Roma atacó a Antíoco, y cuando le hubo vencido ofreció como recompensa a Pérgamo, su circunstancial aliado, Lidia, Frigia y el control del Helesponto. Contra lo esperado, los soldados romanos regresaron hacia sus guerras púnicas, satisfechos por haber dado a esos griegos, demasiado refinados e indisciplinados, una lección de valor, de orden y de seriedad. Pérgamo, por su parte, no fue la última en burlarse de aquellos campesinos latinos que sólo sabían combatir, que ni siquiera se aprovechaban de sus victorias y no conocían el teatro.
Sin embargo, el nuevo señor de Pérgamo, Eumenes II, sintió que por esa alianza con Roma su reino había perdido la consideración de sus vecinos. Además, procedía de una ascendencia humilde, tal vez ni siquiera era griego o macedonio, sino que a buen seguro sería hijo de un renegado que había vendido a su señor por un puñado de oro y de joyas. Mientras que los Tolomeos o los seléucidas tenían, por lo menos, un antepasado que había cabalgado junto a Alejandro.
Así pues, el rey Eumenes II de Pérgamo, gracias a la complacencia de Roma, pasó a ser dueño de un poderoso Estado. Y, como suele hacer la gente de humilde extracción que se encuentra de pronto disfrutando de una gran fortuna, exhibió la suya de un modo ostentoso. Quiso convertir su ciudad en la más hermosa y grande del mundo griego. En su espolón rocoso, hizo levantar templos gigantescos, termas desmesuradas, teatros monumentales… Imitaba en todo a Atenas, pero dos veces más alto, dos veces más grande. Nadie conoce el nombre de ninguno de los arquitectos que participaron en los trabajos. El rey quería que fuese su obra, sólo suya, y que la posteridad sólo le recordara a él, Eumenes II el Atalida. Proclamaba bien alto su ambición de ser para Pérgamo lo que Tolomeo Soter fue para Alejandría.
Aunque no me precio de conocer el corazón de los hombres, creo que en el fondo Eumenes intentaba hacerse perdonar su alianza con los romanos y demostrar que su reino (que, sin embargo, sólo debía su prosperidad a sus traiciones) se había convertido en el mejor defensor del pensamiento y el arte helenos. Por eso Eumenes se atrevió a fundar, también él, su biblioteca, que sería, claro está, más rica y más completa que la de Alejandría. Pero, obsesionado con la idea de ser reconocido como un igual por sus pares, sólo admitió en sus anaqueles libros griegos, y en sus aulas sólo sabios y escritores griegos.
Mientras tanto, Alejandría vivía días apacibles manteniéndose en una neutralidad altiva ante los acontecimientos del mundo, sin preocuparse de las tempestades que se acumulaban sobre nuestro mar, como hace el nudoso olivo que sabe que ninguna tormenta podrá arrancarlo.
El Museo era entonces dirigido con férrea mano por Aristófanes de Bizancio, un gramático de extraordinaria erudición. Había publicado las versiones definitivas de Homero, Hesíodo, Alceo, Píndaro, Eurípides, Anacreonte y de su homónimo Aristófanes. Gracias a él el teatro hizo una entrada masiva en los anaqueles.
Puede decirse también que Aristófanes de Bizancio inventó el diccionario, componiendo listas de términos arcaicos, técnicos o poco usados, y de proverbios. Pero, sobre todo (y eso es lo primero que debieras leer si deseas aproximarte a las bellezas de la literatura griega), seleccionó los textos que consideraba como ejemplos de perfección en cada género y los publicó con el título de Los cánones de Alejandría.
Cada año se celebraba, bajo la égida del rey, un concurso para quienes solicitaban entrar en el Museo. Cada uno de ellos debía componer un poema y leerlo en alta voz. A veces, cuando un candidato recitaba un texto especialmente bello, el jurado, incapaz de contenerse, le aclamaba. Sólo Aristófanes, impasible, no aplaudía. Cuando volvía la calma, se levantaba y desaparecía unos minutos en la Biblioteca. Regresaba llevando en la mano un viejo papiro, que leía en voz alta. Era el mismo texto, o casi, que el que había declamado aquel brillante candidato. Nunca Aristófanes se equivocó al destapar el engaño, y el plagiario era expulsado de la ciudad. Por lo general, iba a refugiarse junto a Eumenes II, mucho menos puntilloso en lo referente a la calidad de la gente que reclutaba.
Sin embargo, la biblioteca de Pérgamo seguía creciendo. Tras seis años de existencia, poseía ya un fondo de cuarenta mil libros. Para ello se emplearon los mismos métodos que Alejandría puso en práctica en sus comienzos, pero con muchos menos escrúpulos. Se requisaban los rollos transportados por los barcos, pero se omitía entregar una copia de las obras a cambio de los originales. Y sobre todo, cada vez que el aliado romano obtenía una victoria en Grecia o en Iliria, Pérgamo reclamaba su parte del botín: los fondos de las bibliotecas públicas y privadas de las ciudades vencidas. Los zafios soldados romanos los entregaban sin rechistar, pues todavía no advertían, Amr, el poder que pueden dar los libros a los conquistadores. Sólo valoraban el espíritu viril, que sólo necesita una reja para fecundar la tierra y una espada para matar al enemigo. Las artes, las letras, únicamente eran, para ellos, lascivas distracciones de pueblos decadentes. ¿Acaso las Musas no son hembras?
En Alejandría, el bibliotecario Aristófanes fue el primero en comprender que Pérgamo le disputaba peligrosamente la hegemonía al Museo. A Egipto cada vez llegaban menos libros. En cambio, aumentaba el número de falsarios, plagiarios y estafadores que intentaban venderle casi cualquier cosa que se pareciera más o menos a un manuscrito antiguo. Naturalmente, al viejo erudito no le costaba nada descubrir las supercherías, pero sus fuerzas se debilitaban y no estaba en absoluto seguro de que su sucesor designado, Apolodoro de Atenas, tuviera los hombros bastante anchos para soportar la carga.
Alertó de ello al rey Tolomeo V Epífanes, que se encogió de hombros. Otras eran sus preocupaciones: habiendo subido al trono a la edad de cuatro años, Epífanes iniciaba su segundo decenio de reinado en un estado de languidez que le hacía pensar que intentaban envenenarle. De hecho, la raza de los Tolomeos degeneraba, con el cuerpo podrido por excesivos matrimonios consanguíneos. Y aunque Epífanes había roto con la nefasta tradición de casarse con su hermana uniéndose con la del rey vecino, ésta aún no había podido darle un sucesor.
Cierto día, en Pérgamo, el rey Eumenes II declaró, triunfante, que su biblioteca había adquirido la colección completa de los discursos de Demóstenes, el mayor orador de todos los tiempos, que dos siglos atrás había luchado hasta agotar sus fuerzas contra la invasión de Grecia por Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro. Y, sobre todo, Pérgamo afirmaba que poseía el último de esos discursos, de esas Filípicas, que todos creían perdido. Acudió a Pérgamo una avalancha de gente que quería consultar aquella obra inédita. Aristófanes mandó a uno de sus espías, que la copió. Cuando aquél la tuvo en sus manos, hizo lo que hacía en los concursos de poesía y encontró fácilmente, en los anaqueles, Las historias filípicas de un tal Anaxímenes de Lampsaca que se había permitido, unos decenios antes, redactar con desfachatez esa imitación de Demóstenes. Se trataba, pues, de una falsificación, un apócrifo.
Creyendo que iba a triunfar, Aristófanes redactó panfleto tras panfleto contra los falsificadores de Pérgamo, pero todo fue inútil. Para la opinión pública, el competidor asiático había adquirido ya, con aquel falso Demóstenes, la reputación de ser la mejor biblioteca del mundo. Como suele ocurrir en las épocas turbulentas, la gente acogía con alborozo las novedades y se burlaba de la vejez y la experiencia. El Museo era viejo, Pérgamo era joven.
Por añadidura, Pérgamo no permaneció inactiva ante los ataques del viejo gramático. Hizo difundir una sátira de un filósofo escéptico del pasado, Timón de Flionte, que hablaba del Museo de Alejandría como de una jaula llena de pájaros mantenidos y cebados a semejanza de valiosas aves de corral, pájaros desplumados y escritorzuelos cuya única actividad era pelearse sin fin con sus embotados picos. Aquella pajarera llena de charlatanes ya sólo era, a su entender, una torre de marfil donde los protegidos de la familia real se dedicaban a los juegos de ingenio, al margen de la vida real. Un reproche que, a menudo, hacían a los sabios los envidiosos, los ignorantes y los argüidores.