En Roma, las mismas causas produjeron los mismos efectos. Quien se postuló de inmediato como sucesor de César era su más fiel soldado, Marco Antonio. Había participado en todas las guerras de su jefe y, mientras César estuvo en Alejandría, él fue el verdadero amo de Roma. Sin embargo, qué contraste entre César, el aristócrata refinado y culto, agudo político, brillante estratega, y Antonio, tosco guerrero, amante del buen comer, del vino, de las mujeres, pendenciero y alegre compañero.
La popularidad de Marco Antonio era inmensa, pero los dignos senadores le despreciaban. Le opusieron muy pronto a uno de los suyos, un diplomático hábil y prudente, Lépido. Enseguida apareció un tercer candidato. Un joven, casi un niño, frío, reservado, lleno de silenciosa energía: Octavio, el sobrino de César. Durante algún tiempo, nadie creyó que tuviera alguna posibilidad. Por lo que se refiere a los conjurados que habían matado a César, no tardaron en ser aplastados. No eran tiempos propicios para los idealistas, y la República murió con ellos. De nuevo tres hombres dirigían el imperio, de nuevo era inevitable el enfrentamiento.
La primera víctima no fue uno de ellos, fue el libro. O, más bien, un hacedor de libros, sin duda el más ilustre filósofo romano: Cicerón. Este abogado había estudiado a fondo el pensamiento socrático. Había viajado por todo el Mare Nostrum y había pasado largos años estudiando en Alejandría. Habría podido limitarse a ser un brillante adaptador de las grandes escuelas filosóficas griegas a la realidad romana. Lo fue. Pero eso no le bastaba.
Cicerón quería que sus actos estuvieran de acuerdo con sus escritos. Y lo consiguió por medio de la palabra. ¡Y qué elocuencia la suya! Desde lo alto de la tribuna, defendió al débil contra el fuerte, la equidad contra la injusticia, la república contra la dictadura, el poder civil contra la fuerza militar, la tolerancia contra la brutalidad. Su verbo inquietó a nuestros tres generales, pues les impedía combatir entre sí. Por consiguiente, Antonio, Octavio y Lépido se pusieron de acuerdo en una sola cosa: suprimir a Cicerón. Éste recibió el golpe que acabó con él del mismo modo como había vivido: de pie. Con él murieron las libertades romanas.
Entonces estalló la rivalidad de los triunviros. Octavio ocupó Roma y se hizo elegir cónsul. Lépido, prudente, eligió España y África. Marco Antonio reinó sobre Oriente; así llamaban los romanos a todos los territorios situados al este de Italia. Sin embargo, sabían que la Tierra era redonda y que siempre somos el Oriente para otros. Tal vez Marco Antonio lo ignorase. En cualquier caso, se dejó embriagar por la riqueza y la vida muelle en nuestro país y, sobre todo, conoció a Cleopatra.
Desde la muerte de César, la reina de Egipto gobernaba sola. Su pueblo, por fin unido, la había divinizado. Ella había hecho envenenar a su hermano menor y marido, Tolomeo XIV, y había puesto en el trono al hijo que había tenido de César, Tolomeo XV, al que las malas lenguas, dudando de sus orígenes paternos, llamaban irónicamente «Cesarión»: corría, en efecto, el rumor de que César, por el hecho de ser epiléptico, no podía procrear y que además prefería la compañía de los muchachos.
Tras la muerte de su amante, Cleopatra se ocupó de tutelar al pequeño Cesarión y de satisfacer su única ambición: devolver a Alejandría su pasado esplendor, convertirla en la nueva Roma. Cuando vio prosternarse ante ella, lleno de timidez, al poco refinado Marco Antonio, comprendió todo el partido que podía sacar de aquel joven rústico. No le costó en absoluto despertar en él la más loca pasión. La unión de Cleopatra y César había sido la unión de dos ambiciones: el general quería Roma, la reina, Alejandría. Marco Antonio, en cambio, sólo quería a Cleopatra. La tuvo, o al menos eso creyó, pues sólo fue su esclavo, ya que accedía a sus menores deseos, y de vez en cuando recibía como recompensa una noche de amor, lo mismo que a un perro se le premia con un hueso. Cierto día, él le regaló los restos de la biblioteca de Pérgamo. Trescientos mil rollos, una partida que compensaba ampliamente los que se habían quemado unos años antes en el incendio de los almacenes. Con esa donación, el Museo recuperó un poco de su grandeza pasada.
Esa historia hizo reír mucho en Roma, más incluso que el nacimiento de Cesarión. Antonio, que sin duda no había leído ni un verso en toda su vida, regalaba a su amante las más prestigiosas obras de la ciencia y la filosofía. Sólo Octavio no se rió. Por lo demás, nunca se reía. Había casado a su hermana Octavia con Marco Antonio. Éste, al ofender así a su esposa, había insultado a Roma y traicionado a su patria. Su acción era, sobre todo un flagrante casus belli, el mejor de los pretextos para iniciar las hostilidades. Octavio contaba ahora con el respaldo del pueblo y el Senado. El pueblo veía cómo uno de los suyos se dejaba deslumbrar por los espejismos de Oriente y debilitaba su carácter en el estupro y el desenfreno. Los miembros del Senado preferían con creces un aristócrata como ellos a un mercenario imprevisible. Entregado a su pasión, Marco Antonio, que llevaba la vida fastuosa y perezosa de un potentado oriental, no captó ese cambio de la situación. ¡Qué le importaba Roma si tenía a Cleopatra! Sin embargo, para intentar complacer a su reina, organizó la flota más poderosa de todos los tiempos.
Pero sus soldados, romanos en su mayoría, no querían luchar contra sus compatriotas por los bellos ojos de una extranjera; enfrente tal vez tuvieran a un hermano, un amigo, un hijo. No hay peor guerra que la guerra civil, «la guerra que hace llorar a las madres», como decía Esquilo.
Para Cleopatra, el inminente conflicto entre Octavio y Marco Antonio no era más que una fachada. La verdadera guerra tendría lugar entre Roma y Alejandría, entre Oriente y Occidente. Intentó negociar con el amo y señor de la ciudad latina. La respuesta fue brutaclass="underline" que entregase a Marco Antonio; después, Octavio y el Senado decidirían. Ella se negó, sabiendo que aquello significaría la rendición de los ejércitos de su amante. Egipto, entonces, quedaría inerme ante Roma.
Octavio decidió terminar de una vez. Invadió Grecia, que formaba parte de los dominios de su rival. A Marco Antonio no le quedó ya otro remedio que combatir. Acompañado por sus reblandecidas legiones y la flota de Cleopatra, atravesó el mar para enfrentarse con su enemigo ante Actium, un espolón rocoso. Era el escenario de batalla elegido por Octavio, y allí Marco Antonio quedó muy pronto rodeado por las naves enemigas. Pero incluso entonces habría podido evitar la derrota de no ser porque vio que el navío de la reina de Egipto atravesaba el cerco y emprendía la huida. Cleopatra había comprendido que su lugar no estaba entre aquellos romanos, sino en su reino, junto a su hijo. Loco de desesperación amorosa, Marco Antonio, el feroz guerrero que nunca había retrocedido ante el peligro, desertó y, separándose de su ejército y su escuadra, la siguió como un perro sigue a una perra, dejando desamparado su rebaño ante el lobo.
Los suyos se rindieron sin combatir y se sumaron a la persecución. Muy pronto el ejército romano estuvo ante los muros de Alejandría. Marco Antonio se suicidó sin haber visto de nuevo a la mujer por la que lo había abandonado todo, y sin haber comprendido que no había amado a una mujer sino a una reina.
Octavio envió a la ciudadela sitiada a uno de sus emisarios, que le hizo a Cleopatra mil y una promesas de clemencia. Ella sólo creyó una: su hijo Cesarión sería respetado y subiría al trono de los Lágidas con el nombre de Tolomeo XV, y gozaría de la protección de Roma. Cuando el emisario romano se hubo marchado, la reina sacó de su cesto la venenosa serpiente sagrada de Amón-Ra y la oprimió contra su seno. Con este gesto se convirtió en diosa e inmortal.