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– Te ordeno que vayas a Alejandría -le dijo éste-. Desde luego, el proceso no es cosa mía y actuarás en ese campo como te parezca. Pero te confío otra misión, la de embajador. En el conflicto que se avecina, carecemos lamentablemente de aliados. Recuérdale al rey Filadelfo que Alejandría es griega, al igual que Siracusa, mientras que romanos y cartagineses son sólo bárbaros. Para mejor convencerle, recurre a la historia de la ciudad púnica. ¿No es, a fin de cuentas, de origen fenicio? Egipto reina en Tiro, por lo tanto tiene también derecho a reivindicar a sus lejanos hijos de Cartago. Y si estos argumentos diplomáticos no bastan, entrégale algunos planos de tus inventos guerreros. Aunque… con prudencia, ya me entiendes.

– Haré como tú dices, Hierón -respondió Arquímedes-. Y me alegra poder, al mismo tiempo, trabajar por mi patria y defender a mi amigo Aristarco, sin temor a ser retenido por la fuerza en Alejandría, ya que estaré protegido por mi condición de embajador.

– ¿De qué acusan a tu amigo astrónomo?

El tirano escuchó con mucha atención las explicaciones de Arquímedes, pero a medida que iba captando de qué se trataba, su rostro iba ensombreciéndose. Por fin, dijo en tono seco:

– Háblame con franqueza. ¿Crees tú en esa monstruosidad? ¿Demuestra Aristarco que la Tierra gira alrededor del Sol?

– No ha hecho más que medir la distancia que los separa y sus tamaños respectivos. Por lo demás, se trata sólo de una hipótesis y no de un teorema, ni siquiera de un postulado, puesto que contradice el sentido común, lo directamente observable. Si fuera preciso confiar sólo en lo que el ojo ve, seguiríamos diciendo lo que Tales pensaba en sus inicios, e imaginaríamos la Tierra como un disco flotante, como un pedazo de madera sobre un océano. Pero la audaz hipótesis de Aristarco abre a los sabios y a los filósofos tantas nuevas rutas hacia perspectivas todavía inimaginables…

– A los sabios y a los filósofos tal vez -replicó el tirano-, pero ¿has pensado en el común de los mortales? Cómo reaccionarán los pueblos cuando sepan que dioses y humanos, poderosos y débiles, monarcas y súbditos, dueños y esclavos son sólo un hormiguero embarcado en un frágil esquife remolcado por el inmenso navío solar en el seno de la inmensidad aún mayor del océano celestial? Sería el final del equilibrio del mundo. E imagino muy bien las calamidades que seguirán, paisajes de desolación, motines, regicidios, ateísmo, destrucción de los templos, falta de respeto por la propiedad y otras consecuencias más funestas aún.

– No más funestas -replicó Arquímedes con amargura- que las armas de muerte que tú me obligas a inventar.

– Lo sé, amigo mío, y créeme si te digo que cuando la paz regrese… Entretanto, no olvides que la suerte de Siracusa depende de tu misión diplomática junto a Filadelfo. Y si percibes un solo instante que la defensa de Aristarco puede perjudicar esta misión, deberás elegir entre tu amigo y tu patria. Me ocuparé de que lo hagas.

La amenaza era clara. Arquímedes embarcó lleno de temor en un temible navío de guerra cuyos planos él había dibujado. Apenas llegado a Alejandría, fue conducido ante el rey. Tras haber leído la larga carta de Hierón, cuyo contenido el sabio ignoraba, Tolomeo dijo simplemente:

– Quédate con nosotros, Arquímedes. Te ofrezco la paz y la serenidad de nuestro Museo para que tu genio se desarrolle tanto como sea posible. Tu lugar no está en medio de las guerras, ni en los laberintos de la política y la diplomacia.

– Pero, rey, ¿acaso me pides que sea desleal? Mi lugar está en mi patria, junto a mi señor y mi pueblo cuando están en peligro.

– Tu señor es la ciencia, tu patria son los miles de libros que contiene la Biblioteca, tu pueblo son los sabios y los eruditos que aquí trabajan. Y el peligro se cierne hoy sobre la cabeza del mejor de todos ellos, Aristarco de Samos.

