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Donde Amr se ejercita en la ironía

– Ese decurión era un imbécil -exclamó Amr-. Pero no peor que su general. En su lugar, yo habría dado a mis hombres la orden tajante de respetar a un inventor tan valioso como Arquímedes.

– Eso era lo que el general Marcelo había exigido -respondió Hipatia-. Y Bruto pagó su crimen con la vida.

– Ese Marcelo tenía razón. Lo peor, en un ejército, no es matar a un anciano, por muy sabio que sea, sino desobedecer a los jefes.

– No siempre, Amr, no siempre -replicó Filopon-. Pues tú, general, si por desgracia llegaras a destruir esta Biblioteca por orden de tu señor, asesinarías a mil Arquímedes de un solo golpe.

– ¡Bah! -replicó el general, algo molesto-, la pérdida de ese sabio no impidió a Roma conquistar el mundo. Al igual que las extravagancias de vuestro Aristarco. ¿Qué valor tienen sus brillantes razonamientos capaces, según él, de medir las distancias de la Luna y el Sol? ¿Quién os asegura que la geometría de Euclides, la que sirve para los triángulos trazados por la mano del hombre sobre el papiro o la arena, sigue valiendo para los triángulos trazados por Dios en el gran espacio lejano, esos triángulos gigantescos que los astrónomos se esfuerzan en vano en construir en el pensamiento?

– Te concedo esa duda, Amr, y no es imposible que un día los sabios pongan en tela de juicio esta evidencia (7) -respondió Hipatia bastante sorprendida por la observación del general-. Sin embargo…

– En cuanto a sus impías elucubraciones sobre el Sol inmóvil en el centro del Universo -Amr, irritado, interrumpió a la muchacha-, no impidieron que la palabra divina derramase su luz sobre los hombres. El Universo tiene un solo centro y es Dios. Así lo dijo el Profeta: «Dios elevó los cielos sin columnas visibles, Él sometió el Sol y la Luna. Él imprime el movimiento y el orden a todo; hace ver claramente sus maravillas.»

– ¿Y por qué va a ser una impiedad el heliocentrismo? -se indignó Hipatia-. ¿Hay en los libros santos algo que diga que la Tierra no gira alrededor del Sol, ni lo contrario, ni alrededor de la Luna o qué sé yo? Deja pues a la ciencia lo que es de la ciencia y a Dios lo que es de Dios.

– ¡Mujer! Si el Todopoderoso no ha considerado útil hablarnos de ello por la voz de sus profetas, sus razones tendrá. Y es ofenderle intentar desvelar Sus misterios…

– ¡Ah, estaba esperando los famosos misterios! -repuso Hipatia-. Esos misterios en cuyo nombre los obispos hicieron matar a tanta gente cuyo único crimen era querer aportar algo de verdad a la humanidad.

– Hipatia, te ruego que mantengas la calma -intervino Rhazes, no descontento, en el fondo, de esta discusión entre la muchacha y el general-. Por lo demás, las teorías de Aristarco fueron abandonadas después de su muerte. Ya nadie quiso intentar demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol, que esa «linterna» era el centro de todos los movimientos. Pensándolo bien, de ser así -añadió sin que se supiera si bromeaba o no-, ¿cómo Josué, en Jericó, habría podido detener el Sol en su curso? ¡Ah, sí, qué ligero fue Aristarco imaginando semejante cosa! ¿Había pensado, al elaborar su teoría, en los infelices gramáticos y filólogos que tendrían que pasar noches en blanco y poner en peligro su salud buscando nuevos sintagmas que sustituyeran, por ejemplo, «el Sol se levanta, el Sol se pone», por «cada mañana, la Tierra se levanta o se pone»? ¿Y dónde va a ponerse, la pobre? ¡Está tan desorientada!

– ¡Por las barbas de Plotino!, qué pesado eres, Rhazes -exclamó Hipatia-, cuando remachas tus sempiternas bromas. ¿Acaso no hay nada sagrado para ti?

– Veamos, Hipatia -ironizó Amr que creía estar ganando puntos-, ¿no me has dicho que las sarcásticas risas de nuestro médico eran una coraza para defenderse de las desgracias del mundo con las que se enfrenta día tras día?

