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– No habrá proceso. El sumo sacerdote y Cleantes están demasiado empecinados en derrotar a Aristarco. Si lo logran éste será condenado a muerte. No podré impedirlo y sobre mí caerá el oprobio de haber asesinado a un hombre de ciencia. El rumor atribuye tantos crímenes a los monarcas… Ve a hablar con ese astrónomo más tozudo que una mula e intenta convencerle de que se retracte. Si lo consigues, la paz volverá al Museo. De lo contrario, lo llevarás discretamente contigo a tu isla. Encargarse de ese viejo extravagante será, para tu señor, el precio de la alianza que me propone.

Y el rey, satisfecho con la jugarreta que le iba a hacer a su colega Hierón, al que despreciaba, despidió a Arquímedes frotándose las manos. El siciliano salió de la audiencia con la cabeza gacha. Se sentía humillado. Aunque como ingeniero jefe de Siracusa había sufrido, en el pasado, mil y un desplantes por parte del tirano Hierón, eso formaba parte de su cargo. Pero esta vez era diferente: Tolomeo Filadelfo, el protector de las artes y las ciencias, le había pedido, nada menos, que traicionara a su país e incitara al sabio más osado que conocía a renegar de toda una vida de trabajo, para complacer la tranquilidad del reino y de sus súbditos.

– Pero, Arquímedes -arguyó Aristarco-, mis cálculos son exactos. ¿Por qué voy a decir que me he equivocado?

Con casi ochenta años, Aristarco, aquel Hércules de la ciencia, nada había perdido de su ardor y su candor. Y Arquímedes, que sólo tenía treinta y tres, se sentía el más viejo y el más prudente de los dos. Empleó toda su energía en explicarle que su retractación sería una pura formalidad que en nada cambiaría el fondo de su tesis, y afirmó que los hombres no estaban aún maduros para aceptar semejante noticia, pero sus razonamientos no hicieron mella en el sabio. Aristarco sólo comprendía una cosa: estaba seguro de su teoría. Cualquier otra contingencia, su propia vida, no contaba ante su descubrimiento.

Sin embargo, el viejo astrónomo aceptó el exilio. Estaba harto, dijo, de esos «sacerdotes rebuznadores», «de esos estoicos mugrientos», y -perdonadme, tío, pero el hombre conservaba su vigor juvenil-, «de esos gramáticos de verga floja». Algo avergonzado por el papel que desempeñaba, pero aliviado y feliz de que su viejo maestro le siguiese a Siracusa, Arquímedes fue a dar cuenta al rey de ese satisfactorio desenlace. A cambio de ello, Tolomeo aseguró al embajador siciliano que nada destruiría su alianza con Siracusa.

Al día siguiente, en la cubierta de la embarcación que iba a llevarle de vuelta a casa, Arquímedes aguardó en vano a Aristarco. Finalmente, un joven esclavo le entregó un paquete: era un largo y pesado bastón en el que se habían grabado, con cifras de oro, unas ecuaciones. El regalo estaba acompañado por un breve mensaje firmado por el astrónomo: «Que el bastón de Euclides te enseñe a mantenerte erguido ante los príncipes y los poderosos.»

Nadie supo nunca dónde se había ocultado Aristarco de Samos. Algunos pretenden que se refugió en pleno desierto egipcio, bajo el ardiente sol de la aldea de Siene. [3] Su manuscrito de La hipótesis nunca fue copiado, pero la Biblioteca conserva como un bien preciado el original, único ejemplar de este libro osado, considerado impío. Tolomeo Filadelfo, Cleantes y Calímaco murieron poco tiempo después. Lo primero que hizo Tolomeo III Evergetes fue llamar a Arquímedes para que ejerciera las funciones de preceptor de su hijo y bibliotecario. Éste se negó, pero recomendó para sustituirlo a Eratóstenes de Cirene, filósofo, poeta, historiador, astrónomo, músico y, sobre todo, inventor de la geografía. La elección era buena.

