Comenzó a reunir todas las medidas de terrenos conocidas en su tiempo: relatos de caravaneros, pero también anotaciones de catastro, longitudes de los caminos de sirga, informes de los contadores de pasos profesionales. ¿Sabías, por ejemplo, Amr, que en el país que acabas de conquistar la inundación del Nilo altera cada año los mojones y las fronteras entre los campos cultivados? Para fijar los derechos de propiedad, los Tolomeos habían nombrado en cada capital de departamento a un director de finanzas y del catastro, encargado de inscribir las dimensiones de las «sfragidas», esas parcelas medidas por los agrimensores reales. Eratóstenes reunió esos datos y los anotó cuidadosamente en su cuaderno. Anotó también las medidas relativas a la longitud del Nilo, que fluye entre Siene y Alejandría siguiendo aproximadamente la dirección del norte. Las imponentes barcazas que bajaban por el río, cargadas de granos y paños preciosos del Sudán, debían ser arrastradas por sirgadores. Éstos hacían avanzar las embarcaciones por medio de grandes cuerdas, las «schenas», todas de la misma longitud, de modo que el número de «schenas» utilizadas daba fácilmente la distancia que separaba las postas de sirga. ¿Sabías además, Amr, que las rutas de Egipto, como las de todos los países helenizados, eran medidas por contadores de pasos profesionales? La jornada de marcha era una unidad de medida utilizada ya por Heródoto, hace de eso más de mil años. Y Eratóstenes pagó a caminadores que llevaran a cabo el trayecto de Siene a Alejandría.
Cuando hubo por fin reunido todos esos datos de orígenes muy diversos, estableció la media, para minimizar las numerosas causas de error. Y pudo anunciar triunfalmente el resultado al rey Evergetes: puesto que la distancia entre Siene y Alejandría era de cinco mil estadios, la circunferencia de la Tierra era de cincuenta veces más, es decir doscientos cincuenta mil estadios.(10)
Finalmente, esta Tierra que acababa de medir con la implacable cadena del razonamiento matemático, la dividió como una sandía, en trescientas sesenta partes iguales, de acuerdo con el modo de graduar de los babilonios. De ese modo, Eratóstenes, ese «atleta del saber» como en adelante se dio en llamarle, inventó también la geografía, casi tres siglos y medio antes de Tolomeo; me refiero naturalmente, al sabio Tolomeo, el que nunca fue rey salvo en sus dominios, las ciencias del Universo.
Donde Amr se reconoce poeta
– Todos esos Hércules del conocimiento, poetas, filósofos, hombres de ciencia de los que me habéis hablado -dijo Amr-, ¿por qué se empeñaban en mezclarse en los asuntos de la ciudad y la religión? Lo lógico es que los unos se satisfagan rimando, los otros pensando y los terceros inventando. Y que dejen a los reyes el cuidado de gobernar y a los sacerdotes el de orar.
– Y sería también necesario -replicó Rhazes- que éstos hicieran bien su oficio. Y que ellos mismos no se pusieran a hacer malas rimas o a legislar sobre la forma del Universo. ¿Acaso no decidirá tu califa cuáles son los buenos y malos descubrimientos de la ciencia, como esos sacerdotes que, sin conocer nada de ello, decretaron que la Tierra es plana? En cuanto a los príncipes y a los generales tentados por la literatura, sería necesario todo un anaquel para contener sus deleznables escritos.
– Cierto es que yo mismo… -dijo Amr acariciándose la barba y mirando por el rabillo del ojo a Hipatia-, cierto es que yo mismo, en la soledad del desierto, intento escribir algunos versos, que Alá me perdone, sobre la inmensidad de la Creación.
– Te felicito -le alabó muy seriamente Filopon-. Y no escuches a ese criticón de Rhazes. Príncipes y militares escribieron, a veces, obras honorables. Te hemos hablado de la obra de Tolomeo Soter sobre Alejandro, pero pienso en los escritos de César y en muchos otros. Por lo que a los sacerdotes se refiere, ¡ah!, tendrías que leer a Agustín de Hipona, que fue el más sublime escritor y pensador de la cristiandad.
