– Puesto que me hacéis el honor de aceptar mi razonamiento, aceptaréis también su forzosa consecuencia. A decir verdad, mi tratado sobre Las magnitudes y las distancias era sólo una modesta introducción a la obra que acabo de terminar, La hipótesis.
– ¡Ah! ¿Y qué otra herejía profieres en tu «hipótesis»? -preguntó el sumo sacerdote con no disimulada alegría, esperando que esta vez el astrónomo se metería en un callejón sin salida.
– Deduzco primero que el universo tiene unas dimensiones mucho mayores que las que acabamos de mencionar. Al igual que la Tierra desempeña el papel de un punto con respecto a la esfera del Sol, el Sol desempeña también el papel de un punto con respecto a la esfera de las estrellas fijas. Y puesto que el Sol y el cielo de las estrellas fijas están tan lejanos, es irracional pensar que unos cuerpos tan grandes puedan girar en bloque, y en un solo día, alrededor de una Tierra tan pequeña.
– ¡Qué absurdo! ¡Nuestros ojos nos muestran que es la gran bóveda del cielo la que gira! ¡Se trata de una evidencia!
– Sumo sacerdote, si quisieras dar una vuelta completa sobre ti mismo, verías desfilar ante tus ojos las antorchas que adornan los muros de esta sala circular. ¿Acaso no te daría entonces la impresión de que es la sala la que gira mientras que tú permaneces inmóvil?
Estupefacta, la asamblea de los jueces guardó silencio durante unos segundos.
– Afirmo pues que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles -prosiguió Aristarco remachando sus palabras-. Afirmo que la Tierra gira alrededor del Sol trazando una circunferencia. Afirmo que el Sol ocupa el centro de esta trayectoria y que el ámbito de las estrellas fijas se extiende alrededor del mismo centro que el Sol.
Hubo otro silencio de estupefacción, que quebró el angustiado grito del sumo sacerdote:
– ¡Pero si es así, la Tierra no es ya el centro del Universo!
– No lo es, puesto que nunca lo ha sido.
– Y la bóveda celeste no gira ya armoniosamente sobre nuestras cabezas, porque según tu insensata pretensión somos nosotros los que giramos alrededor del Sol.
– Como la luciérnaga alrededor de la linterna del mundo -asintió Aristarco, imperturbable.
– ¡Como la luciérnaga! ¡Miserable! ¿Te crees pues un dios para permitirte, con un golpe de bastón y algunas cifras puestas en un papiro, destruir el orden del mundo, insultar la memoria de todos los sabios que ha habido desde la noche de los tiempos? Rey, este hombre ha ido demasiado lejos. Acaba de escupir a la santa faz de la divinidad. ¡Al verdugo, Aristarco!
Tolomeo frunció el ceño.
– En efecto, vas demasiado lejos, astrónomo. Abandonas el seguro sendero de la geometría para poner en cuestión el reconocido orden del mundo. Te ordeno que te expliques en un proceso público.
El sumo sacerdote se prosternó ante el rey y suplicó:
– ¡Por favor, divino monarca! Un proceso público sería la peor de las cosas y provocaría catástrofes inimaginables. Gracias a vuestro padre el gran Soter, las naciones sobre las que reináis se contentan todas ellas con el culto a Serapis. ¿Qué dirán los griegos cuando oigan decir que el Olimpo ya no es más que un montículo y que sólo Apolo reina como dueño del Universo? Me parece oír discutir interminablemente a los judíos sobre su Josué, que detuvo el curso del Sol, y sobre los siete días que su dios tardó en crear el mundo. Por naturaleza son tan proclives a la recriminación como a la conjura. Pero, sobre todo, señor, temed al populacho egipcio. Si los agitadores les hacen creer que el antiguo Ra llamea de nuevo sobre las tumbas de los faraones muertos, estallarán los motines. Pondrán en tela de juicio vuestra esencia divina; vuestro trono temblará; el templo de la diosa, el Serapión, será abandonado. Y todo por culpa de ese demente que habla de la Tierra como de una luciérnaga y del Sol como de una linterna. Demente… o traidor a su dios.
