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Este rey murió poco tiempo después. El hijo que había tenido de Berenice le sucedió con el nombre de Filadelfo, y prosiguió su obra. Demetrio intentó oponerle a su hermano mayor, el retoño de Eurídice, cuyo preceptor había sido. Pero sus intrigas fueron vanas. El fundador del Museo murió a consecuencia de la mordedura de una serpiente. Algunos afirman que el reptil no penetró solo en su alcoba…

Los primeros años de Tolomeo II Filadelfo fueron más bien los del reinado de Euclides, al menos en el Museo. De toda Grecia iban llegando sabios jóvenes y viejos, que se quedaban en Alejandría. Durante siglos, Atenas había sido el centro mundial de las matemáticas y la astronomía, pero perdió esta prerrogativa cuando tantas mentes preclaras se reunieron en Egipto. La luz de su erudición no debía apagarse ya durante mucho tiempo y siguió ardiendo bajo las cenizas, hasta tu llegada, Amr.

Luego, cierto día, Euclides se fue hacia un destino desconocido. Quería proseguir su obra en la soledad, lejos de ese burbujeante caldero en el que se había convertido, gracias a él, el Museo, lleno siempre de grandes controversias y pequeñas envidias, de espléndidos festines del espíritu y la ciencia, pero también de mezquinas conjuras. Creía haber transmitido su saber a bastantes hombres de gran valor. Pero consideraba sobre todo haber alcanzado el objetivo que se había fijado cuando se enfrentó, a su llegada, con aquel venerable jurado de aristotélicos: que la geometría fuera cosa de geómetras; la astronomía, de astrónomos; la mecánica, de ingenieros. Creyó haber conseguido que, en el campo de las ciencias naturales, la observación física prevaleciera siempre sobre la especulación filosófica; y la experiencia sobre la controversia teológica. Dejó una considerable cantidad de sus escritos en la Biblioteca, que no eran todos de pura geometría. Me gustaría que leyeras, Amr, si tienes paciencia para ello, su Introducción a la astronomía, es límpida como el agua de una fuente. En otra obra, habla de la óptica; en otra más, de la fabricación de objetos útiles para el trabajo de los hombres. Escribió asimismo una Introducción armónica; al leerla, uno tiene la impresión de oír una preciosa música que suena sin ayuda de instrumento alguno.

Euclides desapareció pues de Alejandría, pero antes de marcharse legó su bastón a aquel a quien consideraba el más audaz y el mejor de sus discípulos, un astrónomo que se parecía mucho al joven insolente que se había enfrentado, muchos años atrás, a Demetrio y Tolomeo Soter: un tal Aristarco de Samos.

Donde Amr hace la corte

– Tu voz es tan melodiosa, Hipatia, que me basta para comprender por qué música y geometría son hermanas. Pero no puedo, ay, llevarte hasta Medina para que cantes allí, ante el califa, las bellezas de la ciencia. Omar está convencido de que enseñar a leer a las mujeres es perjudicial para su educación natural; que esa flor de inocencia que caracteriza a una virgen comienza a perder su terciopelo, su frescor, cuando el arte y la ciencia la tocan… Deduce de ello que las mujeres sólo sirven para quedarse en casa, dedicadas a los niños y la cocina. Tu belleza, tu saber, tu libertad serían para él como el peor de los vicios de Lilit.

– Sirves, Amr, a un monarca muy severo -repuso Hipatia, que añadió, no sin coquetería-, y si intentas complacerme alabándome los méritos de tu país y tu religión, no es éste el mejor camino.

– Si lo único que has retenido de la obra de Euclides es la voz de aquélla que te la ha contado, no veo qué argumento podrás sacar de ella para convencer a tu señor -intervino Rhazes con cierto mal humor.

– No soy vuestro abogado -replicó Amr en el mismo tono-. ¿Y desde cuándo los vencidos dan lecciones al vencedor?

– Y yo no soy Bizancio para considerarme vencido por ti -dijo el médico- Tampoco soy soldado: mi oficio es salvar vidas, no suprimirlas.

– ¿Has captado la utilidad de la geometría, Amr? -terció Hipatia.

