Выбрать главу

– ¿Te atreves a dudarlo? -dijo Amr, algo sorprendido e impaciente por tan largo discurso, cuando él esperaba otros temas de conversación-. ¿Acaso no dice también nuestro Corán -prosiguió- que los siete cielos y todo lo que contienen celebran la gloria de Alá? Todo lo existente ensalza su poder. Pero vosotros, los paganos, no comprendéis esos elogios.

– Es cierto -replicó Hipada, herida en lo más vivo- que no soy cristiana como mi tío, ni judía como Rhazes. Y no me he convertido aún a tu fe. El conocimiento del Universo por las ciencias y las artes es la única religión que practico, adornada con ciertos principios inmortales de la filosofía platónica. Mi tío Filopon me acusa a veces, para pincharme creo, de consagrarme a los ritos paganos y a los misterios órficos. Pero no soy una pagana, pues en mi particular culto a Urania, la musa de la astronomía y la geometría, así como a su hermana Euterpes, la música, va incluida la creencia de que en el espacio se encuentran las bases de la geometría divina. Cada astro ha sido colocado en su sitio, a imagen y semejanza de las lámparas que custodian la sepultura de Cristo, en Jerusalén, o la de tu Mahoma, en Medina.

Amr no respondió, sorprendido por los irrefutables argumentos de aquella hechicera demasiado hermosa. Permanecieron el uno junto al otro en silencio unos instantes, estremeciéndose un poco a pesar de la suavidad de la atmósfera. El disco rojo del sol se zambulló en el mar y comenzaron a brillar las primeras estrellas.

– Para el pueblo de Egipto, cuando Ra, el dios sol, cierra sus párpados por la noche, las tinieblas oscurecen la tierra -murmuró Hipatia.

– Pero el cielo, en cambio, entreabre su estuche infinito -añadió el beduino que, conquistado por la grandeza del espectáculo, prosiguió con un tono distinto, casi solemne-: Las estrellas me hacen pensar en racimos de oro que cuelgan del emparrado de las noches…

– Si ésos son los versos que te complace escribir en la soledad del desierto, querido Amr, son un buen homenaje a la belleza de la Creación. -La joven dejó de hablar y sonrió. Luego se volvió bruscamente hacia él, como arrancada de una breve ensoñación-. Hiparco de Nicea, el más glorioso de nuestros astrónomos, dijo que cuando unas estrellas se encienden, otras cambian de color, y otras más se apagan. Lamentablemente, seguimos ignorando la naturaleza esencial de las estrellas. Las contamos, las clasificamos por orden de magnitud, las agrupamos en forma de constelaciones. Pero, tras su fijeza aparente, los cielos cambian, una hirviente vida los anima. Por eso los poetas escribieron libros que cuentan sus leyendas.

Amr se acercó imperceptiblemente a ella.

– Me gustaría que me contases una de esas leyendas. Hipatia divisó en la penumbra el fulgor de sus ojos que estaban fijos en la lejanía.

– Mira -murmuró-, ¿ves los cinco luceros que acaban de aparecer, allí arriba, y dibujan una especie de silla?

Con su brazo desnudo, había trazado un pequeño círculo en el cielo, en dirección norte.

– Permíteme que te haga observar -respondió Amr- que esas estrellas son bien conocidas por los beduinos. Pero nosotros vemos en ellas una especie de mano que señala con el dedo las estrellas situadas delante.

Hipatia inclinó la cabeza.

– La leyenda de esas estrellas está escrita en un libro de la Biblioteca. -Tomó de pronto una entonación monocorde y levemente enfática, como si procurara recordar las palabras justas-. He ahí a Casiopea, reina de Etiopía. Se halla en las alturas junto a su marido, Cefeo. Brilla incluso cuando la luna resplandece toda la noche. Al igual que una llave que introduce sus dientes de hierro y mueve los pestillos de una doble puerta cerrada desde el interior, así están dispuestas sus estrellas. Con expresión estremecida, tiende las manos como deplorando la pérdida de su hija Andrómeda, que expía las faltas de su madre.

– ¿Qué abominable falta cometió, pues, esa madre? -preguntó Amr con una pizca de burla.

