadores, así se lo había ordenado. Pero mañana sería otra cosa. El barrio de los palacios era rico y sus soldados no comprenderían que se les prohibiera aprovecharse de ello. Y, además, sería preciso derribar esas estatuas de divinidades paganas que los griegos conservaban con la excusa de que eran arte, y esos idólatras retratos de la faz de Dios y de sus profetas. Por otro lado, habría que quemar todos aquellos libros de los tiempos antiguos, que propalaban supersticiones y mentiras.
Como sentía curiosidad por las cosas foráneas, Amr no iba a disfrutar destrozando todo aquello. La poesía sobre todo le parecía, pagana o no, respetable y vinculada siempre a lo sagrado. Cuando todavía era un simple comerciante, Amr había viajado mucho. Sus caravanas le habían llevado hasta Antioquía, al norte, a Isfahán hacia levante y, naturalmente, a Alejandría, a poniente. Poco seguro aún de su fe en la palabra del Profeta, una vez que había ya colocado sus mercancías en esas ciudades extranjeras, se reunía con magos, sacerdotes, rabinos, y les hacía mil y una preguntas sobre sus cultos, sus leyendas, la concepción que tenían de la Tierra y del Universo. Había aprendido así a conocer al otro, a comprender al extranjero. Se interesaba por todo, incluso por su comida, de modo que había adquirido un halagador bagaje de conocimientos que le había convertido, en Medina y en La Meca, en un letrado escuchado por los ancianos y los poetas. Pero ya no había lugar para los intercambios ni las preguntas. La guerra santa no se prestaba a ello. Como la ola vuelve a la arena, Amr había regresado, junto con sus hordas de guerreros del desierto, para sumergir Alejandría.
2
Filopon se dijo, con una amarga sonrisa, que el jinete del Apocalipsis era muy impaciente: si hubiera aguardado aún veintitrés años, Alejandría habría festejado su milenario entre llamas y sangre, proclamando el reino del Anticristo.
Por otra parte, ¿no había llegado ya el fin de los tiempos? ¿Acaso el Museo rodeado de peristilos no estaba sufriendo una muerte lenta, con sus losas de mármol agrietadas por las saxífragas, sus pilares mancillados por inscripciones obscenas, mientras en las salas de la Biblioteca de rotas ventanas y dentro de los armarios corroídos por los insectos, el calor y la humedad hinchaban, amarilleaban y agrietaban los rollos de papiro y los pergaminos encuadernados, a los que ni siquiera protegía ya su irrisoria cubierta de polvo?
Y él, Juan Filopon, ¿no estaba cubierto también por el polvo de los años? Toda una vida -un siglo casi- intentando salvar mil años de labor y de sapiencia humanas en busca de la verdad del Universo se vería, mañana, reducida a la nada. Esos mil años se amontonaban ahí, en un desorden que no dejaba de crecer. No había ya pacientes copistas que transcribieran los manuscritos llegados desde los cuatro puntos cardinales, ni eruditos traductores que trasladaran al griego las leyendas, los mitos y la ciencia de los imperios de levante. Ni tampoco sabios para clasificar, examinar, redescubrir y glosar las obras de los antiguos. Sólo quedaba él, Juan Filopon, filósofo cristiano, venerable gramático y, sobre todo, el último bibliotecario al que la muerte iba a llevarse muy pronto. Él, pero también Rhazes, sabio médico, su abnegado ayudante, que velaba por la Biblioteca como si fuera el más frágil de sus pacientes. Lamentablemente, aquel hombre, joven aún, era judío y mostraba un escepticismo irónico ante las polémicas que desgarraban la Iglesia cristiana. Un judío, bibliotecario del Museo de Alejandría, ¿cómo pensarlo siquiera? ¿Cómo pensar, también, en poner al frente de la mayor biblioteca del mundo a la bella Hipatia, la sobrina nieta del viejo gramático, a quien el estudio de Euclides y Tolomeo hacía olvidar en exceso la lectura de Pablo y de Agustín? Además, era sólo una mujer.
Desde hacía mucho tiempo, del mar ya no llegaban barcos cargados de lana, de vino, de aceite, de especias, de metales preciosos y de libros. Roma estaba en manos de los bárbaros, Atenas era un lejano arrabal de Constantinopla, Pérgamo un nido de águilas ya vacío y Jerusalén una aldea miserable cuya propiedad los camelleros disputaban a los perros.
Sin embargo, a veces, atracaba en el puerto un mercader famélico que venía a vender a Filopon algunos volúmenes desportillados que el anciano hojeaba con hastío para encontrar en ellos, con sus ojos fatigados, la misma glosa remachada, la misma coja exégesis de truncadas citas de Orígenes, Basilio o Agustín.
Algunos años antes, Filopon había tenido ocasión de hablar con uno de esos mercaderes árabes que habían intentado venderle su libro sagrado. Era obra de uno de esos innumerables y falsos profetas que proliferaban entre Jerusalén y la Arabia Feliz, medio locos y charlatanes pues, para ser convincentes, esos energúmenos tenían que creer, ellos mismos, en sus fábulas.
Como Filopon no descifraba esa escritura ideográfica de caracteres bastante hermosos pese a estar grabados en omoplatos de dromedarios o en piel de cabra, rústica prima del pergamino, le pidió al mercader en cuestión que le leyera el texto.
Era una ingenua visión del Antiguo y del Nuevo Testamento, en la que un profeta nómada, el tal Mahoma, contaba la historia de Moisés, María y Jesús a los paganos como se hace con los niños. Todo aquello era ignominiosamente blasfemo; Mahoma llegaba incluso a decir que los cristianos eran politeístas v el Salvador un profeta como muchos otros. Pero ese simple modo de hablar podía seducir a campesinos y pastores. Prueba fehaciente de ello era ese ejército de beduinos contra el que la humilde gente egipcia, pagana sin embargo, no había resistido ni en Heliópolis ni en los arrabales de Alejandría. Y, ahora, el invasor aguardaba la aurora para romper las puertas de la ciudadela griega, última muralla de la civilización, y destruir lo que quedaba por destruir, quemar lo que quedaba por quemar.
Filopon habría podido guardar el libro en cuestión e intentar aprender la lengua árabe, pero debía ser prudente, incluso en Alejandría. A los doctores en teología de Bizancio, sus enemigos, les habría sido fácil acusarle de simpatizar con la secta de esos bárbaros. Había dejado, pues, que el mercader se fuera, pero se quedó amargado al no poder proseguir la obra de sus ilustres predecesores, cuya ambición era recolectar todos los libros del mundo. El mercader le había asegurado que las palabras de Mahoma que se recitaban en público sólo estaban anotadas en este libro de modo muy parcial. El supuesto profeta, que era analfabeto, no las había consignado por escrito, pero sus compañeros conocían de memoria los seis mil doscientos treinta y seis versículos directamente inspirados, según creían, por Dios.