Este ultraje indignó a Aristarco de Samos. Su fortaleza física se había desarrollado durante sus largas marchas por el desierto, sus subidas a lo alto de las pirámides que le servían de observatorio y la práctica cotidiana de la gimnasia. Blandió el bastón de Euclides y se dirigió, amenazador, hacia el sacerdote. Los guardias le contuvieron a duras penas.
El mago de Serapis le lanzó con odio:
– Serás más útil a la ciencia cuando tu miserable esqueleto esté disecado en la mesa del maestro Herófilo.
El rey impuso silencio y decidió que se celebraría el proceso, aunque a puerta cerrada. Preguntó al astrónomo a quién elegía como defensor.
– A Arquímedes de Siracusa -respondió Aristarco-. Él sabrá convenceros.
La elección del genial inventor del tornillo sin fin como abogado fue un gesto muy hábil, pues hacía mucho tiempo que Tolomeo Filadelfo intentaba atraer a Arquímedes a Alejandría. Éste se negaba siempre pese a las más que favorables proposiciones que el Museo le hacía. Cierto que antaño había estado allí, pero sólo para seguir unos cursos y consultar las obras de Euclides, de quien era el evidente sucesor. Luego había regresado a Siracusa, y a partir de entonces no se movió de esta ciudad, limitándose a mantener una asidua correspondencia con sus colegas del Museo. Sus informaciones deslumbraban a los geómetras, matemáticos y astrónomos. Había inventado numerosas figuras nuevas, como los esferoides y los conoides rectos, estudiado provechosamente las leyes de los fluidos, de los cuerpos flotantes, de la palanca y muchas otras cosas que resultaría demasiado largo explicar.
Aunque Tolomeo Filadelfo se sentía, como todos los demás, impresionado por los descubrimientos del sabio siciliano, comenzaba a impacientarse. De modo que le escribió personalmente para suplicarle que si no acudía personalmente a Alejandría al menos le comunicara sus numerosos inventos de ingeniería. Arquímedes sólo accedió a revelarle dos de ellos: el mejor modo de confundir a un orfebre tramposo o a un falsificador sumergiendo los objetos preciosos en cierto líquido, y ese tornillo sin fin que sigue irrigando hoy día, Amr, los campos que has conquistado. Pero no dijo palabra sobre máquinas de guerra.
Con su espíritu lleno de fantasía, Arquímedes esquivaba las indagaciones enviando falsos teoremas a sus colegas alejandrinos o proponiéndoles problemas casi imposibles de resolver, como el de esos «bueyes del Sol» cuya solución estriba en una cifra tan enorme que resulta inaccesible. (6) Pues las matemáticas, Amr, son también fuente de risa, de juego y de música. ¿Acaso no se divierte la Luna, algunas noches, ocultando con su maliciosa sonrisa las estrellas a los astrónomos?
Aristarco tenía otra buena razón para tomar como defensor al sabio siciliano. Le sabía muy al tanto de las sutilezas de la política y del arte de complacer a los príncipes.
Nacido en una de las más antiguas familias de Sicilia, Arquímedes era también el primo del señor de la colonia, el tirano ilustrado Hierón, que le había nombrado su ingeniero en jefe. Su isla natal era la más antigua y floreciente de las colonias griegas de poniente. Como Alejandro no la había conquistado, Sicilia no tomó parte en los conflictos de sucesión que siguieron a la muerte del Conquistador. En aquel tiempo, empero, su capital, la fuerte Siracusa, era la presa que ambicionaban dos nuevas potencias rivales al oeste del Mediterráneo, Roma y Cartago. El sabio, apasionadamente enamorado de su país, se consagró en cuerpo y alma a la defensa de su ciudad amenazada por la guerra, dirigiendo los trabajos portuarios, navales y militares. Inventó así esas máquinas de destrucción que, hace un rato, te han hecho brillar los ojos, valeroso general. Absorto en esa tarea, olvidaba sus obras teóricas, con gran desesperación de sus colegas alejandrinos que le suplicaban que se dedicara otra vez a ellas.
Por consiguiente, cuando Aristarco le pidió que fuera a defenderle en su proceso tocante a la astronomía, decidió no complacerle, a pesar de la admiración que sentía por aquel que había sido su profesor muchos años antes. Pero tenía que consultar primero con el tirano Hierón.