Dos días después del crimen, cuando César desembarcó, le presentaron la cabeza de su rival. Con lágrimas en los ojos, César la hizo enterrar al pie de las murallas. Luego, contra todo lo esperado, se quedó en Alejandría, mientras en Roma le ofrecían el Capitolio. Afirmó que deseaba primero hacer de árbitro en las disputas entre la facción del rey Tolomeo y la de su hermano menor. Nadie le creyó. Estaba claro que quería volver a la Ciudad como dueño y señor de la única pieza que le faltaba al Imperio, la más hermosa y más rica también: Egipto. Si lo lograba, nadie en el Senado se atrevería ya a discutirle nada.
El general sospechaba que en el barrio de los palacios, verdadera ciudadela donde había instalado su acantonamiento, intentaban asesinarle, como hicieron con Pompeyo. A la cabeza de la conspiración estaba Achillas, señor omnipotente del ejército egipcio, y también de los destinos del joven rey. Durante un banquete, el barbero de César, que merodeaba con cierta inquietud por los pasillos, sorprendió a Potino dándole a un sirviente la orden de servir una copa de veneno al general romano. El barbero corrió a avisar a su amo que, de inmediato, hizo rodear el ala del palacio. Acabaron con Potino, pero Achillas y Tolomeo pudieron huir y provocar una insurrección general contra las tropas de César.
Pese a la importancia de su ejército, al que se habían añadido los soldados de Pompeyo, Achillas prefirió atacar por mar. Su flota penetró en la rada y echó el ancla bajo las murallas que se levantaban junto al agua. De inmediato, César hizo lanzar sobre los navíos enemigos antorchas untadas de pez inflamada. Muy pronto, la rada y el puerto sólo fueron un enorme brasero…
Los cuatro elementos son también los cuatro enemigos de los libros. El aire los corroe si nadie se preocupa de ponerlos a salvo en los armarios, el agua les borra las letras si no les toca a menudo el sol, el polvo los cubre si se los deja arrumbados demasiado tiempo. Pero el fuego es el peor de sus enemigos, pues el hombre nada puede hacer para protegerlos de las llamas. Y es el propio hombre el que provoca los incendios, producidos por la guerra, el odio al saber, el miedo a la verdad o, más frecuentemente, por la simple negligencia. Es incontable el número de bibliotecas destruidas por un fuego cuyo origen nunca se ha llegado a conocer. Pero siempre se ha señalado a un culpable sin que importara la verosimilitud de tal acusación. Y aunque el denunciado resultara ser inocente, nunca ha quedado libre de sospecha, porque sobre él recae el oprobio universaclass="underline" quemar los libros es quemar a los antepasados, quemar a tu padre y tu madre, quemar tu alma, quemar con ella a toda la humanidad.
César tenía numerosos enemigos, tanto en Roma como en el resto del Imperio. Su ambición de hacerse él solo con el poder, ya fuese como dictador o como rey, era demasiado flagrante, aunque su ejército le era fiel en cuerpo y alma y el pueblo humilde de la ciudad latina le amaba. Así pues, desde el otro lado del mar, los dirigentes romanos le acusaron de haber saqueado Alejandría e incendiado la Biblioteca.
Pues el incendio que supuestamente él había provocado, se había extendido por el puerto. Allí había almacenes que no sólo contenían trigo sino también unos cuarenta mil rollos de pergamino, copias destinadas a ser enviadas y vendidas en las cuatro esquinas del Mediterráneo y especialmente en Roma. Únicamente estas copias quedaron destruidas, pero esto bastó para que a César le haya perseguido la fama de incendiario de libros hasta la época presente, tanto tiempo después de su muerte.
César había vencido en Egipto: Achillas se había suicidado, Tolomeo había perecido ahogado en el Nilo, pues a los trece años el rey no había aprendido a nadar. Pero, derrotada por la guerra, Alejandría triunfó por el amor. Cierto día, poco después de esta victoria, en el palacio real de Alejandría se presentó un esclavo con un regalo para César, una alfombra que, al ser desenrollada, descubrió a una muchacha de gran belleza. Era Cleopatra, la hermana y esposa del rey ahogado, que había regresado de su exilio en Siria. «Oh, César, te ruego que respetes la Biblioteca.» Ésas fueron sus primeras palabras, antes incluso de solicitar ser restablecida en el trono. César, un hombre maduro -tal vez tu misma edad, Amr-, se sintió turbado. Ella tenía treinta años menos que él. Pero más que su deseo viril, la joven despertó su ambición de conquistador. Se le ofrecía la ocasión de desposarla y convertirse en rey de Egipto; luego, a la cabeza de sus ejércitos, podría regresar a Roma y triunfar sin dificultad sobre sus adversarios.
Al fin y al cabo, el pueblo estaba con él. Aristócratas, senadores y caballeros no pensaban más que en enriquecerse a expensas de sus conquistas. La probidad de los soldados-campesinos de antaño había quedado olvidada durante la República. De modo que, de haberse atrevido, César hubiera tenido el apoyo no sólo de la plebe de Roma y todo el ejército, sino también el de los países que había conquistado y que había sabido administrar con prudencia y magnanimidad.
Su mejor aliada, sin duda, habría sido Cleopatra. A pesar de su corta edad, tenía un sentido muy fuerte de sus deberes como reina de Egipto. Y era venerada por los dos principales pueblos que componían su patria: los griegos de Alejandría la admiraban por su belleza y sus conocimientos; el pueblo de los arrabales y la campiña la quería por su sencillez. En efecto, desde Tolomeo Soter, ella era la única de todos los soberanos que hablaba egipcio. Esta veneración se convirtió en culto. Cleopatra era adorada por los griegos como la reencarnación de Afrodita, y por los egipcios, como la diosa Isis.
El idilio entre César y Cleopatra causó escándalo en Roma. Se acusó al general de querer convertirse en rey de Egipto. La reina y él no pudieron desmentir ese rumor, ni siquiera cuando ella se casó con su joven hermano, de once años, que adoptó el título de Tolomeo XIV. Por lo que a César se refiere, tuvo que regresar a Roma para justificarse. Pero esa iniciativa le perdió: cayó bajo los golpes de los conjurados que temían verle coronado rey. De hecho, César murió, sobre todo, por no haber sabido elegir a tiempo entre la fidelidad a su patria y el trono de los Tolomeos que Cleopatra le ofrecía.
Quienes habían matado a César esperaban que los ciudadanos romanos volvieran a estar unidos, como antaño, por los principios de igualdad, fraternidad y libertad. ¡Ilusoria esperanza!
Por otra parte, ¿fue alguna vez la antigua Roma tal como ellos la imaginaban? El pasado aparece siempre muy hermoso cuando el presente está hecho de conflictos. Tú mismo, Amr, ¿acaso no añoras la época en que tu Profeta reinaba en tu país? En realidad, tú conociste esa época, pues de ella hace apenas veinte años. ¿No será, más bien, que añoras tu juventud?