– Pero no se puede desacreditar a Aristarco como lo está haciendo -se exaltó ella-. Esas críticas son injustas y Aristarco no puede ser colocado sin más del lado de los vencidos. Sólo la posteridad le juzgará. Sin Aristarco, Eratóstenes nunca hubiera podido medir la circunferencia terrestre y dividir nuestro planeta en climas; sin él, Tolomeo nunca hubiera podido escribir su Cosmografía, una obra que tanto los cristianos como los judíos consideran que no va contra la Biblia. Sin él…

– ¿Tolomeo? ¿Uno más? ¿Qué número tenía éste? -preguntó Amr que quería competir con Rhazes en el manejo del ingenio.

– Éste no era un rey de Egipto y se trata de otra historia -medió Filopon-. En cuanto a ti, sobrina mía, te pediría que mantuvieras, en adelante, algo más de calma y mesura. ¿No ves que enojas a nuestro huésped con tus elucubraciones celestes?

– En absoluto, venerable Filopon -protestó Amr-. Hipatia es deliciosa por su espontaneidad, incluso cuando profiere las más abominables blasfemias. Pero decidme, ¿siempre os atacáis mutuamente de ese modo, vosotros los sabios? Parecéis mercaderes en la feria, disputándose un rico cliente. ¿Acaso tenéis algo tan valioso para venderme?

– ¿Venderte? -suspiró Filopon-. Nada en absoluto, general, pero queremos ofrecerte el saber, el conocimiento. Cierto es que los sabios se pelean a menudo. Son, tranquilízate, peleas fecundas, pues siempre sale de ellas una brizna de verdad. Cuando llegue mañana, nuestro amigo Rhazes te contará las discusiones en las que se enfrentaron las mentes preclaras de aquel tiempo, verdaderos atletas del saber. Aunque esas disputas podrán parecerte irrisorias, abrieron sin embargo muchos caminos a la belleza y la ciencia, pues permitieron nada menos que medir el perímetro de la Tierra.

Hablando de disputas fecundas, rió sarcástico para sus adentros el viejo gramático al retirarse con sus jóvenes amigos, la que opone al general y al médico me parece ser una de ellas. ¿Qué no hará ahora Amr para complacer a Hipatia? ¿Desobedecer quizás a su señor? ¡Quién sabe! ¡El amor es tan fuerte! Y, a fe mía, de buena gana daría mi sobrina a ese camellero a cambio de la salvaguarda de la Biblioteca.

Los atletas del saber

(Segundo panfleto de Rhazes)

Tienes razón, general, uno se pierde con todos esos Tolomeos. Y además, hasta ahora sólo hemos hablado de tres. Les llamaban la dinastía de los Lágidas, pues su antepasado era un tal Lagos, general de Filipo, padre de Alejandro, cuya mujer, según dicen, era muy complaciente. Olvidemos de momento al Tolomeo geógrafo, que apareció muchos siglos más tarde y no era de ningún modo su descendiente. Pronto te hablaremos de él, y el tal Tolomeo se mostrará capaz de apaciguar a tu califa.

Por lo que se refiere a los demás, los reyes de Egipto, los nuevos faraones, hubo trece. ¡Trece Tolomeos! Y como si no fuera ya bastante complicado, no se sucedieron de padre a hijo, sino entre hermanos. Se disputaban el trono, el menor expulsaba al primogénito, el benjamín envenenaba al segundo, el primogénito derribaba al benjamín y le asesinaba para recuperar su puesto. ¡Una verdadera jaula de fieras! Para embrollar más aún la cosa, era habitual, en aquella encantadora familia, casarse con la hermana. La cosa comenzó con Tolomeo II, de ahí su nombre de Filadelfo. Eso tenía la ventaja de resolver el problema de la dote, pero el médico que soy no está muy seguro de que esas uniones engendrasen los retoños más aptos para reinar.

Cuando Tolomeo I Soter casó a su hijo con su hija Arsinoe, esperaba amansar a sus nuevos súbditos egipcios. En efecto, su dios-rey fundador, Osiris, se había casado, según dice la leyenda, con su propia hermana Isis, de quien nació Horus, el dios Sol. «Vil superstición», dirás tú, y estoy de acuerdo. Pero, a fin de cuentas, si lo piensas bien, Amr, y de creer en el Libro que nos es común, ¿de dónde pudieron sacar sus esposas Caín y Abel, los dos hijos del primer hombre y de la primera mujer, salvo del seno de su propia familia? Te veo fruncir el ceño, Amr, ¡estoy bromeando! De todos modos, al humilde pueblo egipcio le importaban un pimiento los dioses y sus ancestros, y preferían hacer sacrificios a las piedras sagradas, al Nilo o a algún arbusto cualquiera, suplicándoles que les libraran de los invasores griegos.