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Para un poeta no hay nada peor que el ridículo. Sobre todo porque el hijo del rey en persona se divirtió en pleno Consejo leyendo ante Apolonio un párrafo de los más malignos y divertidos. No todos los días un alumno, aunque sea un Tolomeo, puede burlarse de su preceptor. Con gran dignidad, Apolonio presentó su dimisión como bibliotecario y regresó a la isla de Rodas, donde enseñó retórica y gramática.

Los últimos años de Filadelfo fueron apagados y penosos, como parece habitual en los reinados muy largos. Aquél había durado cuarenta años. La partida de Apolonio y el truncado proceso de Aristarco de Samos fueron los más graves síntomas de aquel crepúsculo senil que se había apoderado de Alejandría. Por fin, el rey murió y Calímaco le siguió sin tardanza a la tumba.

Los veinticuatro años de reinado del tercer Tolomeo, nacido del incesto entre su padre y la reina Arsinoe, fueron sin duda los más apacibles y prósperos que conoció nunca Egipto. Bajo su sabio gobierno, la Biblioteca llegó a poseer casi medio millón de rollos. Incluso se consiguió tras muchas maniobras, arrancar a Atenas la colección de libros que había pertenecido a Aristóteles.

Uno de los primeros actos del nuevo rey, a quien sus cortesanos dieron el nombre de Evergetes, «el bienhechor», fue llamar de nuevo a Apolonio para que ocupara el puesto de bibliotecario. Tras haberse hecho rogar un poco por su antiguo alumno, el poeta exiliado regresó imponiendo sus condiciones. Compartiría el cargo con un hombre de ciencia: Eratóstenes de Cirene, el mismo que mantenía correspondencia con Arquímedes y que algún día poseería el bastón de Euclides. Sabia decisión, pues, cuando Calímaco gobernaba en la sombra los destinos de la Biblioteca, las obras de astronomía, de geometría o de arquitectura habían sido postergadas en beneficio de la literatura.

A Apolonio le habían herido en lo más hondo del alma los ataques de Calímaco, un poeta cuya obra, sin embargo, él admiraba por encima de todo. Durante su exilio en Rodas, Apolonio había revisado sin cesar su epopeya Las Argonáuticas hasta conseguir que alcanzara la perfección absoluta. Pero, desde entonces, su inspiración se había secado. No se atrevía ya a escribir, abrumado por la sombra de su difunto maestro. Temblaba ante la idea de que apareciese un nuevo Ibis humillándole más aún. Los libros le daban miedo. Por esta razón, cuando estuvo de regreso en Alejandría, dejó a Eratóstenes toda la responsabilidad de la Biblioteca, limitándose a ser el consejero íntimo del rey Evergetes. En lugar de escribir elegías, sólo pergeñaba los discursos y los decretos reales.

Era, después del rey, el hombre más poderoso del reino de Egipto, un reino que a la sazón dominaba todo el Mediterráneo levantino, y Apolonio no era ajeno a esa grandeza. Del otro lado estaba Roma. Pero ¿quién, por aquel entonces, habría prestado atención a aquellos bárbaros? La arrogante Alejandría sentía por esos soldados y campesinos del oeste del mundo el mismo desprecio que Bizancio siente hoy hacia los mercaderes nómadas que tú representas.

Sólo Eratóstenes, el verdadero bibliotecario, se inquietaba ante el creciente poderío de Roma. Cierto es que, en sus cartas, su amigo Arquímedes le informaba a menudo de las victorias de la ciudad italiana. Eratóstenes, intentó avisar al rey y a Apolonio, pero fue en vano, porque éstos le mandaron ocuparse de sus anaqueles. Pero él había comprendido, antes que todo el mundo, que el declive de Alejandría vendría de poniente.