El nuevo bibliotecario mantuvo durante largos años una asidua correspondencia con el sabio de Siracusa. Cierto día, recibió un compendio titulado El método, donde Arquímedes le revelaba el secreto de sus descubrimientos. Acompañaba esta suerte de testamento un viejo bastón con incrustaciones de oro. El bastón de Euclides no podía caer en mejores manos que las de aquel hombre cuyo nombre significaba, literalmente, «la fuerza del amor».

Algún tiempo después, Eratóstenes supo cómo había muerto su amigo siciliano. Desde su regreso a Egipto, el sabio se había distanciado poco a poco de los asuntos políticos. Lleno de remordimientos por haberle fallado a Aristarco, no quiso acceder a las insistentes peticiones del señor de Siracusa que le apremiaba a abandonar las investigaciones puramente intelectuales para dedicarse a temas más materiales y a inventar cosas que tuvieran alguna utilidad. Utilidad bélica, claro está. Pero tanto las amenazas como las súplicas fueron inútiles.

Arquímedes hizo primero construir un planetario, maravilloso mecanismo que reproducía con exactitud los movimientos celestes según la hipótesis de Aristarco. Luego se le metió en la cabeza inventar un gran sistema de numeración que pudiera representar magnitudes tan ingentes que comparada con ellas la miríada fuera sólo un punto. Y él, que solía trazar sus demostraciones en la arena de las playas, eligió el grano de arena como elemento de su última demostración. ¿Cuántos granos hay en un puñado de arena? ¿Y en la playa de Siracusa? ¿Y en todas las playas, y en todos los desiertos del mundo? Nadie imaginaba que se pusiera a dar una medida a semejante desmesura. Sin embargo, en su tratado El arenario, su obra maestra, Arquímedes demostró que incluso la arena podía representarse con un número. Se comprometió a contar los granos de arena que llenaran el cosmos. Para obtener la mayor cantidad posible, atribuyó al cosmos las enloquecidas dimensiones que le prestaba la hipótesis de Aristarco. Y, por lo que se refiere al considerable número que obtuvo, demostró que sólo era, a pesar de todo, un punto comparado con números todavía mayores, números que sólo un espíritu singular como el suyo era capaz de concebir.

En el plano político, la embajada de Alejandría había sido un fracaso, pues, a pesar de sus vagas promesas, Filadelfo y luego Evergetes, como dignos émulos de Alejandro, se desinteresaron de todo lo que ocurría en el oeste del Mediterráneo. Solo y atrapado entre Roma y Cartago, Hierón tuvo que elegir. Lamentablemente, eligió Cartago. Durante tres años, Siracusa fue sitiada por los romanos. Y, a pesar de las máquinas de guerra inventadas por Arquímedes, el enemigo consiguió invadir la ciudad.

El decurión Bruto fue el primero que penetró en la población en llamas. Embriagado de sangre y del vino peleón que había bebido para darse valor, el soldado romano recorría las calles de la ciudad blandiendo su espada enrojecida en busca de nuevas víctimas. Pero los sitiados supervivientes se habían refugiado todos en el palacio donde Hierón aguardaba la llegada del general Marcelo para entregarle las llaves de la ciudad, confiando en su clemencia. A través de una poterna de la muralla, Bruto vio a un anciano que, sentado en una pequeña playa, trazaba misteriosos dibujos en la arena. ¡Lamentable presa para un guerrero! Algo serenado por el viento del mar, el soldado se dijo no obstante que aquel griego podía resultar un buen esclavo, tal vez un preceptor para los hijos que pensaba tener, cuando, enriquecido por el botín, regresara a Roma y fundara una familia. Se acercó.

– Levántate y sígueme, buen hombre -dijo en tono arrogante.

Arquímedes ni siquiera levantó la cabeza cuando respondió:

– Un momento, por favor. Creo que por fin lo he encontrado.

Loco de rabia ante la desobediencia del viejo, el decurión clavó su espada en la espalda de Arquímedes. El chorro de sangre que brotó de la herida inundó la arena, borrando las figuras y las cifras en ella inscritas. Tal vez fuesen la respuesta a la hipótesis de Aristarco de Samos.

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[3] Actual Asuán.