De hecho, Tolomeo Filadelfo se sentía muy incómodo. Había recibido de su padre Soter el principio absoluto de no intervenir nunca en los debates y las querellas que eran cosa cotidiana en el Museo. Pero, esta vez, el asunto era demasiado grave. La hipótesis de Aristarco había dividido el Museo en dos clanes ferozmente opuestos: los filósofos contra los científicos. Para los primeros, apoyados por los sacerdotes de todas las religiones, admitir o incluso tolerar la idea de que una pequeña Tierra girara en torno al Sol no era sino el anuncio de la muerte de los hombres y los dioses, pero sobre todo la destrucción de la Academia de Platón, del Liceo de Aristóteles, del Pórtico de Zenón y del Jardín de Epicuro. Esas cuatro escuelas estaban en Atenas, pues (y mi tío Filopon no va a contradecirme), a pesar de sus esfuerzos, los dos primeros Tolomeos sólo habían conseguido atraer a Alejandría filósofos de segunda clase, aplicados émulos de los difuntos maestros griegos. Conscientes de esa desventaja, los adversarios de Aristarco suplicaron al mayor pensador de la época que cruzara el mar para que representara el papel de acusador en el proceso. Se trataba de Cleantes de Aso, un anciano que cumpliría muy pronto un siglo, sucesor del ilustre Zenón.

A pesar de su edad muy avanzada, Cleantes representaba la más reciente escuela filosófica ateniense, la del Pórtico, el estoicismo. Y no por azar los enemigos de Aristarco habían recurrido a él. En efecto, contrariamente al pensamiento de Platón y Aristóteles -que preconizaban la libre búsqueda y la permanente puesta en cuestión-, para Zenón y luego para Cleantes, la filosofía era como un huevo cuya cáscara era la lógica; la clara, la moral; y la yema, la física. En resumen, un sistema que no podía tocarse sin destruirlo por completo. Se representaban el Universo del mismo modo: único, acabado, asimismo como un huevo, rodeado de un vacío ilimitado, un huevo viviente cuya yema fuera la Tierra. Esta representación, claro está, era una metáfora. La realidad material del mundo no les interesaba.

En el fondo, tu religión, la de Filopon y la de Rhazes hacen hoy lo mismo. Para los cristianos y los judíos, Jerusalén es el centro del mundo; para vosotros, lo es La Meca. Ahora bien, no hay centro en la superficie de una esfera, al menos según los geómetras. La geografía de los sacerdotes no es la de los agrimensores. En ninguna parte de la Biblia y, sin duda, de tu Corán, se habla de la forma física de la Tierra. ¿Redonda? ¿Plana? ¿Ovoide? ¿Piramidal? ¡Qué importa eso a las religiones! Lo mismo les ocurría a los estoicos. En cambio, cuando Aristarco intentaba demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol y, por lo tanto, que no estaba ya en el centro del Universo, entonces esa representación física chocaba de lleno con la representación simbólica del mundo, donde la divinidad está en todas partes y el hombre en el centro de todas partes.

Cleantes, Tolomeo y los sacerdotes, cualquiera que fuese la religión que profesaran, no podían tolerarlo, porque eso hubiera supuesto aceptar su propio fin, o al menos así lo creían. Durante la entrevista que mantuvo con el rey, Arquímedes intentó demostrarle que física y simbolismo podían cohabitar en paz; citando a Hesíodo, apoyándose en los exegetas de Hornero, explicó que la montaña del Olimpo, tal como se representaba bajo su eterna nube, no era forzosamente el lugar físico donde moraban los dioses.

¡Insigne torpeza la de tratar así a aquel monarca ilustrado, como si fuera un alumno ignorante! Pero nuestro sabio aún cometió otra torpeza: creyó oportuno referirse al difunto Demetrio de Palero. El infeliz Arquímedes, que era un torpe cortesano, había sencillamente olvidado que el fundador del Museo se había opuesto con todas sus fuerzas a la subida al trono de Filadelfo, y que había sido castigado con la muerte.

El rey enrojeció de cólera: que le tomaran por un ignorante, podía pasar; pero que se evocara a su enemigo Demetrio… Arquímedes, lleno de pánico, vio que su misión diplomática iba a fracasar y que su amigo Aristarco sería entregado al verdugo. Pero el rey se calmó por fin y dijo: