En todo caso, te será fácil imaginar que el ambiente en palacio no fuese una balsa de aceite. En realidad fue el inicio de una larga guerra civil que duró más de veinte años. El rey criminal y vicioso no se preocupó por ello. Murió en su lecho a los sesenta y nueve años, después de llevar el título durante cincuenta y tres. ¿Habrá por ventura una justicia divina que castigue, aquí en la tierra, a los malos gobernantes? A veces es posible dudarlo. Pero al menos la descendencia de ese monstruo se convirtió en maldita. Sus vástagos siguieron destrozándose entre sí mucho después de la muerte de los protagonistas, Bola de sebo y Cleopatra. Hubo tantos fratricidios, asesinatos de hijos, hermanas y madres, que por fin no quedó un solo Tolomeo legítimo: el que ascendería al trono, sesenta y cinco años después del crimen de Fiscon, sería llamado el Bastardo.
Por vergüenza no me atrevo, Amr, a contarte todas las atroces peripecias de esta guerra civil. Eso os convencería, a ti y a tu califa, de que la Biblioteca debe ser destruida, como lo fue Cartago. Pero no olvides que esos tristes acontecimientos sucedieron hace ya siglos y entre paganos. Sabe solamente que las primeras víctimas de esos disturbios fueron los sabios y los judíos. Estos últimos fueron masacrados por el populacho; y en cuanto a los eruditos, o bien fueron expulsados por el rey del momento en cuanto no se mostraban del todo sumisos, o bien prefirieron ir a buscar en otras tierras la tranquilidad para desarrollar su arte. Por ejemplo, el sabio Aristófanes, ya muy anciano, eligió ir a morir a Pérgamo. Y muchos otros nombres gloriosos de la ciencia y la literatura le siguieron. De todos modos, en medio de tantos crímenes, tantos motines, tantas conjuras, se produjo una especie de milagro: nadie se atrevió a tocar el menor rollo de la Biblioteca. ¿Qué te parece eso, Amr?
Pérgamo habría podido beneficiarse del naufragio de Egipto. Se había convertido en la mayor potencia griega, bien protegida bajo el vientre de la loba romana. Sin embargo, de pronto, por una de esas cosas raras de la Historia, la antigua fortaleza perdió por sí sola la guerra de las bibliotecas y desapareció, pues el rey de Pérgamo, Átalo III, legó al morir su trono a Roma. Fue la postrera traición de esta dinastía nacida de la traición. Pérgamo se convirtió en provincia romana de Asia. Pero en vez de saquear, rechazar o destruir -como suelen hacer los conquistadores bárbaros- los tesoros de arte, saber y civilización que heredaba de ese modo, Roma recibió con devoción aquellos centenares de miles de rollos que contenían todo el pensamiento y la ciencia helénica. El libro hizo su entrada en la ciudad latina. Algunos han dicho que Grecia había triunfado sobre su vencedor. No estoy muy seguro de ello, pero creo que sin los libros, Roma no hubiera nunca sido durante medio milenio el mayor imperio que el mundo haya conocido.
Donde Amr se hace romano
– Si he comprendido bien -dijo Amr en tono burlón-, a lo largo de tu relato das a entender que hay alguna analogía entre los romanos y mis beduinos. No es muy diplomático por tu parte tratarnos, valiéndote de Roma, de «bárbaros».
– No es mi tío el que los llama así -intervino Hipatia-, sino los griegos de aquel tiempo. Estaban tan orgullosos de la civilización que ellos solos habían creado (civilización que nunca ha sido igualada desde entonces), que todos los que no eran griegos les parecían ser miembros de un amasijo confuso de tribus incultas. Uno de los más tolerantes de ellos, el más atento también a las costumbres extranjeras, Heródoto, había dividido el mundo como una torta: bárbaros del norte, bárbaros del sur, del este y del oeste, y en el centro, como una hermosa fruta confitada, Grecia.
– La palabra «bárbaro» -proclamó Filopon- era al principio una onomatopeya. Los griegos se burlaban de los extranjeros pues, a su entender, cuando éstos hablaban sólo emitían unos ruidos indistintos que sonaban, poco más o menos, así: «¡boar boar!».
– De poco os atragantáis, maestro -dijo Rhazes riéndose-. Sé muy bien que para vos, eminente filólogo, la etimología es una herramienta eficaz. Pero permitidme citar a un historiador que además es un correligionario mío, Marco de Lugdunum, que escribía: «La etimología es como esas viejas monedas que han circulado demasiado. Su sentido se ha desgastado.» Y la palabra «bárbaro» tiene hoy un significado mucho más profundo que esos… borborigmos. Mira, Amr, si el libro es un arma, el lenguaje, por su parte, es todo un ejército. Los romanos lo habían comprendido muy bien e impusieron su idioma a todo el imperio, preservando sólo el griego para las élites.
– ¿Crees que ignoro lo que fueron los romanos? -exclamó airado Amr, que se enojaba a cada intervención de Rhazes-. Tú, que pretendes saberlo todo, has de saber que mi pueblo, el pueblo árabe, fue el único que nunca fue vencido por ellos. Pero, en el fondo, Filopon no se equivoca. Existen muchas similitudes entre los romanos de la República y los árabes de hoy. Ellos tenían la virtud y la pobreza, nosotros tenemos la fe y el desierto. Ellos tenían el arado, nosotros el camello. Ellos tenían la disciplina, nosotros el Corán. ¿Sus enemigos? Parricidas, incestuosos, lujuriosos. ¿Los nuestros? Blasfemos, iconólatras, libertinos. Ha llegado nuestra hora, como llegó la suya. Bizancio, nueva Cartago, será destruida.
– Sabe que Alejandría no es Bizancio y que la Biblioteca no es la basílica de Santa Sofía -dijo Hipatia poniendo, con un gesto encantador, un blanco dedo sobre la rugosa mano, venosa y curtida, del emir-. Puesto que tan bien conoces a los romanos, sabe que acogieron la ciencia y la literatura griegas sin ningún temor de que les ablandaran. Ellos, que no eran filósofos, supieron sacar de las elevadas especulaciones de las escuelas atenienses lo que convenía a su espíritu práctico de campesinos: la moral, la política, la jurisprudencia. Ellos, que no eran poetas, convirtieron lo que habían leído de los griegos en sentencias, máximas, fábulas, parábolas ejemplares. Ellos, que nada entendían de las abstracciones de la geometría y sólo observaban el cielo para estimar las futuras cosechas, aprendieron de Euclides, Eratóstenes y Arquímedes a hacer construcciones para irrigar la tierra, a medir la extensión de su creciente imperio para mejor administrarlo, a construir navíos y máquinas de guerra que aplastarían a los piratas y contendrían a los bárbaros del norte. Pero no perdieron por ello su esencia. Al menos durante largos siglos.
– Hipatia es muy esquemática en su exposición -dijo secamente Rhazes levantándose de la mesa-. Tal vez sea culpa de la comida y del calor de estas primeras horas de la tarde. Vayamos al frescor del peristilo.
– Rhazes tiene razón, me estaba entrando sueño -asintió Filopon levantándose apoyado en su pesado bastón pulido por los años e incrustado de oro-. Vayamos allí.
– Si queréis convencerme de que los libros en nada alterarán el valor de mis beduinos, a fe mía, estoy de acuerdo con vosotros -dijo Amr lamentando que la mano de Hipatia abandonara la suya-. No saben leer. Para ellos sólo cuentan sus monturas, su tribu, el desierto y la palabra del Profeta. Pero, según ordenó el propio Mahoma, en mi país se abren escuelas para enseñar a descifrar nuestro libro sagrado. Y uno de los temores del califa Omar es que los alumnos que se aficionen a la lectura quieran degustar los azucarados y perversos frutos de los poetas árabes. Pues por muy bárbaros que seamos, sabed que también nosotros tenemos algunos poetas, y que no emiten esos «¡boar boar!»
– El temor de tu amo es tan estúpido como feroz -declaró Rhazes-. Desde los tiempos de Moisés, toda mi gente, incluso el más modesto pastor, ha sabido leer y escribir. Sin embargo, todavía sobrevivimos, a pesar del exilio, las matanzas, las persecuciones. Gracias a los libros, a todos los libros, no hemos desaparecido como una gota de agua bajo la arena, en el gran silencio de la Historia. Si Omar quiere quemar la Biblioteca, ¡que la queme! Y muy pronto sólo se dirá de los árabes que han sido la última horda de esos vándalos que, hace menos de un siglo, invadieron las costas de África antes de desaparecer dejando cenizas por todo recuerdo. Si destruís los libros, únicamente dos de los vuestros pasarán a la Historia, Omar y Amr, y serán recordados por el dudoso honor de haber cometido este infame crimen.