Eratóstenes era un espíritu universal. Su saber abarcaba todos los temas, en un Museo donde la propensión de cada cual era aislarse en su especialidad. Después de haber sido alumno, en gramática y en poesía de Calímaco, había permanecido unos veinte años en Atenas, tratando con platónicos y estoicos. Luego había regresado a Alejandría, para seguir los cursos de astronomía y matemáticas de Aristarco de Samos, antes de trabar amistad con Arquímedes, durante una de las escasas estancias en Egipto del sabio siciliano. Esa amistad estuvo a punto de quebrarse por la actitud demasiado diplomática de Arquímedes durante el proceso de Aristarco. Para demostrar su desaprobación, Eratóstenes regresó a Atenas. «Aquí, al menos -le escribió al viejo rey Filadelfo-, los gobernantes dejan a los sabios en total libertad. Han comprendido la lección de la muerte de Sócrates. Pero tú, al expulsar a Aristarco del Museo, le administraste la peor de las cicutas.»

Cuando Tolomeo Evergetes subió al trono, al llamar a su lado a Apolonio y luego a Eratóstenes, el nuevo rey dio a entender con claridad que, por su parte, había comprendido la lección infligida al difunto Filadelfo por el valeroso exiliado voluntario. Y, durante los veinticuatro años de reinado del «bienhechor», la paz se instauró en el seno del Museo gracias al perfecto entendimiento entre Apolonio, el poeta que ya no escribía, y Eratóstenes, el hombre de saber universal.

Pues Eratóstenes cultivó con brillantez todos los campos de la cultura: filosofía, poética, historia, música, matemáticas y, claro está, astronomía. En ochenta y dos años, no llegó a agotar todos los recursos de su genio y murió a la edad que los griegos consideraban el límite postrero de la vida. A decir verdad, forzó un poco el destino cuando, al volverse ciego, se dejó morir de hambre porque no podía ya leer.

Pero ¡cuántos prodigios llevó a cabo antes! Dado que yo soy médico y en absoluto matemático, no sabría describirte detalladamente, Amr, el método que inventó para encontrar los números primos y que se designa con el nombre de «criba»,(8) como tampoco conozco los nombres de las setecientas treinta y seis estrellas que incluyó en su catálogo de Catasterismos. Pero sé que fue el primer hombre que calculó la circunferencia de la Tierra.

Para llevar a cabo esta hazaña, midió la diferencia de la sombra producida por los-rayos del Sol en su cenit estival en dos lugares alejados el uno del otro: Alejandría por una parte y la ciudad meridional de Siene, donde su maestro Aristarco había terminado su vida en un completo olvido. Le rendía así el más hermoso homenaje, pues fue gracias a los métodos de cálculo de aquel maestro astrónomo que Eratóstenes pudo medir la circunferencia de la Tierra. La incredulidad que leo en tu rostro, Amr, me incita a darte algunas explicaciones…

Eratóstenes había sabido por boca de los viajeros que, en Siene, el primer día del estío que nosotros llamamos solsticio, a mediodía en punto, los rayos del Sol caían verticalmente en un profundo pozo de más de cien codos. Durante ese breve instante, la maravillada multitud podía percibir el círculo espejeante del agua que, por lo general, se pudría a la sombra en el fondo del pozo. Ahora bien, nuestro sabio había muchas veces plantado el bastón de Euclides en distintos lugares, según la hora y la estación, y sabía muy bien que en Alejandría el Sol proyectaba siempre una sombra. Se hizo pues el ingenioso razonamiento de que, si medía la longitud de la sombra en Alejandría a la hora en que no la había en Siene, podría calcular la circunferencia de la Tierra. Llegados el día y la hora, llevó a cabo la operación y dedujo el ángulo con el que el Sol lanzaba sus rayos sobre Alejandría: una cincuentava parte de círculo, exactamente. Por medio de la más sencilla geometría, Eratóstenes concluyó que el perímetro de la Tierra era igual a cincuenta veces la distancia de Siene a Alejandría.(9) Pero ¿cómo evaluar esta distancia?

Una leyenda cuenta que, preguntando a los caravaneros, Eratóstenes supo que un camello necesitaba cincuenta días para hacer el viaje y que este animal recorría, por término medio, cien estadios al día. En realidad, Eratóstenes nunca se habría limitado a tan grosera aproximación. Muy al contrario, una valiosa obra de la Biblioteca cuenta cómo el sabio desplegó los recursos de su genio para conseguir su objetivo.