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Aristarco de Samos era el más imprudente de todos ellos. Emulando a su maestro Euclides, estaba lleno de ardor e insolencia. Cuando lanzaba, ante sus colegas mucho más ponderados y prudentes, una de esas hipótesis revolucionarias tan propias de él, más de uno se estremecía de terror y miraba a su alrededor temiendo que les escuchara un espía de los sacerdotes.

En aquel tiempo, [2] como antaño ocurriera en el ámbito de las matemáticas, Alejandría había destronado a Atenas en el campo de la astronomía. Pues también allí, según había querido Euclides, observar el cielo no era ya cosa de filósofos y poetas, sino de geómetras. Observar, medir, calcular, ésas serían en adelante las palabras clave. Sólo un hecho estaba demostrado: la Tierra era redonda. Por lo demás, se aceptaba lo que era verdad oficial desde Platón y su alumno Eudoxo: esa bola en la que vivimos estaba inmóvil en el centro de todo, y el Universo giraba a su alrededor.

Aristarco quiso poner en tela de juicio este postulado. Creía que podía permitírselo todo: Tolomeo II Filadelfo ocultaba sus despropósitos, y el bastón de Euclides era para el sabio un excelente aval. El palo, levemente tallado ahora e incrustado con hilos de oro, le servía de herramienta de trabajo. Iba a clavarlo en pleno desierto, en distintos lugares según la hora y la estación, a modo de rústico reloj solar, y su sombra, que era también la del gran Euclides, le permitía medir mil y una distancias celestes.

Pero cierto día decidió publicar el conjunto de sus trabajos en un libro titulado: Las magnitudes y las distancias del Sol y de la Luna. La obra causó un gran escándalo. El sumo sacerdote de Serapis, el más importante personaje religioso de Alejandría, solicitó al rey una audiencia inmediata. Y éste, ante la gravedad de los hechos, convocó al punto a Aristarco ante un Consejo restringido. El rey, al igual que su padre, había asistido a ciertos cursos del astrónomo y se había mostrado bastante buen alumno en geometría. Pero cuando Aristarco compareció, Tolomeo dio la palabra a la acusación.

– He leído tu escrito -dijo el sumo sacerdote en tono insidioso-. No soy un especialista en este tipo de cosas y tal vez lo he comprendido mal. Sí, he debido de entenderlo mal. Un hombre tan sabio como tú…

– No he hecho más que calcular la distancia que separa el Sol de la Tierra, basándome en el poder del razonamiento geométrico, que…

– Sin duda, sin duda -interrumpió el sacerdote-. Pero esta distancia me parece inmensa.

– Entre dieciocho y veinte veces la que nos separa de la Luna.(3) Mi método, lamentablemente, no me permite aportar más…

– Entonces, si el Sol está tan lejos como dices, o como yo he creído comprender -le interrumpió de nuevo el sacerdote, molesto por las precisiones del astrónomo-, es mucho mayor de lo que parece.

– Lo has comprendido perfectamente. Temía no haber sido lo bastante claro para lograr esta hazaña.

El sumo sacerdote no captó el sarcasmo, pues estaba obnubilado por su cólera, que iba creciendo.

– Si he de creerte, el Sol es incluso mucho mayor que la Tierra. Decenas de veces mayor -remachó.

– Estás tan dotado para la astronomía como para la adivinación. Habría que unir siete tierras, una tras otra, para igualar el diámetro del Sol. O, si lo prefieres -añadió Aristarco no sin malicia-, el volumen de esta esfera radiante es trescientas cincuenta veces mayor que el de nuestro modesto habitáculo. (4)

– Rey, te pongo por testigo, este hombre es de un orgullo insensato y, con sus falaces razonamientos, juega con el dios Helios, dispensador de la luz, y con la diosa Hestia, nuestra sagrada Tierra, como si fueran vulgares canicas.

Tolomeo Filadelfo intentó contemporizar.

– Juzguemos primero antes de condenar. Veamos, Aristarco, ¿no había escalonado Pitágoras las altitudes de los astros según los intervalos musicales? ¿Y el gran Eudoxo, geómetra como tú, no había fijado definitivamente las dimensiones del mundo? ¿Con qué argumentos te atreves a contradecir a esos maestros?

