Выбрать главу

Rhazes, el ayudante del viejo gramático, había tenido menos escrúpulos: había aceptado guardar en su casa ese Corán para estudiarlo. De hecho, lo hacía para enriquecer su colección de objetos curiosos y divertidos que le gustaba enseñar a sus amigos: piedras o maderos de formas extrañas arrastrados por el mar, fragmentos o copias de estatuillas del antiguo Egipto de los faraones, ingenuas figuras garabateadas sobre nácar por pescadores o mendigos. De todos modos, como buen médico, a Rhazes sólo le interesaban los misterios del cuerpo; siendo judío, se negaba a tomar parte en los debates teológicos que, sin embargo, conmovían la tierra entera. A la sazón, Filopon lamentaba no haber adquirido los escritos en cuestión. Tal vez habría podido volverlos, como un arma, contra los bárbaros. Unos bárbaros que, mañana, tomarían la ciudad. ¿Qué destino reservaban a los millones de retazos de pensamiento humano amontonados allí? Era ya un milagro que Filopon hubiese logrado salvarlos durante los sombríos decenios que acababan de transcurrir. Ni los persas, ni los obispos de Bizancio se habían atrevido a destruir la Biblioteca o a saquearla. Pero, esta vez, estaba en efecto en peligro de muerte. De modo que Juan Filopon aguardaba la liberación, en las largas salas silenciosas del Museo abandonado.

3

– ¡Esta es la obra de Dhu al-Qarnain, el que tenía dos cuernos!

Amr dijo esas extrañas palabras en un griego casi perfecto en el que sólo afloraba un leve acento gutural. Filopon levantó la cabeza y le contempló con aire asombrado. Cuando, de madrugada, había oído el ruido de los pasos y el tintinear de las armas de los soldados que penetraban en el Museo, el viejo filósofo había decidido morir imitando a Arquímedes. Había abierto en la mesa de mármol una antigua copia del Hippias Mayor y anotado, al margen de la fórmula de Sócrates: «Digo que, a nuestro entender, lo bello es lo útil», el inicio de un comentario: «Sin duda, pero…», dejando voluntariamente su frase en suspenso. Al cabo de un instante, la espada le atravesaría y, durante siglos, la posteridad repetiría que, una vez más, el pensamiento había perecido, inconcluso y ahogado en sangre. Era una impostura irrisoria, pero una sublime advertencia para las generaciones futuras.

– ¿El que tenía dos cuernos? -preguntó-. Ignoro de quién hablas, general. ¿Es acaso uno de vuestros sanguinarios ídolos, Baal o Moloch, para quienes degolláis mujeres y niños en vuestras regiones salvajes?

Filopon esperaba que el conquistador árabe, enfurecido por esa insolente réplica, acabaría deprisa con él. Pero, por el contrario, Amr soltó una enorme y franca carcajada:

– Si hubieras aceptado el libro que antaño te ofrecí sabrías, noble anciano, que hablo de aquel a quien vosotros llamáis «Alejandro», y a quien el Profeta denominaba Dhu al-Qarnain, o Iskandar.

¡De modo que era él! El mercader vivaracho que había intentado venderle aquellos omoplatos grabados había regresado, revestido con la arrogante coraza del guerrero. Y no tendía a Filopon unos torpes versículos, sino una espada. El viejo filósofo, desconcertado por un instante, se dijo que a fin de cuentas el general quizá fuera menos temible de lo que parecía. No pudo evitar una sonrisa. ¡De modo que las fábulas referentes a Alejandro Magno habían llegado a los confines del mundo! El propio Alejandro, en su afán por ser divinizado en vida, pretendió que le había entronizado el dios egipcio Amón, al que representaban con cabeza de carnero, en el oasis de Siwa. Luego, había ordenado que a partir de entonces todas las efigies suyas que se fabricaran en Alejandría llevasen en la frente los cuernos del ídolo.