– Casiopea -prosiguió Hipatia con impaciencia, como si temiera perder el hilo- había tenido la vanidad de creerse más hermosa que las Nereidas, a pesar del color negro de su piel. Las ninfas suplicaron a Neptuno, su padre, que vengara aquella afrenta. El dios de los mares envió a un monstruo que causó espantosos estragos en las costas de Siria. Para conjurar aquella plaga, Cefeo encadenó a su hija a una roca y la ofreció en sacrificio al monstruo…

Amr esbozó una mueca dubitativa.

– Observa -prosiguió Hipatia en un tono menos sentencioso-, observa la constelación de Andrómeda. Puedes verla por entero, antes incluso de que llegue la oscuridad de la noche, tan brillante es el resplandor de su cabeza, y tan blanco el fulgor de sus anchos hombros. En torno a su talle brilla un pequeño cinturón de fuego que recoge su túnica… Extiende sus brazos encadenados, como si la fuerza de la roca los retuviera.

– Veo sobre todo -dijo maliciosamente Amr- que, no contenta con ser hermosa y sabia, conoces a fondo la literatura.

– En verdad, no he hecho más que recitar de memoria los versos del gran poeta Arato.

– ¿Otro griego de Alejandría?

– Un alumno de Eudoxo, uno de los primeros que llegó al Museo siguiendo los pasos de Euclides. Pero se sentía más inclinado a la poesía lírica que a la severidad del razonamiento geométrico. Un poco como tú, general. De modo que Arato prefirió cantar las constelaciones en un poema que lo hizo célebre en toda Grecia.

– Hermosa doncella -dijo Amr acercándose un poco más a la muchacha- no me canso de escuchar el melodioso sonido de tu voz. Tu boca tan finamente dibujada como el sello de Salomón, tu cabellera que ondea en la brisa…

– General -le interrumpió Hipatia con firmeza-, te ruego de nuevo que cambies de tema. -Luego, en un tono más severo, añadió-: Si pretendes acariciar una cabellera, hazlo más bien con la mirada. Fíjate en esa pequeña agrupación de estrellas. Allí, entre Arcturo y Leo; la llaman la Cabellera de Berenice.

El general carraspeó, ofendido por el desaire.

– ¿No me hablasteis ya de una Berenice, esposa del primer Tolomeo? -dijo malhumorado, aunque deseando probar que tenía buena memoria.

– En efecto, pero esta Berenice vivió un poco más tarde y fue la esposa de Tolomeo III Evergetes, el bienhechor. Escucha su historia. A Omar no puede interesarle, pero a ti sí, porque es una historia de poetas.

– En tal caso, escucho y obedezco -dijo Amr haciendo una mueca cómicamente resignada. La joven continuó su explicación.

– Apenas subido al trono, Evergetes tuvo que ir a combatir contra el rey seléucida, que dominaba Siria. Berenice, inconsolable, le juró a Venus que sacrificaría su opulenta cabellera si su amado regresaba victorioso. El mismo día del regreso del rey, ella llevó al templo la famosa cabellera. Pero, durante la siguiente noche, ésta fue robada por un sacerdote de Serapis, indignado por el hecho de que la reina hiciera un sacrificio a una diosa griega. Su acción provocó la desesperación de Berenice y el furor de Evergetes. Sólo un astrónomo supo calmar el resentimiento de los esposos. Se trataba de Conón de Samos, cuya ciencia era muy venerada, pues había escrito siete libros de astronomía y se había carteado con Arquímedes de Siracusa. El sabio, mostrándoles esa agrupación de estrellas, afirmó que acababa de aparecer en el firmamento y que no era sino la propia cabellera de Berenice, llevada por Venus a la bóveda celeste.

– Una reina, y además joven -ironizó Amr-, convencida de pertenecer a una raza distinta a la del común de los mortales, estaba sin duda más que dispuesta a creerse tan pagana fábula.

– Los príncipes, paganos o no, están siempre ávidos de escritos que celebren su gloria. Los sabios y los poetas conocen bien estas debilidades. Sin duda por eso, después de que Conón hubiera dibujado una larga melena en el globo celeste del Museo, el gran Calímaco, en el crepúsculo de su vida por aquel entonces, compuso sobre esa cabellera una elegía que inmortalizó a la reina Berenice: