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– Eso quiere decir que la longitud del año no es fija.

– ¿Ah, y cómo haces para calcular la duración de un año entero? ¿Les das vueltas y vueltas a los relojes de arena?

Hipatia hizo el ademán de quien se arma de paciencia.

– ¿Has oído hablar de los equinoccios, esos momentos del año en que el día tiene una duración igual a la de la noche, y ello en todas los puntos de la Tierra?

– Bah, no somos del todo ignorantes en Arabia -respondió el alumno en un tono más serio-. Y sabemos perfectamente que hay dos de esos equinoccios. Uno al principio de la primavera, otro al principio del otoño.

Algo sorprendida, la joven alejandrina prosiguió:

– Pues bien, en el equinoccio de primavera, cada año, el Sol se encuentra en el zodíaco en una posición precisa, que los astrónomos saben situar. Pueden pues establecer la duración exacta del año, contando el tiempo que separa dos equinoccios de primavera sucesivos.

– Eso me parece claro, aunque muy aburrido…

– Si el eje del mundo estuviera fijo -prosiguió Hipada sin perder la paciencia-, esta duración sería siempre la misma. Ahora bien, Hiparco descubrió que, año tras año, la posición del Sol en el equinoccio se desplaza. Y el desplazamiento se acumula a lo largo del tiempo. El equinoccio de primavera tenía lugar en la constelación de Tauro hace veinte siglos, como demuestran las tablillas de Babilonia que conservamos como un tesoro en el departamento de antigüedades de la Biblioteca. Hoy, el Sol de equinoccio está en la constelación de Aries. Dentro de dos mil años, si el mundo sobrevive a la locura de los hombres, la primavera nacerá en la constelación de Piscis.(12) Y si sólo vas a retener una cosa de todo este razonamiento que parece superarte, Amr, recuerda que sin los rollos de la Biblioteca donde están consignadas las observaciones de los Antiguos, ninguno de estos grandes descubrimientos habría sido posible.

– Si he comprendido bien, lo que en términos eruditos denominas precesión de los equinoccios no es más que el humor variable de las estaciones…

Hipatia quedó desconcertada, luego, relajándose por fin, concluyó:

– General, no eres tan tonto como a veces pretendes ser.

– En eso estamos de acuerdo -respondió él con cierta vanidad-. La verdad es que, en muchos puntos, ambos concebimos las cosas del mismo modo…

Y de pronto, sin ponerse de acuerdo, soltaron la carcajada. Hacía ya rato que Amr estaba impaciente, hastiado de tantas lecciones de astronomía, y se sentía de humor frívolo. No quería que esa arrobadora hechicera le enseñara a medir la Tierra o a leer en los cielos. Su universo, en aquel instante, era el de Ovidio, y el amor el único tema digno de ser cantado. Como por un extraño contagio de los estados de ánimo, la joven alejandrina sintió a su vez una profunda turbación. En un instante, la atmósfera entre ambos cambió de un modo radical, como por arte de magia.

– ¿No crees que me miras con demasiada intensidad? -dijo ella en voz muy baja.

Sin responder, Amr le tomó lentamente las manos y ella no se resistió.

– ¡Oh, mujer, fermento de todas las emociones! -susurró-. ¡Que unas manos tan bonitas sirvan para tocar un astrolabio o un compás! ¡Que esos ojos tan hechiceros se dediquen a observar el curso de los planetas! No, la mano de Venus está hecha para tocar el laúd de los amores y tus hermosos ojos deben ser mis astros aquí abajo.

El pecho de la muchacha palpitaba, sus senos se alzaban suavemente bajo el fino paño de la túnica.

En aquel mismo instante, la puerta de acceso a lo alto del faro se abrió ruidosamente. Dos oficiales irrumpieron bajo la columnata llevando en la mano grandes antorchas que deslumbraron a la pareja. Deshaciéndose en excusas, los militares dijeron al dueño de la ciudad que venían a encender las linternas del Faro, como él mismo les había ordenado. Habían aguardado incluso más de lo razonable, pues hacía tiempo que había caído ya la noche, y la oscuridad podía poner en peligro la vida de los marinos.

Hipatia aprovechó la interrupción para serenarse. Apartándose de Amr, recogió su velo, se envolvió por completo en él y, tras haber hecho una breve reverencia, se retiró precipitadamente sin pronunciar palabra.

Despechado, pero en el fondo lleno de alegre excitación, el conquistador de Alejandría permaneció unos minutos allí para observar la operación del encendido. Bajo la cúpula sustentada por ocho columnas se elevó muy pronto una brillante hoguera de madera resinosa, cuya luz, reflejada por los espejos que la rodeaban se extendió hacia el mar.

Algo más tarde, mientras bajaba del faro en compañía de sus oficiales, Amr recordó que al día siguiente tendría que recibir una clase de historia, mucho menos divertida, impartida por el viejo Filopon sobre un emperador romano y una reina de Egipto.