– Con los mismos que condujeron a mi maestro Euclides a demostrar que el mundo se sometía a su geometría. Un maestro que confiaba en la razón humana, y al que tu padre Soter, permíteme que te lo recuerde, admiraba más que a cualquier otro sabio.

– ¿Afirmas, pues, que unos simples puntos, líneas o triángulos determinan la magnitud del Universo? Vamos, explícate. Sabes que he seguido el ejemplo de mi padre y no he desdeñado asistir a algunas de tus demostraciones.

– Oh rey, puesto que me haces el honor de intentar comprender, ¿me permites que te interrogue a mi vez, para conducirte por el camino de la verdad?

Tolomeo asintió con la cabeza, dispuesto a aceptar el desafío intelectual.

– A veces vienes a contemplar los astros en la terraza del observatorio -prosiguió Aristarco-. Sin duda has advertido que, una vez al mes, la Luna, durante su ciclo, presenta su disco rigurosamente dividido en dos partes iguales, una iluminada y la otra situada en la sombra…

– Es cierto, cuando la Luna está en su primer cuarto.

– Pues bien, traza con el pensamiento un vasto triángulo que tenga como vértices la Tierra, el Sol y la Luna en su cuarto creciente, y considera sus ángulos.

Creyéndose de nuevo en el aula, Aristarco se volvió hacia el sumo sacerdote con una sonrisa irónica.

– Podéis hacer lo mismo -le aconsejó-, y si la operación os parece difícil, dibujad la figura en un papiro para mejor percibir la verdad…

Un murmullo de reprobación se levantó entre los jueces. Aristarco no se preocupó y, dirigiéndose de nuevo al rey, prosiguió en tono docToráclass="underline"

– ¿Qué puedes decir del ángulo formado por la línea recta que une la Tierra a la Luna y la que une la Luna al Sol?

– Hum… Es un ángulo rigurosamente recto -aventuró Tolomeo tras cierta vacilación.

– ¡Rindo homenaje a tu perspicacia, soberano! Pues bien, admite que si el Sol no está a una distancia infinita (puesto que pretendo medir su alejamiento), el ángulo formado por las líneas que unen el Sol a la Tierra, y el Sol a la Luna, no es nulo…

– Sí, pero ¿cómo harás para medir este ángulo? -intervino el sumo sacerdote con una risa sarcástica-. ¿Tal vez irás personalmente al Sol?

– Ahí Euclides responde de nuevo por mí. El ángulo es sólo el complementario al que forman las líneas de la Luna y del Sol vistas desde la Tierra. Y he dicho, en efecto: vistas desde la Tierra. El ángulo puede, pues, medirse.

– ¿Y entonces?

– Entonces, ese ángulo, por simple resolución del triángulo recto formado por la Tierra, el Sol y la Luna en su primer cuarto, ese magnífico ángulo, decía, da la relación entre las distancias de la Tierra al Sol y de la Tierra a la Luna.(5)

– Astuto, en efecto -dijo el rey que levantó la mano para dar la orden de callarse al sumo sacerdote, que estaba a punto de atragantarse de rabia, pues no había entendido nada ni había podido seguir el proceso de la operación geométrica.

– De ese modo -concluyó Aristarco-, no te sorprenda en absoluto, rey, que seas capaz de demostrar, a costa de un modesto esfuerzo de pensamiento y de la universal geometría de Euclides, que ese disco que nos parece fuera de nuestro alcance y abrasa nuestras miradas, se halla a una distancia finita, y que puedas relacionar esa distancia con la Luna, el astro que ilumina nuestros sueños.

La explicación de Aristarco hubiera debido terminar ahí, con el evidente triunfo del sabio. Pero ya ves, Amr, aquéllos que mediante la ciencia alcanzan la cima del mundo, que mediante la inteligencia escrutan las profundidades de los cielos, ésos, de tanto echar la cabeza hacia atrás para ver la cúpula del firmamento, viven en su vértigo. Y muy a menudo caen en el precipicio. Aristarco de Samos era de esta raza. Por ello no pudo evitar proseguir, en un tono falsamente despreocupado:

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[2] Hacia 270 a. C.