Sin embargo, Amr había percibido la escéptica sonrisa del anciano. Con gesto autoritario, despidió a su escolta, tomó un taburete y se sentó familiarmente al otro lado de la mesa.

– El ignorante beduino que soy, oh sabio Filopon, ha comprendido muy bien que ésa era una parábola que el Omnipotente dictó a su Profeta para indicar que, al igual que Alejandro edificó esas murallas de bronce, Alá había construido el infierno como morada para los infieles.

Filopon se sintió incómodo. El, que se había preparado toda la noche para una muerte gloriosa a manos de un bruto, se encontraba charlando con un hombre de unos cuarenta años, afable y encantador, de gestos suaves y sensuales, ojos de un negro profundo y brillante, elegante en su larga túnica de seda blanca con adornos de oro.

Recuperó la esperanza. No todo estaba perdido. ¿Acaso el sabio Casiodoro no había, en su tiempo, salvado Roma al convertirse en consejero del godo Teodorico? Amr nada tenía de bruto. Además, acababa de revelar una de sus debilidades: como todo militar, soñaba con alcanzar la gloria de Alejandro. No había que alarmarle. Filopon decidió cambiar de actitud trocando el tono sarcástico que había adoptado hasta entonces por el del viejo sabio, paternal y resignado.

– Tienes razón, general. De la voluntad de Alejandro nació esta ciudad. El mayor soldado del universo descansa en ella, pues su cuerpo fue enviado aquí desde Babilonia en un ataúd de oro. Lamentablemente, su mausoleo fue pillado por no sabemos qué invasores.

Era una flagrante mentira histórica, pero el árabe comprendería la alusión y desvelaría sus intenciones.

– Ignoraba el hecho -replicó Amr con un poco de ironía-. Cuando, como mercader llegado de mi desierto, preguntaba yo a mis clientes por la tumba de Alejandro, me contaban que un antiguo rey de tu gran ciudad había cometido el sacrilegio de apoderarse de los tesoros que albergaba el mausoleo, para pagar su ejército y lanzarse a la guerra contra su propio hermano, que le disputaba el trono. Sin duda era una de esas fábulas que corren de feria en feria y que el crédulo beduino que soy se tragó ingenuamente…

Filopon se mordió los labios. De nuevo había infravalorado los conocimientos de su interlocutor. Amr fingió no ver esa turbación y prosiguió:

– Nuestras tumbas, las de los discípulos del Profeta, no corren el riesgo de ser profanadas. Ponemos a nuestros muertos en la tierra para que lleguen desnudos a los jardines de Alá, donde todo les será proporcionado, Y desnudos seguirán hasta el día de la Resurrección y del Juicio.

– No estaremos desnudos el día del Juicio, sino que cargaremos con nuestros pecados y nuestros crímenes. Y los que roban, desvalijan, matan, destruyen la obra del Creador que ha dado al hombre, al revés que al animal, el poder de comprender el mundo para mejor adorarle, arderán en el infierno por toda la eternidad. ¿Lo sabes, general Amr?

– Lo sé, y sé también por qué el Creador aniquiló Sodoma y Gomorra.

– No eres el ángel de la muerte -replicó con dulzura Filopon-. Y Alejandría no es la nueva Babilonia.

Se miraron con fijeza, en silencio, unos instantes. Un viento frío procedente del mar silbaba bajo el peristilo y hacía temblar el pergamino de Platón puesto sobre la mesa. Amr inspiró profundamente y dijo por fin:

– Cierto es que soy sólo un mercader que se hizo soldado de Dios. Cierto es también que eres un hombre virtuoso y sabio, Filopon, pero es cierto asimismo que los sumos sacerdotes de tu religión son ricos, a pesar de la ejemplar pobreza de ese profeta al que llamáis dios, Jesús. Ya te lo he dicho: soy soldado. Obedezco las órdenes de mi califa, el comendador de los creyentes, Omar Abú Hafsa ibn al-Jattab. Si decide que tu ciudad debe ser castigada, castigaré. Si hace un acto de clemencia, obedeceré con alegría.