– Según lo que dices, serviría sobre todo para construir templos idólatras -masculló el general-. Nosotros no necesitamos arquitectos para orar a Dios.

– ¿Has visto, Amr, a lo largo del Nilo -preguntó Filopon-, esos largos artilugios que hacen subir el agua sin esfuerzo hasta los campos, como si tiraran de ella hacia arriba? Arquímedes, el que inventó ese tornillo sin fin, era un discípulo de Euclides. Imaginó también un modo infalible de desenmascarar a los falsarios, gracias a un tratado de Euclides, De lo ligero y de lo pesado. Construyó también máquinas de guerra que deberían interesarte, general, y que te harían triunfar infaliblemente sobre tus enemigos. Por lo que se refiere a la inmensa linterna que domina la isla de Faros, no estoy seguro de que hubiera podido conducir a buen puerto a tantos marinos, desde hace tantos siglos, de no ser por otra obra de Euclides, La óptica.

– Todo esto es hermoso y bueno -dijo Amr-, pero esos artilugios y esas máquinas tan ingeniosos fueron inventados hace ya mucho tiempo. Ahora sabemos cómo fabricarlos sin recurrir a esos libros antiguos. Y si yo fuera Omar, sé muy bien qué os diría: «Conservemos estos inventos, puesto que Dios ha permitido que existan. Los destinaba sin duda a los verdaderos creyentes. Pero quememos esos libros puesto que también quiso ofrecernos, por la voz de su Profeta, la única palabra que pervive, la suya, en la que están contenidas todas las demás.»

– Y entonces le replicarías -dijo Rhazes- que en esos viles escritos humanos podrá descubrir cómo llevar aún más deprisa y más lejos la palabra de vuestro Dios, ya sea en barcos sólidos, ya sea por caminos más seguros, hasta unos parajes de los que no tiene ni la menor idea, pero de los que hablan estos libros. Nada está concluido, nada está inmóvil, Amr, y la Historia prosigue su andadura. ¿No es prueba de ello tu presencia entre estos muros?

– Sin duda. Añadiré que con el Corán comienza una nueva era. Una era de pureza y de verdad, libre de supersticiones paganas. ¿No es la peor de ellas, Hipatia, querer leer en las estrellas el porvenir de los hombres?

– Los astrónomos no buscan en los astros conocer su destino ni contemplar la faz de Dios -exclamó la muchacha, no muy convencida de sus propias palabras-. Son sólo agrimensores del cielo, admiradores de la obra divina, pero también geógrafos de las estrellas que, al trazar los mapas de arriba, permiten que los de abajo sean más precisos y más seguros para los viajeros.

– Háblame pues de aquel a quien Euclides confió su bastón. Ese Aristarco de Samos debía de ser el mejor de todos sus alumnos. Lo que descubrió debería bastar para convencerme de que medir el cielo como si fuera un vulgar trigal no constituye un sacrilegio.

Qué tonta soy, pensó Hipatia. ¿Por qué no le habré ocultado la existencia de Aristarco? Y ahora no puedo mentirle. Intentemos pues contarle la historia de otro modo, aunque sin falsear la verdad.

Las estrellas y la arena

(Segundo canto de Hipatia)

Observar el cielo es, aún en nuestros días, un oficio tan peligroso como el del soldado. Más tal vez, pues el astrónomo está solo, sin un ejército que le respalde. Solo ante los príncipes que, no contentos con reinar sobre la tierra, desearían convencer a todos de que su trono les ha sido entregado por los cielos; solo ante los sacerdotes y los oráculos, que temen que la explicación del movimiento de las estrellas o el anuncio de un eclipse desvelen los misterios sobre los que basan su poder; solo ante los terrores y las supersticiones del pueblo, que considerará al astrónomo culpable de los seísmos, inundaciones, hambrunas, sequías, pues se ha atrevido a aventurarse por los dominios de los dioses y los demonios…

Y, sin embargo, el astrónomo sigue explorando el cielo, recorriendo los astros, cabalgando los planetas, contemplando el Sol cara a cara. Allá arriba, olvida la mazmorra o el hacha del verdugo que le amenaza.