– Según vosotros, tengo que leer muchas cosas -ironizó Amr-. Y no nos queda tiempo. Seguís sin haber contestado mi pregunta: ¿por qué diablos poetas y sabios se meten en las cosas del poder, cuando sólo debieran interesarse por las cosas del saber? Y ese Calímaco al que tanto has denigrado, Rhazes, me parece más valeroso que Arquímedes, al haber sido capaz de rechazar los honores que el rey le ofrecía.
– ¿No crees más bien -metió baza Hipatia- que al rehusarlos se comportó como un egoísta y un celoso, pensando sólo en su arte y en el de su rival Apolonio, en vez de actuar en su común interés, el de la Biblioteca? Considera, por el contrario, el ejemplo de mi tío Filopon, que ha sacrificado lo que habría podido ser una obra inmensa para defender estos lugares contra los ultrajes del tiempo y, ahora, de tus guerreros.
– Dejemos eso, sobrina, te lo ruego -protestó el anciano-. Para responderte, general, te diré que no son los escritores o los sabios quienes se ocupan de política, sino más bien la política la que se ocupa de ellos. Y los reyes tienen más necesidad de poetas que los poetas de reyes. Éstos prescindirían muy bien de las pensiones que el monarca les paga y de las coronas que les trenza. En cuanto a los reyes, no necesitan tanto textos loando su gloria como las visiones de los poetas, cuya vista llega a traspasar la realidad inmediata de las cosas. No son profetas, pues sus palabras no han sido dictadas por Dios. Y ¡ay del poeta que se tomara por tal! Pero ellos ven lo que ningún otro mortal puede ver. Lamentablemente, los príncipes raras veces escuchan esa excelsa verdad. Y si los sucesores de los tres primeros Tolomeos hubieran leído estos versos de Calímaco, tal vez Alejandría no estaría donde está hoy: «De la Divinidad procede el poder de los reyes, pero son sólo guardianes de la ciudad. Sólo la Divinidad puede destruirla, y sólo la Divinidad puede derrocarlos a ellos.» Y Eratóstenes, en El sitio de Siracusa, dice: «El Sol al atardecer baña el mar con su sangre. Tened cuidado, príncipes, de que no se extienda hasta la aurora y ahogue así a las musas.» Predecía con ello las conquistas romanas, su alianza con Pérgamo y la guerra de las bibliotecas.
– ¿La guerra de las bibliotecas? ¿Se combatió pues por los libros? Y sin embargo me decíais que sólo aportaban paz.
– Era sólo una guerra de palabras -respondió Filopon-, pero anunciaba conflictos muy reales, y mucho más mortíferos. Si me lo permites, te lo contaré mañana. Rhazes hablaría de ello con demasiada ligereza e Hipatia desdeña ese tipo de historias.
Bien está, se dijo Amr; si Omar comprende que los libros pueden ser también armas, tal vez se deje convencer.
La guerra de las bibliotecas
(Segundo curso de Filopon)
Hace unos ochocientos años, había un sinfín de pequeños reinos y ciudades. Gobernados por griegos que presumían de ser descendientes de Alejandro o de sus generales, los diadocos, prestaban más o menos vasallaje a unos imperios demasiado grandes para estar bien controlados.
Entre esos pequeños Estados se levantaba, en un espolón rocoso de Mysia, la ciudad de Pérgamo, enclavada en la potencia persa, la de los reyes seléucidas. Un diadoco había construido esa fortaleza para ocultar allí el botín de sus conquistas. Había confiado su custodia a uno de sus oficiales, pero éste le traicionó y fue a vender sus servicios al seléucida Antíoco. Como recompensa, el traidor recibió el botín de guerra del vencido y la población de Pérgamo. Poco a poco, la fortaleza fue extendiendo su territorio, que pronto se convirtió en reino y creció en poderío.
No contenta con haberse apoderado de algunos hermosos puertos en el mar Egeo, Pérgamo codiciaba el interior del país, perteneciente sin embargo al reino al que debía su existencia: el del monarca Antíoco. Pérgamo solicitó la ayuda de Roma. De Istros a Cirene y de Atenas a Susa, la indignación fue general. Macedonios y espartanos, alejandrinos y jónicos, todos se repetían que el rey de Pérgamo, Átalo, era como su abuelo: un traidor. Pérgamo fue expulsada de las ciudades y los reinos helénicos.