El soldado y la diosa

(Tercer curso de Filopon)

Alejandría inspiró durante mucho tiempo a los romanos la misma pasión temerosa y colérica que la del humilde pastor por la hermosa princesa… O la del más inculto de los soldados por la más refinada de las mujeres.

Julio César estaba muy lejos de ser un humilde pastor. Presumía incluso de descender de una de las más antiguas familias romanas. Tampoco era un inculto guerrero, y el relato que hacía de sus conquistas estaba compuesto en un latín muy puro, al modo ateniense: de joven, había terminado sus estudios en la ciudad ática. Por lo que se refiere a si tenía temple de soldado, no soy lo bastante entendido en el arte militar para afirmar eso ante un general tan brillante como tú. Pero sé que sus enemigos vencidos alababan su clemencia.

César vino a Alejandría para arbitrar un nuevo conflicto dinástico entre dos hermanos, que se llamaban ambos Tolomeo, evidentemente. El mayor, claro está, se había casado con su hermana, que, como habrás comprendido, se llamaba Cleopatra; era la séptima en llevar este nombre. Se desposaron siendo aún muy niños: Tolomeo XIII, al que dieron el absurdo título de Dioniso, dios del vino y de los placeres, sólo tenía diez años.

Los verdaderos dueños de Egipto eran los tutores del joven rey: un general, Achillas, que ambicionaba el trono, y un eunuco llamado Potino. Éste, al menos, no corría el riesgo de fundar su propia dinastía. Para él, el único modo de pasar a la posteridad era ser tan inmortal como un libro. Compró pues, a precio de oro, el prestigioso cargo de bibliotecario. Las intrigas, la corrupción, los motines y las revueltas eran cosa cotidiana en el reino. Expulsada por las maniobras de Potino y Achillas, Cleopatra tuvo incluso que refugiarse por algún tiempo en Siria.

Mientras, la República romana seguía acumulando conquistas. No necesitaba ya presentarse como intercesora en los conflictos locales para ocupar las naciones que reclamaban su ayuda. Se las anexionaba, pura y simplemente, permitiendo a veces que reinara, sin gobernar, un rey de paja o un gobierno fantoche. Aquí y allá estallaban revueltas contra el ocupante, pero esas revueltas eran brutalmente reprimidas, y acto seguido los botines, los rescates y los esclavos eran despachados hacia Roma, como vertidos en un gran embudo. Muy pronto sólo quedaron fuera de la tutela de la República, Alejandría y Egipto. ¿Fue un confuso respeto hacia el glorioso pasado del país de las pirámides, del Faro y de la Biblioteca lo que mantuvo a las legiones lejos de nuestra nación? ¿No sería más bien que los estrategas del Senado consideraron que el fruto no estaba aún lo bastante maduro y que iba a caer por sí solo? Pero el Senado ya sólo era la sombra de sí mismo. El ideal republicano de la espada y el arado se había olvidado. Aquella casta patricia agarrada a sus privilegios veía con inquietud que el prestigio de sus tres principales generales crecía ante el pueblo y el ejército. Así, para alejar a los tres ilustres soldados, les entregaron a cada uno -Craso, César y Pompeyo- la tercera parte de los países conquistados.

Pero nuestros tres generales se pusieron de acuerdo y se coaligaron contra el Senado. Con la esperanza de llegar a ser los dueños de Roma, se repartieron los puestos y los poderes. El Senado, sin el apoyo del pueblo y la fuerza de las legiones, no era nada frente a ellos. Pero Craso murió mientras trataba de reprimir un levantamiento de los partos. Aquejado de una avidez sin límites, había arruinado a las provincias que estaban a su cargo. Murió por donde había pecado: los partos le vertieron en el gaznate oro fundido. A partir de entonces, el enfrenta-miento entre los dos supervivientes, César y Pompeyo, se hizo inevitable. El primero tenía orgullo y ardor; el segundo, paciencia y habilidad. César poseía la salvaje Galia, que había conquistado él solo; Pompeyo tenía en su lote todo lo demás, es decir Grecia, Asia y África, a excepción de Alejandría, claro está. Entre ambos se hallaba Roma. César fue el primero que se atrevió a entrar en la capital, a la cabeza de su ejército. El Senado se inclinó ante él. Pompeyo, por su parte, huyó hacia Grecia. Derrotado por los helenos rebeldes, tuvo que huir de nuevo. Ya sólo le quedaba Alejandría. Corrió a refugiarse allí, esperando que César no le persiguiera. ¡Fatal error! Al hacerlo, abandonaba el imperio y traicionaba a Roma. Pompeyo perdió a sus últimos partidarios. La flota de César puso entonces rumbo hacia la antigua ciudad de los Tolomeos. Lleno de pánico, el joven rey o, mejor dicho, sus tutores asesinaron a Pompeyo.